Edwidge Danticat - Todo lo que hay dentro

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Edwidge Danticat es una de las voces más punzantes de la literatura contemporánea norteamericana.
Todo lo que hay dentro reúne ocho de sus relatos publicados en las revistas literarias más prestigiosas del mundo angloparlante, entre ellas
Granta,
The New Yorker y
The Washington Post Magazine. En 2020 el volumen obtuvo el premio del National Book Critics Circle de Estados Unidos y el Story Prize, lo que convirtió a la autora en la primera persona en recibir ese reconocimiento por segunda vez. Sensibles y a la vez feroces, estos cuentos agitan la mirada progresista y bienintencionada hacia quienes forman las comunidades inmigrantes: los que han tenido «éxito» en su integración, pero también esos otros que no han encontrado en su nuevo país una alternativa al dolor y el sacrificio que luchaban por dejar atrás. El estilo de Danticat, franco y compasivo, pleno de sutilezas, cala hondo y tiene un efecto duradero; su voz es una compañía y un recordatorio de que «A veces uno se desvía para ir a donde necesita llegar».

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À la vie —dijo Mona, y brindó por su padre—. Por la vida.

Esa tarde, Blaise volvió a llamar para decirle a Elsie que la madre de Olivia había recibido noticias de los secuestradores. La madre había pedido hablar con Olivia, pero los captores se negaron a ponerla al teléfono.

—Quieren cincuenta mil —dijo Blaise con una voz tan rápida y nasal que Elsie le tuvo que pedir que repitiera la cifra.

—¿Estadounidenses? —preguntó, solo para estar segura.

Se lo imaginó asintiendo con la cabeza ovoide mientras contestaba « Wi ».

—Claro que la madre no tiene ese dinero —dijo Blaise—. No son ricos. Todo el mundo dice que tendríamos que negociar. Podrían bajarlo a diez. Voy a tratar de que alguien me los preste.

Ella deseó que fueran diez dólares; eso habría facilitado las cosas. Diez dólares y su vieja amiga y rival quedaría en libertad. Su ex marido dejaría de llamarla al trabajo. Pero, por supuesto, eran diez mil dólares estadounidenses.

—Jesús, María y José —Elsie masculló una breve plegaria en voz baja—. Lo lamento —le dijo a Blaise.

—Esto es un infierno. —Ahora sonaba demasiado calmo. Ella no se sorprendió. Las preocupaciones siempre moderaban a Blaise. Después de dejar la banda de konpa que había fundado y de la que había sido cantante, durante semanas no había hecho nada más que quedarse en casa y tocar la guitarra. Entonces también había estado excesivamente calmo.

Olivia, ex amiga de Elsie, sabía ser atrayente. La piel de color castaño, el cabello espeso, recogido en un rodete fijado con gel: dentro de todo, Olivia era linda. Pero lo primero que había notado Elsie era su ambición. Olivia tenía dos años menos que ella y era mucho más extrovertida. Le gustaba tocarles el brazo, la espalda, o el hombro a los demás mientras hablaba, ya fueran pacientes, médicos, enfermeras u otras auxiliares de enfermería. Aparentemente, eso no le molestaba a nadie. Muy pronto no solo contaban con que ella los tocara y se alegraban de que lo hiciera, sino que lo deseaban fervientemente. Olivia era una de las auxiliares de enfermería con título más requeridas de la agencia de North Miami donde trabajaban las dos. Gracias a su dominio casi perfecto del inglés de manual, a menudo le asignaban los pacientes más ricos y menos conflictivos.

Elsie y Olivia se habían conocido en un curso de actualización de una semana para cuidadores domiciliarios y, hacia el final del curso, se habían ido acercando la una a la otra. Cuando se daba la posibilidad, le pedían a la agencia que les asignara los mismos hogares, donde cuidaban principalmente a pacientes ancianos postrados. Por las noches, cuando sus protegidos ya estaban bien medicados y dormidos, ellas se quedaban despiertas charlando en voz baja, juzgando y condenando a los hijos y nietos de sus pacientes, cuyas imágenes aparecían enmarcadas cerca de los frascos de remedios, sobre las mesas de luz, pero cuyas voces casi nunca oían por teléfono y cuyas caras casi nunca veían en persona.

A la mañana siguiente, Elsie ayudó a Gaspard a cambiarse el pijama por la ropa de gimnasia gris que usaba durante el día. Hubiese querido que él la dejara ayudarlo a dar una vuelta por los cuidados jardines del complejo, o que por lo menos le permitiese llevarlo a pasear en su silla de ruedas, pero él claramente prefería quedarse en casa, en la cama. Como todas las mañanas de los últimos días, susurró:

—Elsie, mi flor, creo que hasta aquí llegué.

