Alfonso López Corral - Cien caballos en el mar

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Cien caballos en el mar: краткое содержание, описание и аннотация

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"En una de las páginas de este libro un personaje que compra gatos de pueblo en pueblo observa al mar y piensa: tanto horizonte a tiro de piedra es dañino. Sentirse enclaustrado de frente a la vastedad es precisamente lo que le ocurre a los seres humanos atrapados en este puñado de cuentos: una mujer que no se acuesta con su marido pero tampoco le permite masturbarse; un hombre que dejó la pistola en casa; la esposa de un reo que se vuelve a su vez su prisionera; una chamaca con polio y poderes mágicos. Compas incompletos. Sombrerudos que se salen con la suya. Héroes del miedo. Con una narración paciente pero a la vez vigorosa y firme, la prosa de Alfonso López Corral se nos entrega sin prisa, bien dorada por el malvado sol del norte mexicano. En sus cuentos el tiempo se hace vivo y corre descalzo. De repente sentimos que acabamos de interrumpir un ritual privado del que todo el lugar es cómplice." —Gabriel Rodríguez Liceaga

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—Nomás no nos vayan a esculcar los pinches guachos —dijo Jorge.

—¿Depende de tu suerte? —me burlé.

De repente me había puesto de buen humor. La aguja de la temperatura se había detenido justo a la mitad y parecía indicar que no nos quedaríamos tirados. Era la perspectiva de que pasaríamos el atascamiento. Me sentía con suerte.

Justo antes de la bifurcación nos detuvimos por completo, pero ya era cuestión de minutos: nada más responder procedencia y destino como tantas veces.

—Oiga, pariente —escuché la misma vieja voz y volteé. El compa casi metía la cabeza por la ventana—, le cambio la troca, pues.

Jorge se sacó de golpe la gorra y nos miró con cara de no saber lo que pasaba.

Pero yo tampoco sabía y sentí un retortijón en el estómago. El mismo que sentía cuando los guachos me preguntaban procedencia y destino.

—¿Qué? —atiné a decir.

—Que le cambio la troca —dijo, y esta vez tampoco pudo sonreír.

Me quedé unos segundos en silencio. No sabía qué responder. Jorge estaba a la expectativa, tratando de adivinar de qué se había perdido mientras reposaba la cruda.

—No juegue, pariente, que le agarro la palabra —le respondí queriendo seguirle otra vez el juego. Deseaba que avanzaran de una vez los carros y quitármelo de encima sin comprometerme a no sabía qué.

—Sí hablo en serio, plebes —volteó a ver a Jorge para incluirlo en la conversación—. Asómate, verás —me exigió, y tuve que sacar la cabeza por la ventana.

Se hizo a un lado la camisa desfajada y entre el cinto y los estampados de la tela brilló la cacha de una pistola.

—Verán —explicó—, yo creo que la fila es porque les dijeron que tienen que esculcar una Lobo como la mía.

—Pues no puedes torcer la suerte. Si te pusieron, te pusieron —habló Jorge aferrándose a lo que siempre decía, a lo único en que creía: que no existía la suerte.

—Primero los tuerzo a ustedes —dijo el compa y se llevó la mano a la cintura como en una película del viejo oeste.

—¡Aguanta, aguanta! —le pedí—. ¿Y qué quieres, pues?

—Que cambiemos de troca antes de que avancemos y nos miren. Si es puro delirio de persecución y pasa la lobona, ahí adelantito cambiamos y hasta los aliviano con una feria, y si no…

—Y si no, nos chingan a nosotros, ¿verdad? —completó Jorge.

—Ándale. Ves cómo sí se puede torcer la suerte.

—No, mi compa. La troca es lo único que nos dejó el jefe cuando se largó. ¿Qué le vamos a decir a la jefa cuando nos vea llegar a pata? —quise ganar tiempo para ver si algo se me ocurría o a Jorge.

—¿O no llegar? —completó Jorge.

—¿Parezco la señorita Laura o qué? —cortó el compa y enarcó más las cejas.

Jorge y yo volteamos a vernos. Quise pensar en un montón de cosas, pero la verdad no se me ocurría nada. Algo me decía que si nos negábamos, el compa nos traqueteaba ahí mismo, al fin que todavía podía correr al monte. Si algo le pasaba a Jorge, mi jefa nunca me lo iba a perdonar, por andarlo sonsacando al chipilón. Apenas iba a abrir la boca para calmarlo y decirle que más valía vivos, pero él ya se estaba apeando de la camioneta.

—Valió verga —escuché que decía.

No me quedó de otra más que seguir a Jorge.

