Llega al motel Eddy’s, fiel a la descripción de los hombres: una chillante construcción pintada de rosa. Siempre se llamó igual. Estrada le contaba historias. Cosas interesantes. Que las cajeras se metían a los cuartos a dar gusto a los hombres. Se quitaban el uniforme y se ponían vestidos bonitos, para que aquellos no las miraran feo. Se daban un baño antes. Perfume. Tenían muchas tareas y para todas eran buenas. Limpiar. Trapear. Abrir las ventanas. Preparar bebidas. Después cobraban. Sabían hacer de todo: eran eficientes.
—Hacen bien su trabajo, sirven de algo, por eso las quieren —concluía Gloria.
Estrada asentía y le ponía la mano en la cabeza, sin descuidar a la Niña: que fuera bien sentada, con el trasero hasta atrás para que no se fuera a caer con los frenazos. Ya una vez casi se les va de boca por ir platicando.
El motel es un aglutinado de formas. Las torres de un castillo, palmeras, paredes en distintas texturas y relieves. A la usanza de los viejos moteles, al entrar con el auto, del turbio cristal de una ventanilla emerge una voz de mujer. Le dice que viene por las llaves. La mujer se queda en silencio. Le pregunta a otra. Voltea hacia Gloria. Aunque no puede verla, Gloria está segura de dos cosas. De que se miran tras el cristal, primero. Número dos: esa mujer está imbécil. No puede ser que solo la mire, que indague en los ojos del otro lado del vidrio sin abrir la boca.
Lo dice de nuevo, que viene por las llaves. Tiene que insistir hasta que la mujer parece entender y le da acceso. La ruta circular bordea las jardineras de buganvilias de las cocheras de los cuartos. Llega al 18, se estaciona y recoge las llaves del buzón. El llavero es un alacrán de alambre. Pica en los dedos por las puntas mal retorcidas.
Ahora sí, está más cerca que nunca. ¿De dónde? Le cuesta trabajo armarlo en palabras. Se dicen cosas como «por fin voy a mi casa»; Gloria supone que se dirige al punto en el que convergen sus historias, los malos y peores designios cumplidos en su carne y en su alma. Se percibe escuincla, chamaca vieja que camina con incertidumbre hacia el confesionario, a su reencuentro con Estrada, a sabiendas de que de ese lado corren las aguas negras, el pantano. Las Albercas, lo ve así, son su retorno y su destino. Tampoco sabe lo que es eso: han sido tantas las veces en que ha oído la frase común; se confunde. Las palabras destino y retorno se le hacen ridículas. Las diría Flora, seguro. Las ha de haber dicho más de una vez. Las dirá ahora donde se encuentre, si es que hay más allá. Ella se habrá salvado: por buena, por piadosa, por trabajadora. Alguien así nunca pisa el infierno.
Ha visto alacranes de alambre en las construcciones. Los albañiles se entretienen haciendo la forma: el par de apéndices, la pinza. Recuerda a uno regodearse, con un gesto de éxtasis, en la cola acabada en aguijón. Suelen hablar de picaduras mortales y de organismos resistentes al veneno.
—Las pieles correosas aguantan todo, compadre —así los escuchó decir.
—La de esta mocosa es prieta, pero de papel: esas no sirven para nada. Cuando crecen, se deshacen en pellejos.
La asustaban con eso. Y con más cosas que ha olvidado.
Todos los albañiles son compadres. La familiaridad entre ellos no se parece a ninguna otra. Conoció a varios, cuando Flora se desquiciaba por la pasividad de Estrada y tenía que pedir ayuda en otros lados. Tuvo que pagar para que los hombres levantaran la barda del patio y otro baño. En este último se llevaron meses y nunca lo terminaron. Los albañiles son perversos: hacían alacranes y los dejaban sueltos para provocar sustos en la gente que entonces pululaba por la casa: Gloria entre ellos.
Pasa y repasa el alacrán por su mano en lo que vira con la intención de retomar la carretera. Va y viene el tráfico con fluidez. Fugaces luces la entretienen un rato en lo que se integra. Aprieta al alacrán contra su palma.
—Manejar con una sola mano es otra de tus imprudencias, mamá —le ha dicho Victorio.
—Ya no me señales tanto mis defectos, ¿nada bueno tengo?