Si comparaba con algunas mañanas en las que Gaspard descansaba incluso mientras hacía gárgaras, hoy lo veía relativamente estable. Sin embargo, se le estaba hinchando la cara, con lo cual los rasgos se le fundían de tal manera que la cabeza se empezaba a parecer a la de un bebé.

—¿Dónde está Nana? —preguntó, usando el sobrenombre con el que se refería a su hija.

Mona dormía en su antigua habitación, que tenía las paredes cubiertas con pósteres de cantantes y actores a los que ya no seguía nadie o que habían muerto hacía tiempo. Elsie sabía poco sobre ella, excepto que vivía en Nueva York, donde trabajaba en una empresa de productos de belleza para la que diseñaba etiquetas de jabones, cremas faciales y lociones que colmaban todos los estantes de todos los botiquines de los tres baños de la casa del padre. Mona era soltera y no tenía hijos, y había sido reina de belleza en algún momento, a juzgar por las fotos que había por toda la casa, en las que llevaba vestidos de noche con lentejuelas y bikinis, y bandas atravesadas sobre el pecho. En una de las fotos, era Miss Haití-Estados Unidos, significara lo que significase ese título.

Gaspard le había contado a Elsie que, algunos años antes, su esposa, la madre de Mona, se había divorciado de él y se había ido a vivir a Canadá, donde tenía parientes. Elsie sospechaba que Gaspard había compartido con ella esa confidencia para explicar por qué no tenía una esposa que ayudara a cuidarlo. Cuando su hija aparecía los viernes a la noche y se iba los sábados a la tarde, agregaba a menudo que Mona también tenía que visitar a la madre algunos de los fines de semana que no pasaba con él.

—No quiero que piense que Nana me abandona, como hacen tantos hijos que se olvidan de los padres que viven aquí —decía.

—Ahora ella está acá, mesye Gaspard —decía Elsie—. Eso es lo importante.

Salvo las de su hija, odiaba las visitas. No tenía pelos en la lengua cuando les decía a los que lo llamaban, especialmente clientes y contadores con los que había trabajado durante años como asesor fiscal y de servicios varios en su propio estudio, que no quería que ninguno lo viera así como estaba.

Por lo general, apenas Mona se despertaba, iba a la habitación de Gaspard. Para no cansarlo, no hablaban mucho, pero durante buena parte de la mañana ella se dedicaba a leer un libro o a mandar mensajes de texto con el celular.

Blaise llamó una vez más, a eso de la una de la tarde, en el momento en que Elsie preparaba una ensalada de palmitos y paltas que había pedido Gaspard. Antes se la preparaba su esposa, y él quería compartir ese plato con su hija, que esta vez se iba a quedar con él toda la semana.

—Creo que la lastimaron, Elsie —estaba diciendo Blaise. Hablaba de una forma embrollada y lenta, como si recién se despertara de un sueño profundo.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Elsie. Sin querer, deslizó el pulgar por el filo del cuchillo con el que estaba cortando los palmitos en rodajas. Se apretó el borde de la herida con los dientes; el sabor dulce de su propia sangre tardó en írsele de la lengua.

—No sé —dijo él— pero lo puedo sentir. Tú sabes que no se da por vencida así como así. Va a dar pelea.

La noche en que se conocieron Olivia y Blaise, Elsie la había llevado a ver Kajou, la banda de Blaise, que tocaba en el Dédé’s Night Club, en Little Haiti. El dueño del lugar era Luca Dédé, un haitiano que, al igual que Blaise, era del distrito norteño de Limbé. Luca Dédé, un amigo de la infancia de Blaise con mejor pasar, le había conseguido una visa para que fuese de gira por los clubes haitianos de Estados Unidos. Las presentaciones no habían funcionado y la carrera de Blaise nunca terminó de despegar, por eso de día tenía que aceptar los pocos trabajos en negro que le iban surgiendo.

Esa noche, Elsie se puso una blusa blanca lisa con una modesta falda negra hasta la rodilla, como si fuera a una oficina. Olivia se puso un vestido de cóctel con lentejuelas verdes que había comprado en una feria americana.

—Era lo más parecido que tenían a algo de fiesta —dijo Olivia cuando se encontró con Elsie en la entrada.

El club de Dédé no era un lugar muy de fiesta, sino una taberna de la colectividad con paredes de ladrillo a la vista y sillones viejos de cuero negro alrededor de las mesas dispersas frente a un escenario bajo que a veces también se usaba como pista de baile.

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