El terreno empedrado la obliga a ir despacio. De un lado y del otro: una casa abandonada, el muro de un lote a medio construir, el toldo carcomido de la tienda de los dulces con chicle adentro, los asadores de cemento casi derruidos, las pajareras, la cancha de futbol cubierta de maleza.
Le cae de golpe el paso desaforado del tiempo. Ya no se siente bien. Le entra apuración por la llegada. ¿Qué va a decirle a la Niña? Putea contra los años que han pasado sin verla, tantos que ha perdido la cuenta. Cabrona vida que los ha vuelto viejos, que les arrancó a la Niña justamente cuando más la querían, tiempo de mierda que ahora la pone en el filo de la navaja de su desprecio, manejando hacia ella y hacia Estrada, una vez en la vida puerca y más que puerca, con la vergüenza a flor de piel y el esqueleto tenso de los nervios.
Tiene la tentación de regresarse, de echar a andar en sentido contrario hacia Victorio. Aunque la regañe. Pero no puede. Viene por Estrada. Tiene que llevárselo sano. Dar las gracias a la Niña por haberlo atendido con lo de la enfermedad. Por haberle prestado dinero para los medicamentos. Por salvarlos. Otra vez.
Las imágenes se le cruzan en la mente, se empalman. Por esas calles llevaban a la Niña en medio de los dos en el autobús: siempre iba contenta, con la cara colorada y canturreando una canción que ha olvidado. Algo decía de la Niña linda, de los pies de azúcar, manos de turrón. Al divisar Las Albercas, se le iluminaban los ojos: la Niña jugando, atascándose de tierra hasta en el pelo que después habría que desenmarañar para regresarla a casa impecable. Estrada en un camastro, con pantalones cortos, las piernas cruzadas, y la uña siempre enferma del pie derecho. La Niña en su traje de baño, calándole siempre en la entrepierna porque hacía calor: las niñas sudan de allí cuando les pega el sol. Las marcas rojas en su piel de niña gorda. Los zarpazos del sol sobre su cuerpo tierno, recién abierto como una flor al gusto por el agua y los juegos.
2323
El número, insertado entre dos ladrillos desde entonces, la regresa al presente: ella montada en la pick up de Victorio, silenciando el motor con un giro de llaves, Estrada enfermo, la Niña grande, Las Albercas que ya no se parece a lo que era. El ruido de chavalos enfebrecidos detrás de esa barda.
Baja de la camioneta. Sin pensarlo, golpea el portón de lámina con la aldaba de león. Los ladridos retumban. La tierra infértil de la zona se cimbra. A la Niña le gustaba hacerlo; azotar las fauces una y otra vez, escandalizar a la cuidadora, hacerla renegar, captar el gusto de Estrada por traviesa, por no asustarse con el estruendo que provocaba el ladrido de los perros. Ella era valiente. Más que una Niña grande.
Al escuchar los pasos largos aproximarse, con una respiración grave de distancia entre uno y otro, tiembla. Aprieta las llaves. Qué idiota. Cómo se le ha ocurrido llamar la atención de la Niña si ella puede abrir sola. Trae las llaves, para eso fue por ellas. Se equivoca. Falla. Va a desconfiar de ella otra vez, como en ese último instante en el agua. Gloria fea, vete. Gloria horrible.
Se faja la camisa de señor como le enseñó Estrada. Es un par de tallas más grande que la suya. Revisa los botones. La Niña ya viene. Avanza. Con movimientos claramente expertos, de Niña valiente, la cerradura cede y la puerta se abre en dos hojas. La Niña, una mujer gigante, corpulenta y de mirada incisiva, le dice buenas tardes como lo ha hecho el vigilante antes, sin aceptar su abrazo ni agarrar su mano como cuando algo la asustaba, sin decir su nombre, Gloria, una sola vez. Sin dejar de mirarla con esas brasas, antes de echar a andar con un paso largo, una respiración, otro paso, y Gloria detrás suyo viendo el ribete de su overol, el nacimiento del cabello casi al rape, la cicatriz en el cuello. Al fin la voz. Al fin la Niña.
—Llegas antes de las cuatro. Si me abrazas, te muerden.
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