Sabes en qué salón te tocó, preguntó mi mamá mientras dejaba mi uniforme sobre la silla. Creo que en el B, le respondí. Apagó la luz y en ese momento se me encendió la idea de que mi papá no me había enseñado cómo se le ponían las balas a la pistola.
A diferencia de lo que creía, el arma no me dio tranquilidad y más bien me tuvo despierto pensando en ella hasta la madrugada. Salí al baño varias veces y en una de esas escuché que mi mamá estaba furiosa porque cómo se le ocurría a mi papá que iba a dormir con una pistola bajo la almohada. A mí me pareció un gran lugar. Me prometí no defraudar a mi padre y no la buscaría cuando él no estuviera; así la curiosidad y el deseo de volver a tenerla en mis manos me arrastrara hacia ella, me aguantaría y cumpliría con mi promesa.
Ya muy en la madrugada, el cansancio me fue resbalando hacia el sueño mientras imaginaba que baleaba a los hombres voladores. De repente yo ya no tenía el arma en las manos y ellos seguían afuera de mi ventana. Volaban dando vueltas. Uno que otro se acercaba peligrosamente a punto de estrellarse contra el cristal. Di un paso hacia atrás y cerré la cortina. Cuando la abrí nuevamente se habían multiplicado y giraban muy rápido como si volaran empujados por un tornado, en círculos, con las alas negras desplegadas, desnudos del torso y con la piel agrietada como la de un elefante; de la cintura para abajo no tenían piernas sino un par de extremidades animales, como las patas traseras de un perro, pero muy estiradas. Pasó uno cerca de mí casi tocándome y me miró penetrante con su par de ojos rojos y luminosos: poseía unos bigotes largos de rata y, en lugar de dientes, dos colmillos puntiagudos y amarillentos. Planeó zigzagueante hacia la Luna y en un punto muy alto del cielo, cuando su cuerpo parecía uno de los cráteres del satélite, se dio vuelta y se dejó venir en picada contra la ventana. Supe que era irremediable que se estrellara y se metiera a mi cuarto. ¡La pistola!, grité, y me desperté agitado y miré hacia la ventana y di con una sombra que crecía. Salí corriendo al pasillo. Abrí de golpe la puerta del cuarto de mis papás. ¡La pistola!, volví a gritar con toda mi angustia, muy fuerte, y mi padre se incorporó asustado e hizo un movimiento brusco, y un tronido reventó dentro del cuarto. Mi mamá despertó y se puso de pie rapidísimo. Sentí calientita la panza. Luego mi espalda golpeó contra el suelo y me quedé mirando el techo. Mi mamá apareció asomándose sobre mí. Mi papá vino después y cuando se inclinó para tocarme pude ver por detrás de sus hombros un par de alas plegadas y negras. En ese instante, mientras me iba durmiendo con mucha calma, se me quitó el miedo a los hombres voladores y a su vez, ese mismo día, el temor se le pasó a mi hermana que comenzó a tenerme miedo a mí. Y yo sé que no es su culpa, son mis papás que la regañan cuando les dice que me ve.
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