Juan Antonio Tirado - Siete caras de la Transición

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Juan Antonio Tirado traza en este libro una crónica periodística de la Transición española centrada en siete personajes que fueron claves en la consecución de lo que Raúl del Pozo llama «el logro más importante de la España del siglo XX». Los personajes retratados son Carlos Arias Navarro, Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Torcuato Fernández-Miranda, Santiago Carrillo y Carmen Díez de Rivera. El autor revisa este periodo histórico y desmonta algunos de sus tópicos en un ensayo ágil y didáctico que denota un conocimiento profundo del clima moral del momento y que ha elaborado minuciosamente a partir de los cronistas de la época, de las fuentes periodísticas y de sus propios recuerdos. Con prólogo de Raúl del Pozo, el libro incluye un pliego de 8 páginas de fotografías, una amplia bibliografía y un índice onomástico.

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El dictador se limitó en principio a hacer aquello para lo que había sido llamado: poner orden en un país caótico y temerariamente abandonado al vértigo de la historia. Lo hizo a su modo, expeditivo y elemental. […] La tranquilidad en las calles era obvia, fue obvia por lo menos hasta la aparición del terrorismo. Eso permitió un sosiego en el trabajo y un adormecimiento de las clases dirigentes. La tranquilidad y el orden tuvieron además la contrapartida de las cárceles, el exilio y las persecuciones. […] La tranquilidad permitió además la reconstrucción material primero y el enriquecimiento económico después de un país destrozado por la Guerra Civil. Franco tuvo la suerte de incorporarse aun desde fuera al boom del desarrollo europeo de los sesenta. […] Bajo Franco se reconstruyó la infraestructura nacional y se multiplicó la renta individual de los españoles. No gracias a él o a pesar de él, sino bajo su mandato, y cualquier análisis no parcial que pretenda hacerse de la era franquista ha de reseñar ese hecho.

Javier Pradera, intelectual ya fallecido, ligado a la actividad clandestina durante la dictadura, desde su detención y encarcelamiento en los conocidos como sucesos de 1956, y miembro destacado del diario El País desde su fundación, entre otras muchas actividades, como la codirección junto a Fernando Savater de la revista Claves de razón práctica, ha dedicado agudas reflexiones a la Transición en un libro reeditado tras su muerte[4], en el que interpreta el tardofranquismo como una obra en marcha y no como un plan preestablecido:

A la muerte de Franco, el repertorio de posibilidades históricas y políticas no era ilimitado, pero sí muy amplio. La situación geoestratégica de España y la herencia del pasado marcaban las fronteras, interiores y exteriores, de cualquier proyecto –de transformación o involución– imaginable en aquellos momentos. Sin embargo, las variantes concebibles dentro de ese marco eran muy numerosas, desde una república rupturista hasta una monarquía continuista. Al principio de la partida inaugurada con el fallecimiento de Franco, el juego no estaba hecho, ni las cartas marcadas. […] La Transición es una etapa histórica animada por la interacción de múltiples centros autónomos de poder, cuyos actores fueron numerosísimos y donde la participación popular y las movilizaciones de masas alcanzaron una importancia decisiva. Mención aparte merece la labor realizada por los medios de comunicación en defensa de los valores democráticos y la crítica del continuismo franquista durante las fases iniciales de la Transición, con medios como El País o Cambio 16 que ayudaron a romper el oligopolio de la prensa conservadora colaboracionista.

En un sentido similar se expresa el historiador Santos Juliá, conocido por sus trabajos sobre la España del siglo XX y experto internacional en la figura de Manuel Azaña, para quien una de las claves positivas de la Transición fue que «del Rey abajo a nadie se le preguntó por su pasado con tal de que estuviera dispuesto a colaborar en el presente»:

La potencia del mito de la reconciliación resultó un relato que daba sentido al futuro y eso hizo que todo el mundo viniera a abrevar en sus aguas. Los políticos, desde los azules a los rojos de antaño, descubrieron el placer de encontrarse y presumieron de un alto grado de integración institucional. […] La Transición fue menos excitante que una revolución o que una fiesta, pero fue mucho más eficaz y duradera en su capacidad de integración y en la solidez de sus resultados. En este nuevo clima político y moral resultó relativamente fácil inaugurar una original política de integración y solidez de sus resultados.

