—Después de muchas caídas llega la grande —dijo.
—Gracias a Dios tenías la alfombra buena —dijo Mona con una sonrisa. Después, volvió a ponerse seria y dijo—: ¿Cómo puedo dejarte así, papá?
—Me puedes dejar y me vas a dejar —dijo él—. Tú tienes tu vida y yo tengo lo que queda de la mía. No quiero que te dé ningún remordimiento.
—Necesitas mi riñón —dijo ella—. ¿Por qué no lo aceptas? —Mona estiró el brazo y alcanzó un vaso de agua de la mesita. Se lo sostuvo mientras él tomaba algunos sorbos y después lo miró bajar la cabeza lentamente sobre la almohada. A Mona le faltó poco para perforarse los labios con los dientes por tratar de impedir que temblasen.
—Sé que tienes tu problema familiar —dijo esforzándose por no levantar la voz mientras dirigía su atención a Elsie—. Y sé que te dijimos que fueras a ocuparte de tus cuestiones, pero el asunto es que no estuviste aquí cuando mi padre se cayó de la cama. Creo que papá tiene razón. Voy a llamar a la agencia para que manden a otra persona.
Gaspard cerró los ojos y hundió más la cabeza en la almohada. No puso ninguna objeción. Elsie quiso rogarles que la dejaran quedarse. Gaspard le caía bien y no quería que se viera obligado a acostumbrarse a alguien nuevo. Además, ella necesitaba trabajar, ahora más que nunca. Pero si querían que se fuera, se iría. Solo esperaba que su despido no le costara otros trabajos.
—Está bien —dijo en voz baja—. Entiendo. Voy a ponerme a cerrar todo hasta que consigan a alguien.
Una noche, después de ir a escuchar a Blaise, que había ido a reemplazar a alguien a último momento en un festival al aire libre en Bayfront Park, en el centro de Miami, Elsie y Olivia caminaban hacia el estacionamiento cuando Olivia anunció que quería encontrar a un hombre que estuviera dispuesto a volver con ella a Haití.
—¿Tienes que enamorarte o puede ser cualquiera? —había preguntado Elsie.
Olivia arrastraba las palabras después de una tarde entera tomando cerveza.
—Cualquiera con dinero —dijo.
—Pero querida, ¿se puede vivir sin amor? —había contestado Blaise, con una efusividad que Elsie nunca le había oído antes, salvo cuando estaba en el escenario y trataba de seducir a las mujeres del auditorio con sus insinuaciones públicas («Pareces una piña colada, nena. ¿Me das un sorbito?»). Cosas muy cursis e inofensivas, a menudo medio cómicas, a las que Elsie estaba acostumbrada y que a veces la hacían reír.
—Ah, yo puedo vivir sin amor —había dicho Olivia— pero no puedo vivir sin dinero. No puedo vivir sin mi país. Estoy cansada de estar en este país. Este país te hace hacer cosas malas.
Elsie supuso que Olivia seguía pensando en lo que había pasado en uno de los turnos rotativos que cumplían las dos con un paciente atendido a domicilio a tiempo completo, un hombre de ochenta años cuyo hijo, un hombre blanco de mediana edad, agente de préstamos en un banco, había puesto de costado al padre, que estaba senil, en presencia de ellas, mientras hacían el cambio de turno, y lo había golpeado con la palma de la mano varias veces en el trasero arrugado.
—A ver si a ti te gusta —había dicho.
Cuando Olivia llamó a la supervisora desde el celular, apenas si había podido encontrar las palabras para explicar lo que acababa de ver. Después del concierto, para distraer a Olivia de sus pensamientos sobre pacientes maltratados, y quizá para distraerse y no pensar en la posibilidad de perder a Olivia, los tres habían vuelto al departamento de Blaise y Elsie y habían liquidado una botella de Rhum Barbancourt cinco estrellas. En algún momento de las primeras horas de la mañana, sin que nadie lo pidiera ni lo dirigiese, habían caído juntos en la cama; intercambiaron palabras desordenadas, besos prolongados y caricias cuyo origen no les interesaba averiguar. Ya no estaban seguros de cómo llamarse. ¿Qué eran exactamente? ¿Un trío? ¿Un ménage à trois ? No. Dosas . Eran dosas . Los tres deshermanados, desamparados, juntos en su soledad.
