Un aspecto especialmente notable del trabajo de Mariano Ruperthuz consiste en reconocer, tal como lo hicieran, entre otros, Norbert Elias, Michel de Certeau o Marcel Gauchet, que el psicoanálisis opera como un “revelador antropológico” , en el sentido que muestra, a través de su interrogación sobre la cultura, las condiciones subjetivas que son parte de una época y de una sociedad dada. Entendiendo por subjetividad no sólo el modo como la experiencia psíquica representa un orden social, sino también como el modo a través del cual ese orden (o desorden) es producido y reproducido por cada individuo, sus prácticas y sus instituciones. Para ello no basta analizar las condiciones institucionales del Psicoanálisis, aquí o allá, sino de que manera su “apropiación” dice mucho de las condiciones sociales, históricas y políticas del suelo que lo ha recibido para ver nacer su propio destino local.
Si bien el psicoanálisis no sostiene sus prácticas en lo que Freud denominaba –críticamente– una “visión de mundo ”, en el sentido que su horizonte crítico es inseparable de lo que llamaríamos, con algunas precauciones, su cientificidad, su confianza en la razón y en la ciencia; si bien habría que oponer radicalmente toda vocación ideológica al valor heurístico y crítico de su práctica, no es menos cierto que de una manera u otra termina por hacerse parte de una cierta normatividad, incluso de un cierto sentido común que, para bien o para mal, traduce a la lengua coloquial de los pequeños recintos culturales lo que para muchos debiera mantenerse en el frío espacio de una ciencia sin sujeto. Estudios como el detallado en este libro contribuyen a llenar las lagunas que deja una historia “oficial” –como si esa historia fuese la única posible– acerca de la relación que la teoría y la práctica del psicoanálisis establece con las condiciones sociales, políticas, culturales, donde se desarrolla. Más que de “la” historia del psicoanálisis, este libro viene a subrayar que se trata siempre de “las” historias, en la diversidad de lecturas que podemos hacer de su origen, de su presente, tal vez imaginando algo de su destino.
Este libro es suficientemente elocuente como para tener que decir mucho más. Sólo me resta una pequeña digresión personal, porque el proyecto que Mariano Ruperthuz ha realizado fue en cierto modo el mío también, hace ya veinte años. Termino esta breve presentación con esta mínima referencia a mi historia. Pero, cuando de transmisión se trata, la historia de uno no es sólo la propia. Es la historia que otras generaciones escriben a su manera.
Hace cerca de veinte años, viajé a Paris para realizar una tesis doctoral, a la manera como, veinte años después, Mariano haría la suya, que me correspondió co-dirigir con Mariano Plotkin, que de historia del psicoanálisis en Latinoamérica sabe mucho y a quien este libro sin duda le debe bastante. Yo me formaba por entonces en psicoanálisis, lacaniano más precisamente. Me interesaba un asunto que, por entonces, parecía estar en sintonía con las exigencias de nuestras sociedades:¿cómo pensar, psicoanalíticamente hablando, aquello que Julia Kristeva denominaba las Nuevas enfermedades del alma? ¿Nos encontrábamos en una nueva era de nuestras subjetividades? Cuestion todavía pertinente. Pero una afortunada intuición me hizo pensar que, mas allá de las famosas estructuras con las que la jerga psicoanalítica nos había acostumbrado a nombrar las vicisitudes de la subjetividad en nuestro tiempo, más allá de las consignas teóricas con las que nos habíamos familiarizado para conocer una doctrina, era preciso tener la mínima y necesaria humildad de leer la historia. Por eso me encontré un día en la biblioteca del Hospital St. Anne de Paris revisando algunos textos que médicos chilenos habían producido durante sus estadías en esa ciudad tan relevante para la historia del psicoanálisis. Veinte años después, puedo leer en la tesis de Mariano Ruperthuz, que está a la base de este libro, similares esfuerzos por recuperar de los archivos olvidados de esa historia las huellas del modo como a principios del siglo XX el psicoanálisis comenzó a hacerse parte también de nuestra cultura chilena.
