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Stanislaw Lem: El invencible

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Stanislaw Lem El invencible

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El Invencible es el nombre de la enorme nave interestelar que parte hacia el rescate de su gemela, la impresionante y guerrera El Cóndor, que se haya varada en Regis III. Este planeta, aislado y desértico, está gobernado por una legión de nanobots que provoca efectos insospechados en el cerebro humano. La misión desencadenará en la tripulación de la nave oleadas de una angustia vital devastadora. La búsqueda de la verdad y la importancia de diferenciarnos de los demás seres del universo son el centro de El Invencible, que ahora se enfrenta al gran desafío misterioso y cruel que supone la incapacidad del hombre de no poder conquistarlo todo. Nanobots, viajes por el espacio, inteligencia colectiva y evolución tecnológica desatada se citan en este relato despiadado de supervivencia humana.

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El océano era algo menos salado que los terrestres, pero no obtuvieron resultados sorprendentes. Al cabo de dos horas sabían más o menos lo mismo que al principio. Entonces decidieron enviar a alta mar dos sondas de televisión teledirigidas y observaron su trayectoria en los monitores del puesto central. Pero las señales no transmitieron información importante hasta que las sondas no se alejaron más allá del horizonte. En el océano vivían unos organismos parecidos en su forma a los peces óseos terrestres. Pero en cuanto vieron la sonda huyeron a gran velocidad en busca de refugio en las profundidades. Las ecosondas establecieron que la profundidad del océano, en aquel primer encuentro con seres vivos, era de ciento cincuenta metros.

Broza se empeñó en tener al menos uno de aquellos peces. Intentaron, pues, pescar alguno; las sondas perseguían, disparándoles descargas eléctricas, sombras que se revolvían en la penumbra verde, pero los supuestos peces se movían con una incomparable agilidad. Fueron necesarios muchos disparos para conseguir capturar uno. La sonda que lo atrapó con sus tenazas fue dirigida inmediatamente a la orilla, mientras que Kochlin y Fitzpatrik manipulaban otra sonda con la que pretendían recoger muestras de unas fibras que flotaban entre las olas y que les parecieron una especie local de algas o plantas acuáticas. En última instancia, enviaron a la sonda hasta el fondo oceánico, a una profundidad de doscientos cincuenta metros. Una fuerte corriente submarina dificultaba considerablemente el pilotaje de la sonda, ya que se desviaba todo el tiempo hacia las grandes aglomeraciones de rocas del fondo. Sin embargo, tras muchos esfuerzos, consiguieron derribar algunos peñascos y, tal como pensaba Koechlin, debajo encontraron toda una colonia de pequeñas criaturas flexibles con forma de pincel.

Rohan, Jarg y otras cinco personas pudieron comer el primer plato caliente de ese día cuando ambas sondas regresaron al perímetro del campo de fuerza, y los biólogos se pusieron manos a la obra en el barracón montado mientras tanto, en el que por fin era posible quitarse las fastidiosas máscaras.

Se pasaron el resto del tiempo, hasta que llegó la noche, recogiendo muestras de minerales, examinando la radiactividad del fondo marino, midiendo la insolación y realizando otras mil tareas igual de laboriosas, todo debía ser realizado a conciencia, con una meticulosidad incluso exagerada, para así poder proporcionar resultados fiables. Para el atardecer, ya habían hecho lo máximo posible y Rohan, con la conciencia tranquila, pudo acercarse al micrófono para atender la llamada que Horpach le hizo desde El Invencible.

El océano estaba plagado de formas vivas que, sin embargo, evitaban, todas ellas sin excepción, la zona litoral. El organismo del pez diseccionado no mostraba nada particular. La evolución, según datos estimativos, había empezado en el planeta cientos de millones de años atrás. Se detectó una cantidad considerable de algas verdes, lo que explicaba la presencia de oxígeno en la atmósfera. La división de seres vivos entre el reino vegetal y el animal era típica, como también lo eran las estructuras óseas de los vertebrados. El único órgano desarrollado del pez capturado y cuyo equivalente terrestre desconocían los biólogos era un órgano sensorial sensible a cambios del campo magnético, por mínimos que estos fueran. Horpach ordenó que todo el equipo regresara tan pronto como fuera posible, al final de la conversación anunció que era probable que hubiesen conseguido establecer el lugar de aterrizaje de la nave desaparecida.

