Rebelión en la granja (1945) George Orwell
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
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Edición: Febrero 2022
Imagen de portada: Rawpixel
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
El señor Jones, de la Granja Manor, cerró los gallineros en la noche, pero estaba demasiado ebrio para acordarse de cerrar las ventanillas. Con el círculo de luz de la linterna rebotando de un lado a otro cruzó el patio, se quitó las botas frente a la puerta trasera, se sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue directo a la cama, donde ya roncaba la señora Jones.
Tan pronto se apagó la luz en la recámara, comenzó la agitación en todos los edificios de la granja. Durante el día se extendió el rumor de que el viejo Mayor, el cerdo que obtuvo el premio Middle White, había tenido un sueño extraño la noche anterior y quería comunicarlo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal tan pronto el señor Jones estuviera fuera de combate. El viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición con el nombre de Willingdon Beauty) era tan apreciado en la granja que todos aceptaban perder una hora de sueño para oír lo que él tenía que decirles.
En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor ya estaba acomodado en su lecho de paja, bajo una linterna que colgaba de una viga.
Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante obeso, pero todavía era un cerdo imponente de aspecto sensato y bondadoso, a pesar de que nunca le habían cortado los colmillos. En un breve lapso los demás animales comenzaron a llegar y a acomodarse, cada cual a su modo. Primero llegaron los tres perros, Bluebell Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se acostaron en la paja frente a la plataforma. Las gallinas se colgaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hasta los tirantes de las vigas, las ovejas y las vacas se tumbaron detrás de los cerdos y comenzaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, llegaron juntos, caminaban despacio y plantaban con cuidado sus enormes cascos peludos, porque algún animalito podría estar oculto en la paja. Clover era una yegua fuerte, que se acercaba a la mitad de su vida y con aspecto maternal que nunca había logrado recuperar la silueta después de su cuarto potrillo.
Boxer era una bestia enorme, de casi dieciocho palmos de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos.
Una franja blanca que bajaba hasta a su hocico le daba un aspecto estúpido, y, aunque no era muy inteligente, sí era respetado por todos debido a su entereza de carácter y su tremenda fuerza para trabajar. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro.
Benjamín era el animal más viejo y de peor talante de la granja. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía, acostumbraba hacer algún comentario cínico; por ejemplo, decía que «Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas»
Era el único de los animales de la granja que nunca reía.
Si se le preguntaba la razón, replicaba que no veía nada por qué hacerlo. Sin embargo, aunque no lo admitía abiertamente, sentía afecto por Boxer; por lo general los dos pasaban el domingo en el pequeño prado detrás de la huerta, pastando juntos, sin hablar jamás.
Apenas se habían acomodado los dos caballos, cuando una nidada de patitos que habían perdido a su madre entró en el granero piando débilmente y correteando de un lado a otro tras un lugar donde no hubiera peligro de que los pisaran. Clover formó una especie de pared con su enorme pata delantera y los patitos se acurrucaron dentro y se durmieron de inmediato. En el último momento, Mollie, la bonita y tonta yegua blanca que tiraba del coche del señor Jones, entró contoneándose y mascando un terrón de azúcar. Se colocó al frente, moviendo sus blancas crines, en espera de atraer la atención hacia los lazos rojos con que había sido trenzada. Quien llegó al último fue la gata, que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido, y por fin se acomodó entre Boxer y Clover; allí ronroneó satisfecha durante el discurso de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que éste decía.
Todos los animales estaban presentes excepto Moses, el cuervo amaestrado, que dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera. Cuando Mayor vio que todos estaban acomodados y esperaban con atención, se aclaró la garganta y comenzó:
—Camaradas, ya se han enterado del extraño sueño que tuve anoche. Pero el sueño lo mencionaré después.
Primero tengo que decir otra cosa. No creo, camaradas, que esté con ustedes muchos meses más y antes de morir siento que es mi deber transmitirles la sabiduría que he adquirido. He vivido muchos años, he tenido tiempo suficiente para meditar mientras yacía a solas en mi pesebre y siento que puedo afirmar que entiendo el sentido de la vida en este mundo tan bien como cualquier animal viviente. De esto quiero hablarles.
»Piensen, camaradas: ¿Cuál es la naturaleza de esta vida nuestra? Aceptémoslo: nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, nos dan la comida suficiente para mantenernos con vida y, a quienes podemos trabajar, nos obligan a hacerlo hasta el último átomo de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que ya no servimos, nos matan con una crueldad atroz. Ningún animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o el descanso después de cumplir un año de edad. Ningún animal es libre en Inglaterra. La vida de un animal no es más que miseria y esclavitud; ésta es la pura verdad.
»Pero, ¿esto se simplemente parte del orden de la naturaleza? ¿Se debe a que nuestra tierra es tan pobre que no puede conceder una vida decente a quienes viven en ella?
No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil, su clima es bueno, es capaz de producir comida en abundancia a muchos más animales que los que la habitan en la actualidad. Nuestra sola granja puede mantener una docena de caballos, veinte vacas, centenares de ovejas; y todos ellos viviendo con una comodidad y una dignidad que en este momento casi está más allá de nuestra imaginación. Entonces, ¿por qué seguimos en esta situación lamentable? Porque los seres humanos nos roban casi todo el fruto de nuestro trabajo. Camaradas, ahí está la respuesta a todos nuestros problemas. Todo se resume en una sola palabra: el Hombre. El hombre es el único enemigo real que tenemos. Si desaparecemos al hombre de la escena, la causa que provoca nuestra hambre y nuestro exceso de trabajo será abolida para siempre.
»El hombre es el único ser que consume sin producir.
No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado y no corre lo bastante rápido para atrapar conejos. Sin embargo, es amo y señor de todos los animales. Los pone a trabajar, les da el mínimo necesario para evitar que mueran de hambre y lo demás se lo guarda para él. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la abona y, no obstante, ninguno de nosotros posee algo más que su pellejo. Ustedes, vacas, que están frente a mí, ¿cuántos miles de litros de leche han dado este último año? ¿Y qué ha pasado con esa leche que debía alimentar terneros fuertes? Hasta la última gota ha ido a parar a las gargantas de nuestros enemigos. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Los demás han terminado en el mercado y se han convertido en dinero para Jones y su gente. Y tú, Clover, ¿donde están los cuatro potrillos que has tenido, que debían ser el apoyo y el regocijo en tu vejez? Todos fueron vendidos al cumplir un año; no volverás a verlos nunca. A cambio de tus cuatro partos y todo tu trabajo en los campos, ¿qué has conseguido, excepto tus escasas raciones y un pesebre?
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