Estos tres habían convertido las enseñanzas del viejo Mayor en un sistema completo de ideas al que llamaron Animalismo. Varias noches por semana, despues que el señor Jones se dormía, efectuaban reuniones secretas en el granero y exponían a los demás los principios del Animalismo. Al comienzo encontraron mucha estupidez y apatía.
Algunos animales hablaban de lealtad al señor Jones, a quien llamaban «Amo», o hacían observaciones burdas como: «El señor Jones nos da de comer, si él no estuviera nos moriríamos de hambre». Otros formulaban preguntas tales como: «¿ Qué nos importa lo que va a suceder cuando estemos muertos?», o bien: «Si la rebelión se va a producir de todos modos, ¿qué diferencia hay si colaboramos en ella o no?», y a los cerdos les costaba mucho trabajo hacerles ver que eso era contrario al espíritu del Animalismo. La la yegua blanca, Mollie, hacía las preguntas más estúpidas. La primera que planteó a Snowball fue: «¿ Habrá azúcar después de la rebelión?»
—No —respondió Snowball con firmeza—. No tenemos medios para fabricar azúcar en esta granja. Además, tú no necesitas azúcar. Tendrás toda la avena y el heno que quieras.
—¿Y podré seguir usando cintas en la crin? —insistió Mollie.
—Camarada —dijo Snowball—, esas cintas que tanto te gustan son el símbolo de la esclavitud. ¿No entiendes que la libertad vale más que unas cintas?
Mollie asintió, pero no parecía muy convencida.
A los cerdos les costaba todavía más trabajo refutar las mentiras de Moses, el cuervo amaestrado. Moses, que era la mascota preferida del señor Jones, era un espía y chismoso, pero también un orador inteligente. Decía que conocía la existencia de un país misterioso llamado Monte Dulce, a donde iban todos los animales cuando morían.
Se ubicaba en algún lugar del cielo, «un poco más allá de las nubes», decía Moses. En Monte Dulce era domingo siete veces a la semana, el trébol florecía todo el año y en los setos crecían terrones de azúcar y tortas de linaza. Los animales odiaban a Moses porque era chismoso y no trabajaba, pero algunos creían lo de Monte Dulce y los cerdos debían exponer muchos argumentos para convencerlos que no existía tal lugar.
Sus discípulos más fieles eran los dos caballos de tiro, Boxer y Clover. A ambos les costaba analizar algo por sí mismos, pero una vez que aceptaron a los cerdos como maestros, absorbieron todo lo que se les decía y lo transmitían a los demás animales con argumentos sencillos.
Nunca faltaban a las citas secretas en el granero y siempre eran los primeros en entonar «Bestias de Inglaterra», al finalizar las reuniones.
Lo sorprendente fue que la rebelión se efectuara mucho antes y con más facilidad de lo que nadie esperaba. Los años anteriores el señor Jones, a pesar de ser un amo duro, había sido un agricultor competente, pero últimamente había tenido malos días. Se había desanimado mucho después de perder bastante dinero por una demanda, y comenzó a beber más de la cuenta. Durante días enteros permanecía en su mecedora en la cocina, leyendo los periódicos, bebiendo y, de vez en cuando, alimentando a Moses con cortezas de pan remojadas en cerveza. Sus hombres se habían vuelto perezosos y descuidados, los campos estaban llenos de malas hierbas, los techos necesitaban arreglos, los setos estaban descuidados, y los animales estaban mal alimentados.
Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. La víspera del día de San Juan, que era sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó tanto en «El León Rojo», que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Temprano, los hombres habían ordeñado las vacas y luego se fueron a cazar conejos, sin molestarse en dar de comer a los animales. A su regreso, el señor Jones se quedó dormido de inmediato en el sofá de la sala, con el periódico sobre la cara, de modo que al anochecer los animales todavía no comían. Por fin los animales se desesperaron.