Así que, a pesar de las protestas de los biólogos —que juraban necesitar varias semanas más de investigación—, se desarmó el barracón, los motores arrancaron, y la columna se dirigió hacia el noroeste. Rohan no pudo transmitir a sus compañeros ningún detalle sobre El Cóndor, él tampoco sabía nada. Quería llegar lo antes posible a la nave, porque suponía que el comandante le asignaría la siguiente tarea, quizá más rica en hallazgos. Ahora lo más importante era examinar el lugar del probable aterrizaje de El Cóndor. Rohan sacó la máxima potencia de las máquinas, y regresaron rodeados del ensordecedor e infernal ruido de las piedras machacadas bajo el paso de las orugas, mucho más potente que el que habían experimentado a la ida. Cuando cayó la noche, se encendieron los grandes faros de las máquinas; era una imagen insólita e incluso amenazante: cada dos por tres las columnas móviles de luz hacían emerger de la penumbra siluetas amorfas de gigantes que parecían moverse y que solo resultaban ser simples rocas testigo, vestigios de una cordillera destruida por la erosión. Tuvieron que parar varias veces ante las profundas grietas que se abrían en el basalto. A medianoche, El Invencible se divisó por fin, iluminado por todas partes, como si se tratara de un desfile, de lejos el casco parecía una brillante torre metálica. En el perímetro del campo de fuerza retahílas de máquinas se movían en todas las direcciones mientras descargaban provisiones y combustible; una multitud se agolpaba en los alrededores de la rampa envuelta por la luz cegadora de los focos. Los que regresaban oyeron de lejos el ajetreo de aquel hormiguero. Por encima de las dinámicas columnas de luz se erguía el silente casco del crucero, acariciado levemente por el resplandor de los focos. Se encendieron unas luces azules que señalaban el punto por el que los vehículos, uno tras otro, cubiertos de una gruesa capa polvo, se abrirían paso hasta el interior del espacio circular a través del escudo de fuerza. Rohan, antes incluso de saltar a tierra, ya le estaba preguntando por la suerte de El Cóndor a Blank, al que había reconocido y que era una de las personas que se encontraban más cerca.

Sin embargo, el contramaestre no sabía nada del supuesto hallazgo. Rohan no logró enterarse de gran cosa. Antes de arder en las capas más espesas de la atmósfera, cuatro satélites proporcionaron once mil fotos, recibidas por radio y reproducidas, a medida que iban llegando, en unas placas especiales tratadas con ácido en la cabina de cartografía. Para no perder tiempo, Rohan llamó a Erett, técnico cartógrafo, a su camarote. Mientras se duchaba lo interrogó sobre todo lo que había pasado a bordo. Erett era uno de los que habían estado buscando El Cóndor en los contactos fotográficos obtenidos. Alrededor de treinta personas habían estado buscando aquel grano de metal en el océano de arena; además de a los planetólogos se había recurrido también a los cartógrafos, a los operadores de radar y a todos los pilotos de la nave. Por turnos, durante veinticuatro horas, estuvieron revisando todo el material fotográfico que iba llegando y anotaban las coordenadas de cualquier punto sospechoso en el planeta. Pero la noticia que el comandante le transmitió a Rohan resultó errónea. Lo que habían tomado por la nave era un obelisco rocoso excepcionalmente alto que proyectaba una sombra asombrosamente parecida a la del cohete. Por lo tanto, seguían sin saber nada de la suerte de El Cóndor. Rohan quería presentarse ante el comandante para hablar de la situación, pero este ya se había retirado a descansar, así que regresó a su camarote. A pesar del agotamiento, tardó mucho en conciliar el sueño. Cuando se levantó por la mañana, el astronavegador le pidió, a través de Ballmin, jefe de los planetólogos, que entregara al laboratorio principal todo el material recogido. A las diez, Rohan sintió tanta hambre —aún no había desayunado— que bajó al nivel dos, al pequeño comedor de los operadores de radar y fue allí, mientras se estaba acabando su café, sin haberse sentado siquiera, donde le pilló Erett.

—¿La tenéis? —preguntó ansioso al ver la excitada cara del cartógrafo.

—No, pero hemos encontrado algo más grande. Vaya usted enseguida… Le llama el astronavegador.

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