Que la puesta en marcha de los mecanismos de reforma del sistema franquista estuvo protagonizada por personalidades del régimen anterior es obvio. Los actores iniciales del cambio, empezando por el monarca, son franquistas. Son franquistas, más o menos moderados, los que copan los puestos relevantes de la Administración; los antifranquistas están en el exilio, exterior o interior, lejos, en todo caso, de los mecanismos donde se deciden las cosas. Son los Fernández Miranda, los Suárez, los Osorio, los Areilza, los Martín Villa quienes desde dentro empiezan a transformar las estructuras de la dictadura. Pero esos cambios no hubieran sido posibles sin la presión constante de la oposición, organizada sindicalmente a través de CCOO y articulada desde fuera por el PCE de Santiago Carrillo. La calle, que ya desde mediados de los sesenta había sido escenario de numerosas manifestaciones y revueltas, se tornó vendaval que removía los cimientos fosilizados del franquismo. Esa urgencia de la calle impulsó y profundizó la Transición, acortando las fases. En ese contexto, la legalización del PCE fue un hecho fundamental. Al reparto de la reforma, además de los iniciales e inexcusables actores franquistas, fueron incorporándose Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Ramón Tamames, Felipe González o Enrique Tierno Galván. De ellos y de millones de españoles es el éxito de aquella aventura colectiva.

La Transición tuvo un desarrollo imperfecto, lleno de fallas, en unos casos por la forzada improvisación y en otros, los más graves, porque se hizo, básicamente, desde arriba, con la autoría de quienes habían vestido la camisa azul. Pero no entiendo que se hubiera podido desarrollar de otro modo, a menos que se hubiera desencadenado un proceso revolucionario. Para eso tendría que haber existido un ánimo en la gente, que no existió. Franquistas o antifranquistas, los españoles del utilitario, la televisión y una cierta holgura económica no estaban por esas aventuras. En realidad, el cambio había comenzado a fraguarse en los años sesenta, con el Plan de estabilización puesto en marcha por el Gobierno de los tecnócratas, que empezaron a sacar a España de la autarquía para meterla en el capitalismo al estilo de los otros países europeos. La llegada millonaria de los turistas y los millones en divisas enviados por los emigrantes fueron claves para el cambio de ciclo económico, que llevó aparejado también una relajación de los usos y costumbres y una rebeldía contra la idea totalitaria del régimen. Las huelgas fueron a partir de entonces moneda corriente. Los ministros del Opus, los famosos lópeces: López Bravo, López Rodó, López de Letona, constituyeron el primer paso, aunque involuntario, hacia la democracia. Así lo entiende el periodista Teófilo Ruiz, autor de El milagro del Opus Dei[5], para quien otro protagonista relevante y antagónico a este es el Partido Comunista.

La crítica radical a la Transición la hizo, veinte años antes de la aparición de Podemos, Pablo Castellano. En su libro Yo sí me acuerdo[6], el entonces dirigente socialista hace un análisis profundo y sin concesiones de una realidad que conoció en su germen y paso a paso. En su opinión, el pecado original de la Transición es que no abrió el cauce para partidos y sindicatos verdaderamente preocupados por la gente, sino que estos surgieron y se desarrollaron como grupos oligárquicos en manos de élites:

Los democráticos líderes de la oposición –escribe Pablo Castellano– actuaban igual que los herederos del régimen, los unos disponiendo en almoneda del Movimiento Nacional y los otros de la historia y tradición de sus organizaciones, de sus militantes y sus programas, así como de su patrimonio.

A los apologetas les gusta decir que la Transición, amén de modélica, fue pacífica. Pero no es cierto, los datos desmienten esa afirmación. Entre 1975 y 1983 fueron asesinadas 591 personas. Son datos recogidos por Mariano Sánchez en su libro La Transición sangrienta[7]. De estos crímenes, ETA reclamó la autoría de 334, el Grapo de 51, los grupos incontrolados de extrema derecha mataron a 49 personas, los grupos antiterroristas o paramilitares a 16 y la represión policial acabó con la vida de 54 personas. Otras 8 fueron asesinadas en la cárcel o en comisarías; 51 murieron en enfrentamientos entre la policía y grupos terroristas. Son números que refutan cualquier ensoñación de proceso pacífico hacia la democracia.

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