—Pónganse truchas. Voy a un lado suyo, cualquier cosa sospechosa y me los bajo, aunque me chinguen. Si los tuercen, yo les llevo los cigarros, pa´ que vean que soy compa. Nos vemos del otro lado —dijo ahora sí con una sonrisa que más le valía no haber hecho.

—Yo manejo —le dije a Jorge—. Si hay pedo me echo la bronca y tú cuidas a la jefa.

Jorge asintió, dado que la jefa apenas me tragaba porque decía que malencaminaba al Benjamín; sabíamos que el que tenía que lidiarla era él.

El compa avanzó y puse la marcha para seguirlo. Manejaba sin quitar la vista del retrovisor, sin quitarnos la mirada. Llegamos al tope y al compa le tocó el carril izquierdo y a nosotros el derecho. De ahí avanzaríamos casi parejos.

—¿Y si le picas y te metes pa´l monte? Hasta donde topes, de ahí corremos —dijo Jorge.

—Los guachos tienen muy buena puntería y tiran a dar. No veo cómo —respondí.

Las filas se movían casi al mismo tiempo. El compa quedaba por un momento un carro adelante y enseguida nosotros quedábamos por un momento adelante. Me fijé que el compa manejaba con una sonrisita, como si un diablito de caricatura parado en su hombro lo estuviera aconsejando. Ahora miraba al frente. Sabía que ya estábamos encajonados y que no teníamos escapatoria.

Nos emparejamos cuando faltaba un carro de cada fila. El compa volteó a vernos y asintió. Nos había chamaqueado y ni las manos metimos.

Primero avanzamos nosotros. Sería cosa de un segundo porque de inmediato se emparejó la troca y llegamos al mismo tiempo con los soldados.

—¿De dónde vienen? ¿A dónde se dirigen? —preguntó el guacho. Dejé de mirar la troca y volteé a mirar al soldado. Iba a responder, pero Jorge se me adelantó y contestó.

—Le pregunté al conductor —dijo el soldado y calló a Jorge.

Respondí exactamente lo que Jorge, y el oficial nos miró un segundo. Primero a mí y luego a mi hermano.

—¿Es de su propiedad el vehículo? —preguntó y dudé en responder. Había pasado tantas veces por ese lugar y nunca me habían hecho esa pregunta.

Es del trabajo, eso iba a responder, pero el soldado ya no me dejó hablar.

—Pasen a su derecha, por favor —ordenó y dirigió la cabeza hacia un par de soldados que se encontraban libres, o quizá se acababan de desocupar, no sé, pero ellos nos esculcarían hasta encontrar lo que el compa escondía. Ni si quiera sabíamos qué era el clavo. Nos iban a torcer por una carga desconocida.

Me estacioné en una rampa y de inmediato, antes de terminar de bajarnos, uno de los soldados se metió bajo la troca y el otro se metió a la cabina con un desarmador en la mano.

—Mira —señaló Jorge. Al otro lado estaba el compa, mirándonos con su sonrisita siniestra. También le había tocado revisión. En ese momento me pareció angelical la sonrisa de burla de Jorge.

Ya no quise verlo. Me concentré en seguir cada uno de los movimientos de los soldados. Estaba igual o más ansioso que ellos por saber de dónde brotaría el clavo. ¿De un doble fondo en el tanque, en el escape o un guardafango? ¿Del interior de los asientos, del tablero o de las llantas? No tenía ni idea, pero volteaba a mirar el esculque, y los guachos se veían tan seguros de lo que hacían que no dudé de que, en unos minutos, estaría esposado y mi hermano junto conmigo.

Y luego a cantar, pero ¿qué íbamos a cantar? ¿Quién nos iba a creer?

—No quiero saber cómo te hacen hablar estos batos —dijo Jorge, que estaba igual de nervioso que yo y que tampoco se perdía un solo movimiento de los uniformados. Nada más por eso pensé que en cualquier instante nos delataríamos.

—Te aseguro que me van a dar una cachetada para que hable y cien para que me calle —quise bromear con Jorge, pero ni me escuchó.

Luego, vi que uno de los guachos salió de debajo de la troca, se acercó al que estaba en la cabina y le dijo algo. Hasta aquí llegamos, pensé. El otro asintió, salió de la camioneta y se acercó a nosotros.

—Adelante —dijo, y no entendí de inmediato. Mi primer impulso fue caminar hacia donde se veía una puerta abierta, creí que era donde detenían e interrogaban, no sé por qué. Supuse que allí era donde pasaban cosas especiales.

—Que adelante —escuché de nuevo, pero esta vez era la voz de Jorge que me apremiaba y me confundí más.

—Muchas gracias, pueden continuar —dijo muy educado el guacho y casi me oriné encima.

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