Abril Posas - El triunfo de la memoria

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Los personajes de Abril Posas se enfrentan a dos problemas: la memoria y el dolor. Su defensa es trágica e inútil pero valiente. Son héroes vencidos que entienden que nuestras historias no son más importantes que las de los otros.
En «El triunfo de la memoria» los cuentos revelan la desesperanza en la que vivimos, el rostro del anonimato, de la nostalgia, del dolor de todo ese ejército de seres que somos o que hemos sido; y nos dice: somos un grupo de apoyo que recicla historias para sobrevivir.
De la poderosa generación de los nacidos en los ochenta, la voz de Abril Posas despunta como una de las piezas de nuestra nostalgia. Nace de la rabia y nos recuerda que los débiles olvidan sus cicatrices porque, a veces, esas marcas son pruebas de que somos héroes. Aunque no exista salida, los sobrevivientes de la memoria, entonces, son héroes sutiles y reales.
Sin embargo, hay una especie de ternura cínica en esta escritura, una sonrisa tímida que aparece en sus cuentos de amor («El último domingo»y «Vamos a necesitar más cajas») que nos recuerda que «la memoria se activa con la lucidez de su broma de clausura» y que está bien, porque eso, esto, todo, también pasará y se volverá eternamente feliz cuando llegue el final de nuestros días.

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Pero tampoco estaban en YouTube. Ni en Wikipedia. Ni en su página oficial. Otra vez Google, Reddit, Bing, Facebook, Twitter, Snapchat, Soundcloud, Lastfm, y el horizonte se nublaba hacia el fondo, los bordes oscuros y un zumbido implacable que me obligaba a aguantar la respiración un poco para no sentir que resoplaba en la nuca del de al lado.

Si alguna vez fui presa de la locura, admitiría que me inventé un bar y sus comensales, los precios de la cerveza, las bandas que ahí tocaban, el olor del baño de hombres y lo fácil que se obstruía el de mujeres. Que soñé una película y se la atribuí a un director que puede o no ser violador de jovencitas —por las dudas, debería escribir lo que recuerdo de ella, porque si en verdad no existe más que en mi mente, el próximo Óscar podría ser mío—. ¿Pero una banda entera, su trayectoria, letras y acordes?

La esperanza de hoy tuvo cara redonda y lentes de pasta, tan gruesos que podías quemar una hormiga si los usabas igual que una lupa. Mi compañero, sentado junto a mi escritorio, ya estaba empezando su trabajo de números, gráficas y porcentajes. Es tan divertido como una fórmula de promedios. Como yo de la suya, se defiende de mi presencia con unos audífonos tan anchos como sus micas. No me esforcé en sonreír ni en inventar un pretexto, simplemente le quité los audífonos y le dije a la cara The Smiths. ¿Qué?, respondió arrebatándome su armadura, estoy ocupado. Miré al hipster de la oficina, que recargaba su patineta súper desarrollada en un muro. ¡The Smiths!, le grité. Me miró confundido. ¡Morrissey! Estático. «Panic», «How soon is now», «Suedehead», le enumeré. Sin responderme nada, decidió ir directo a la cocina para esconderse bajo el pretexto del primer café del día.

Le mandé un mensaje a uno de mis Bien Intencionados, el pequeño grupo de amigos que han intentado proveerme de soluciones para mi tristeza postausente. Tampoco sabía nada de The Smiths, mejor me invitó una cerveza la próxima semana.

¿Y si la próxima semana ya no hay cerveza?

3 de diciembre

Si algo está roto, es porque antes estuvo entero.

Hoy he decidido ir a la casa del Ausente, a la de sus padres, y aclarar todo. Les pediré su teléfono o un correo electrónico que no me regrese un mensaje de que no existe, y todo tendrá respuestas. Si a mí me pasa, seguro también a él.

11 de noviembre

Yo tuve un par de Doctor Martens usadas.

Si al nombrar algo lo hacemos presente, también debe funcionar para hacerlo desaparecer. Creo que hoy podré hacerlo sin regresar mis pasos para deshacerlo. Mis Bien Intencionados tienen razón: si quiero dejar atrás el recuerdo del Ausente y recobrar el sueño de una vez por todas, debo empezar a decirle adiós a lo que me recuerda a él.

Él me regaló un par de Doctor Martens usadas. Las compró en un mercado de pulgas de Texas, en una calurosa tarde de junio, por diez dólares. No sé si planeaba dármelas a mí desde el principio, pero cuando me las entregó no me importó que fueran de segunda mano, o que ya tuviera las puntas un poco desgastadas. Ellas fueron mis primeras Doctor originales, así que fue lo único en que me concentré. Y desde que él decidió irse, es lo único en que he pensado cuando las veo inmóviles junto a mi cama, cuando enciendo un cigarrillo e intento fumarlo distraída, pero siempre vuelvo la mirada a las botas y me imagino mil finales distintos.