Valga esta breve autoreferencia para insistir en que, afortunadamente, las generaciones van marcando el paso de una memoria que no se detiene en las versiones oficiales y que a ellas le debemos el relevo que toman de nuestras insuficientes inquietudes de formación.
Roberto Aceituno
Psicoanalista
Decano Facultad Ciencias Sociales
Universidad de Chile
PRÓLOGO
¿Por qué escribir un libro sobre la historia del psicoanálisis en Chile? A pesar de que fue un chileno, Germán Greve, quien –según el propio Freud–, mencionó públicamente al psicoanálisis por primera vez en América Latina, lo cierto es que esa mención puntual tuvo lugar en un congreso científico que se desarrollaba en Buenos Aires en 1910. Por otro lado, hoy sabemos que antes de Greve hubieron otros latinoamericanos, particularmente brasileños, interesados en el sistema de pensamiento que se estaba gestando en Viena. La difusión del psicoanálisis, tanto en lo que respecta a su dimensión estrictamente terapéutica, como en su carácter de artefacto cultural entendido en un sentido amplio ha sido mucho menos masiva en Chile que en sus vecinos Argentina y Brasil. Pareciera, por lo tanto, que Chile ha ocupado un lugar doblemente periférico en la historia del psicoanálisis, por su ubicación en América Latina, y porque dentro de la región su posición en lo que respecta a la recepción y difusión del mismo no ha sido central.
El libro que el lector tiene entre manos da una respuesta contundente al interrogante inicial y, en su recorrido por los distintos espacios de circulación del pensamiento psicoanalítico en Chile, nos invita a repensar buena parte del conocimiento recibido no solo sobre la historia del psicoanálisis a nivel regional e internacional, sino, más en general, sobre la historia de la circulación de ideas. Pero vayamos por partes.
El psicoanálisis es una disciplina esencialmente histórica, tanto en lo que respecta a su método como en lo referido a su naturaleza. Al igual que los historiadores, los psicoanalistas buscan construir una narrativa sobre el pasado a partir de los vestigios que el mismo ha dejado en el presente. La temporalidad es constitutiva del saber y de la práctica psicoanalítica. Desde luego que no debemos llevar la búsqueda de similitudes entre el saber histórico y el saber psicoanalítico demasiado lejos. Los conceptos de temporalidad que manejan psicoanalistas e historiadores son diferentes, así como los objetivos planteados por las dos disciplinas. Sin embargo, se puede establecer (y de hecho se ha establecido, en alguna medida) un diálogo fructífero entre las mismas.
Paradójicamente, aunque la historicidad es un elemento constitutivo del psicoanálisis, desde sus mismos comienzos quienes lo practican han mostrado fuertes resistencias para pensarlo históricamente, y esto se ha debido a una multiplicidad de motivos. En primer lugar, como otras disciplinas, prácticas sociales y sistemas de pensamiento y creencias, el psicoanálisis ha generado sus propios mitos de origen. Dentro de ellos, el que más proyecciones ha tenido y, a su vez, el que más ha limitado la posibilidad de su historización es aquel que lo ubica dentro de una genealogía vacía. En efecto, desde los primeros intentos de Freud por construir una narración histórica acerca del sistema por él creado, hasta versiones más recientes producidas por lo general desde dentro del movimiento psicoanalítico y que terminaron constituyendo una versión canónica, el psicoanálisis no reconocería antecedentes. Se trataría del “descubrimiento” de un genio aislado trabajando en condiciones de “espléndido aislamiento”. La historia del psicoanálisis, según esta versión, comenzaría con Freud quien fundaría la genealogía psicoanalítica que se prolongaría en sus colaboradores más cercanos y luego con sus discípulos y seguidores a medida que se iban conformando las instituciones psicoanalíticas en distintos países del mundo. El psicoanálisis sería, por lo tanto, una creación ex nihilo.
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