Cuando se despertaron, cerca del mediodía del día siguiente, Olivia se había ido.
Blaise volvió a llamar temprano la mañana siguiente. Elsie todavía estaba en la cama pero se preparaba para dejar a Gaspard definitivamente. Gaspard y su hija dormían y, fuera del zumbido del compresor de oxígeno, la casa estaba en silencio.
—No tendría que haber dejado que se fuera —susurró Blaise antes de que Elsie atinara a saludarlo.
Cuando Blaise tenía la banda, a veces pasaba días sin dormir para poder ensayar. Para cuando llegaba la presentación, estaba tan tenso que la voz le salía robótica y mecánica, como si la hubieran purgado de toda emoción. Así sonaba ahora mientras Elsie trataba de seguir lo que estaba diciendo.
—Ya no nos llevábamos bien —murmuró lanzando las palabras aceleradamente—. Nos íbamos a separar. Por eso recogió sus cosas y se fue. Y por eso yo estoy…
La luz del pasillo se encendió. Elsie oyó que se arrastraban un par de pies. Se acercó una sombra por el piso de roble. Mona abrió la puerta corrediza de la habitación de Elsie y echó un vistazo mientras se frotaba el puño apretado contra los ojos para terminar de despabilarse.
—¿Está todo bien? —le preguntó a Elsie.
Elsie asintió.
—Ojalá le hubiera suplicado que no se fuera —estaba diciendo Blaise.
Mona cerró la puerta y siguió caminando hacia la habitación de su padre, al final del pasillo.
—¿Qué pasó? —preguntó Elsie—. Enviaste el dinero, ¿no? ¿La soltaron?
La línea telefónica chasqueó y Elsie oyó varios golpes. ¿Blaise estaba pegándole al piso con los pies? ¿Chocaba la cabeza contra la pared? ¿Se estaba dando el teléfono contra la frente?
—¿Dónde está? —Elsie trató de moderar la voz.
—Nos peleamos —dijo él—. Si no, no se habría ido.
Mona abrió la puerta y metió la cabeza una vez más.
—Elsie, mi padre te quiere ver cuando termines —dijo antes de marcharse otra vez.
—Disculpa, me tengo que ir —dijo Elsie—. Mi paciente me necesita. Pero primero dime que ella está bien.
No quería oír lo que venía, fuese lo que fuese, pero no podía colgar.
—Pagamos el rescate —dijo él, apurado por sacarse de adentro las palabras con rapidez—. Pero no la soltaron. Está muerta.
Elsie fue hasta la cama y se sentó. Inspiró profundamente, alejó el teléfono de la cara y lo dejó reposar sobre el regazo.
—¿Estás ahí? —Ahora Blaise gritaba—. ¿Me oyes?
—¿Dónde la encontraron? —Elsie volvió a levantar el teléfono y se lo puso al oído.
—La tiraron frente a la casa de la madre —dijo Blaise con calma—. En medio de la noche.
Elsie se pasó los dedos por las mejillas donde, la noche en que habían caído juntos en la cama, Blaise la había besado por última vez. Aquella noche, a Elsie le había costado distinguir las manos de Olivia de las de Blaise sobre su cuerpo desnudo. Pero en la bruma de la borrachera, todo le había parecido perfectamente normal, como si se hubieran necesitado demasiado unos a otros como para contenerse. Ahora las lágrimas la sorprendían con la guardia baja. Agachó la cabeza y hundió los ojos en el pliegue del codo.
—Pero hay algo más. No lo vas a creer —dijo ahora Blaise con una frenética gárgara de palabras.
—¿Qué? —dijo Elsie y deseó, no por primera vez desde que él y Olivia habían dejado de hablarle, que los tres volvieran a estar juntos, borrachos y en la cama.
—La madre me dijo que, antes de salir de casa esa mañana, Olivia se escribió el nombre en la planta de los pies.
Elsie podía imaginarse a Olivia, con el pelo tan salvaje como aquella noche de los tres, y salvaje una vez más al acercarse los pies a la cara y escribir su nombre en las plantas. Probablemente, Olivia se había anticipado a la posibilidad de que la secuestraran y había sentido que era una buena forma de seguir siendo identificable, incluso si la decapitaban.
Читать дальше