Así que hoy me armé de valor, las tomé de las agujetas a punto de partirse y les di una última inspección. Más bien oportunidad. Quería que me demostraran que aún tienen un propósito y que puedo aprovecharlas un poco más. Pero no cooperaron: las suelas seguían igual de desgastadas, sobre todo hacia adentro. Eran dos cuñas que hacían incómodo dar más de diez pasos con ellas. Los pliegues en donde se doblaban al final del empeine ya estaban rotos, permitían la entrada de pequeñas piedras en días secos, y del agua cuando llovía. Las puntas y talones, además, estaban raspados como la lámina del auto de un conductor que confunde sus dimensiones cada vez que intenta estacionarlo. Es decir: no.

No han pasado las primeras 24 horas, y sé que el recolector de basura no hará su visita hasta mañana temprano. Por eso es mejor que las imagine ya lejos de mi alcance, no bajo el árbol donde las puse, y escribo estas líneas para recordarme que, sí, esas eran mis botas favoritas. No porque hayan ido conmigo a Praga o Polonia, sino porque me las regaló él. De segunda mano. Y quizá por equivocación. Pero, maldita sea, fueron mis primeras Doctor Martens y verlas me recordaba lo bueno, solo lo bueno, que tuve cuando lo forcé a estar a mi lado.

21 de noviembre

El Ausente me heredó un par de Doctor Martens usadas —como su cariño—, una cicatriz en el dorso de mi mano y la habilidad de andar en bicicleta. A la par, yo le atribuí una listita de cosas que me transportaban a él, a pesar de que él no lo hubiera planeado así. Annie Hall era una de esas. La compré en DVD luego de que la viéramos por cable un fin de semana largo en el que comenzaba a ponerle decoraciones a nuestra relación para sentirla más real, pues eso de vernos a escondidas siempre me resultó amargo. Así que decidí que la comedia romántica por antonomasia iba a recordarme a la seguridad de saberme en sus brazos, a veces sí-a veces no. Por eso quería verla hoy. Al abrir la puerta, el Gato Nuevo se me acercó, lo abracé y me dirigí al mueble de las películas. Luego a los libreros. Bajé al gato y busqué en mi cuarto, el clóset, el baño, detrás de los sillones, los gabinetes de la cocina y, patadas de ahogado, en el arenero del minino.

Nada. No Annie Hall.

Era tan mezquino que pensé que se la habría llevado entre las dos cosas que había dejado conmigo. Eché un ojo, de nuevo, al mueble de las películas y descubrí que no había espacio vacío que delatara la ausencia de un DVD. Por suerte, soy un poco quisquillosa con los discos, los libros y las películas: tengo un Excel con la relación de todo lo que poseo en ese departamento, para saber si lo presto, si lo tengo, si lo pierdo.

Abrí la computadora, ingresé al archivo y repasé las columnas. Ni siquiera estaba el título. Busqué manualmente casilla por casilla. Luego con el buscador seleccioné el nombre del director —Woody; nada—, apellido de director —Allen; nada—, año de producción —1977; nada—, nombres de protagonistas —Woody Allen, Diane Keaton; de nuevo, nada—, y así con los demás rubros: productora, Óscares (nominaciones y ganados), año de compra (2004)… Ahí estaban Manhattan, Interiores, Match Point, Poderosa Afrodita; pero no Annie Hall.

Hasta que me armé de valor y me metí a Google. Luego a Internet Movie Database. Wikipedia. Reddit. Estúpido guango Bing. Finalmente, a la base de noticias de periódicos. Nada. Como si Allen jamás la hubiera filmado.

Cuando sientes que estás perdiendo la cabeza no es suficiente con experimentarlo desde la propia piel, alguien más debe reafirmarlo. ¿A quién iba a preguntarle? Al Ausente, claro está. Pero su número no existe en mi teléfono, ni en mi memoria. ¿Quién se aprende teléfonos desde el 2001? Para eso están las máquinas. Hoy me arrepiento de haberle confiado a un dispositivo mis datos. ¿Así será cuando inicie la guerra contra los robots?

26 de noviembre

La cerveza todavía existe, así que ya es algo.

12 de noviembre

Sin pronóstico que lo apoyara o signos en el cielo, una inesperada tormenta me despertó en la madrugada. Hacía un mes que no llovía. No hubo viento premonitorio, cúmulos naranja que pudieran verse a la distancia o relámpagos con show telonero. El ruido del agua que caía en la habitación me despertó. Jamás había sentido que la lluvia fuera tan agresiva, y mientras cerraba la ventana sin lograr mantener la seca integridad de mi pijama, de los libros del escritorio y el librero que descansa en ese muro, me imaginé que solo estaba ahí para interrumpir mi primer buen sueño desde no sé cuántas semanas.

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