—¿Como qué?
Clava las pinzas y el alambre suelto en su piel. Le gusta el dolor suave, esa punzada que se expande en círculos. La hace sentirse viva. Que algo es. Aprieta al animal el resto del camino. De haber sido de verdad, le habría clavado su ponzoña y ya le estaría entumeciendo la mano, luego el brazo. Tal vez ni alcanza a llegar a su destino, al retorno de su vida, el que presiente destinado a ser el final del túnel.
Se imagina, mientras presiona al insecto, al arácnido como le corrigió Estrada, detenida a la orilla del camino, paralizada de piernas y brazos, con apenas un hilo de voz, respondiendo a las preguntas de los bienintencionados conductores que se detienen a ayudar a una buena mujer que sucumbe, a cada instante, al ataque de un alacrán. Le gusta la imagen. La complementa. Entre los samaritanos, está Flora de falda larga y un sombrero de paja. Parece campesina. Trae el mandil puesto, sin color, casi transparente. Le chupa la mano, succiona, sorbe el veneno, lo escupe. Después le dice que es una mierda, ella, que Gloria es una mierda, lo repite, lo grita para que escuchen, se marcha. Todos miran la falda que se agita, las piernas blancas y ruidosas alejarse. Y Gloria más aprieta, excitada por ser el foco de atención, el centro de las acciones emergentes hacia el punto fugaz: la muerte.
Una vez, sus tíos y ella, cuando muy chica, visitaron un pueblo de mineros. El cobre era el mineral y los alacranes de alambre, una de las artesanías. Desde entonces le gustó apachurrarlos, hacer como que los mataba y salvaba al mundo con este gesto. Una dualidad sensorial entre la certeza de estarlos destrozando y que sus filos lastimaran su piel sin mayores consecuencias. Dañar y que le hicieran daño.
El portón blanco oxidado, el de siempre, el de Las Albercas de aquellos días con la Niña en su trajecito de baño, de piernas gordas, con Estrada joven, de bigote azabache, de cigarro en el hocico y manazas de acero. De aquellas tardes con Gloria y los zapatos siempre apretados o demasiado grandes, pero nunca al tamaño. De aquellas vidas torcidas y retorcidas, como el alacrán aplastado en su mano.
Igual que con los vendedores de membrillos, podría jurar que el vigilante es el mismo aquel de uniforme blanco con escudo, pelo de cepillo, el que decía buenas tardes sin dejar de atusarse la barba. Solo que viejo, de mirada harta, fastidiada. Le alcanza un gafete de plástico. El hombre al que la Niña pedía, con sílabas rotas, vacilantes, dulces de tamarindo cuando entraban y cuando salían.
Las Albercas sigue siendo tierra de insectos. Abundan grillos, ciempiés, escarabajos, arañas, y especies raras de las que olvida los nombres. Victorio le ayudó a investigar algo de ese sitio varado en la nada. A medida que se acerca, el mapa en su cerebro toma forma. Todavía un fulgor queda de ese mundo, ahora desdibujado, fantasmal, con las marcas del abandono. El paraíso de la Niña, con la bendición de su mamá, cuidándola ella y Estrada de que no se fuera a raspar o le diera mucho el sol porque siempre fue de piel fina como los pétalos de las margaritas.
Emprende de memoria el camino ascendente. Es extraño, pero se siente en casa. A lo lejos, un rebaño de vacas; contra su costumbre mira al cielo y reconoce el destellante azul de los mejores días. Una bandada de tordos ilumina el paisaje. Eso la pone bien: mirar lo imposible, lo que no puede tocar por más que lo intente. Le gustan los paisajes. Por eso le encanta pensar en las noches de cielo estrellado. Está segura de que hay momentos en la vida de la gente que son indelebles: no hay manera de borrarlos. Quiere que el universo le conceda la gracia de morir pensando en Orión, en su cuerpo acostado en la hierba. Se lo ha pedido. Ha rogado en silencio, con fuertes intenciones de que se le cumpla el deseo: morir con ese cielo enorme a la vista, devorándola en el último segundo. Le parece tan bello, tan perfecto morir así. Solo ella y el firmamento. Sin Estrada. Sin la Niña. A ellos ya los tuvo bastante en vida.
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