Una de las vacas rompió la puerta del depósito de forrajes con los cuernos y los animales comenzaron a servirse solos de los depósitos. En ese momento se despertó el señor Jones. Poco después él y sus cuatro peones estaban en el depósito con látigos en la mano, tirando azotes a diestra y siniestra. Esto era más de lo que los hambrientos animales podían soportar. Todos a un tiempo, aunque nada se había planeado con anticipación, cargaron contra sus torturadores. De repente, Jones y sus hombres recibían empujones y patadas de todos lados. La situación se había vuelto incontrolable. Nunca habían visto a los animales portarse de ese modo y esa sorpresiva insurrección de bestias a las que estaban acostumbrados a golpear y maltratar a su antojo, los aterrorizó hasta casi enloquecerlos. En pocos segundos ya ni siquiera intentaron defenderse y se dieron a la fuga. Un minuto después, los cinco corrían a toda velocidad por el sendero que conducía al camino principal, con los animales persiguiéndoles triunfalmente.
La señora Jones se asomó por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, metió aprisa algunas cosas en un bolso y escapó de la granja por otro camino. Moses saltó de su percha y voló tras ella, graznando con fuerza. Mientras tanto, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hasta el camino principal y pusieron las cinco trancas del portón en cuanto salieron. De ese modo, casi sin darse cuenta de lo ocurrido, la rebelión se había efectuado como debía suceder: Jones fue expulsado y la «Granja Manor» era de ellos.
Durante los primeros minutos los animales apenas podían creer en su suerte. Su primera acción fue recorrer juntos toda la granja hasta sus límites, como si quisieran corroborar que ningún ser humano se escondía en ella; después regresaron corriendo a los edificios para borrar todas las huellas del odioso reinado de Jones. Entraron a la fuerza en el cobertizo para guarniciones que estaba en un extremo de los establos; los bocados, las argollas, las cadenas de los perros, las despiadadas navajas con los que el señor Jones acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, todos fueron arrojados al pozo. Las riendas, las cabezadas, las anteojeras, los degradantes morrales fueron lanzados a la basura que se quemaba en el fuego en el patio. Le ocurrió lo mismo a los látigos. Todos los animales saltaron de alegría cuando vieron arder los látigos. Snowball también tiró al fuego las cintas que normalmente adornaban las colas y crines de los caballos en las ocasiones que salían.
—Las cintas —dijo— deben considerarse como prendas, que son señales de los seres humanos. Todos los animales deben ir desnudos.
Cuando Boxer oyó esto, fue a buscar el sombrero de paja que usaba en verano para guardar sus orejas de las moscas y lo tiró al fuego con lo demás.
Al poco rato los animales habían destruido todo lo que les hacía recordar al señor Jones. Napoleón los llevó de nuevo al depósito de forrajes y sirvió una doble ración de maíz a cada uno, con dos bizcochos para cada perro. Luego cantaron «Bestias de Inglaterra» de principio a fin siete veces seguidas, y después de eso se acomodaron para pasar la noche y durmieron como nunca lo habían hecho antes.
Pero, como de costumbre, se despertaron al amanecer y al recordar de repente el glorioso suceso, se fueron todos juntos a la pradera. A poca distancia de allí había una loma desde donde se dominaba casi toda la granja. Los animales subieron de prisa y admiraron la vista, a la clara luz de la mañana. Sí, era de ellos; hasta donde alcanzaba su mirada todo era suyo! Con la emoción de esa idea, brincaban por todos lados alegremente. Se revolcaban en el rocío, comían bocados de la dulce hierba del verano, coceaban levantando terrones de tierra húmeda y aspiraban su intenso aroma. Luego hicieron un recorrido de inspección por toda la granja y miraron con muda admiración la tierra de labranza, el campo de heno, la huerta, el estanque y el bosquecillo. Era como si nunca hubieran visto estas cosas antes, y apenas podían creer que todo fuera de ellos.
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