La mayoría de los zoms seguían a unos cuatro metros de distancia. Avanzaban lentamente por lo irregular de la superficie y por los cuerpos maltrechos de sus compañeros sobre los que tenían que andar.
Benny tuvo que quitarse a golpes las manos que se estiraban hacia él, pero consiguió evitar que lo sujetaran. Se alejó tambaleante por el barranco y corrió algunos metros en busca de más ramas. No había ninguna lo suficientemente gruesa. Maldijo en voz baja, pero entonces encontró un pedazo de roca del doble de una pelota de beisbol. La tomó y volteó hacia sus enemigos.
Benny se lanzó contra uno de ellos y con un movimiento descendiente lo golpeó con la roca.
—¡Lo siento! —gritó mientras la piedra le hacía pedazos el cráneo y le aplastaba el cerebro. El zombi murió de inmediato, sin mayor conmoción. Benny giró cuando un segundo zom cayó por encima de la cuerda, y un tercero. Se dirigió veloz hacia ellos y golpeó con la roca una y otra vez.
—Lo siento —gritaba cada vez que le daba la muerte final a uno de los monstruos.
El pasaje ya estaba saturado de zoms. Dos más cayeron y Benny los mató, pero el esfuerzo de aplastar cráneos era difícil y estaba acabando rápidamente con su fuerza.
La línea de seda crujió cuando una multitud de muertos vivientes empujó contra ella.
Benny sabía que la cuerda no iba a resistir. Eran demasiados, y las paredes de tierra no estaban lo suficientemente apretadas para sostener los palos. Volvió a desenvainar su espada y comenzó a cortar a los muertos detrás de la línea, cercenando manos y brazos, agachándose para rebanar tobillos, irguiéndose para desprender cabezas. Trataba de construir una barrera de cuerpos que al menos obstaculizara el avance del resto de la horda.
Entonces, con un crujido de madera astillada, el hilo cedió y la masa completa avanzó en una aglomeración que colapsaba. Los zoms que Benny había mutilado e inmovilizado se derrumbaron, y los otros tropezaron y cayeron sobre ellos. Él seguía cortando, en un intento por enterrar a los zoms activos bajo el peso de tantos aquietados como fuera posible.
La espada estaba increíblemente afilada y Benny era un buen espadachín, pero esto era una labor más propia de un cuchillo de carnicero. Una y otra vez la hoja rebotaba en algún hueso o se enredaba en la ropa suelta.
Benny comenzó a sentir un ligero dolor en los brazos, que después se volvió realmente intenso. Respiraba jadeando dificultosamente, pero los muertos seguían llegando.
Eran tantos. Tantos que Benny se quedó sin aliento para disculparse con ellos. Necesitaba hasta la menor porción de aire sólo para sobrevivir. Retrocedió tambaleante, derrotado por la mera imposibilidad de la tarea de vencer a tantos zoms en un espacio tan reducido. Correr parecía ser la única opción que le quedaba. Con algo de suerte, el barranco se angostaría en algún punto hasta cerrarse y una esquina estrecha le permitiría tener asideros para trepar.
Dio unos pasos atrás, luego dio la media vuelta y corrió.
Y derrapó para detenerse en seco.
El barranco frente a él no estaba vacío. A través de la polvosa oscuridad se aproximaba un bamboleante y gimiente grupo de muertos vivientes.
Benny estaba atrapado.
5
—No puede ser —dijo Benny, mientras los muertos avanzaban hacia él, pero ni siquiera para sus propios oídos había pasión en su tono. Ni un verdadero desafío. Ni vida.
Y tampoco había escapatoria.
Las paredes inclinadas del barranco eran demasiado altas y la tierra demasiado suave; y el angosto y serpenteante pasaje estaba bloqueado a ambos lados por los muertos. Todo lo que le quedaba eran los pocos segundos que tardarían en trepar sobre los cuerpos mutilados y los montones de tierra para alcanzarlo.
Esto es el fin.
Esas palabras estallaron en su cabeza como petardos, fuertes y brillantes y terriblemente reales.
Los zoms eran demasiados y no había manera de abrirse camino peleando, e incluso si así fuera, ¿luego qué? Seguía atrapado ahí abajo en la oscuridad. Ya había inmovilizado a diez y había lisiado a otra docena, y creía que podía cortar al menos a otros cinco o seis en el tiempo que le quedaba. Tal vez hasta diez, si pudiera de algún modo seguir avanzando.
Sonaba genial, sonaba heroico, pero Benny conocía la irrefutable verdad, que blandir una espada requiere de esfuerzo, y que cada vez que asestaba un golpe mortal gastaba algo de los limitados recursos que poseía.
Los zoms nunca se cansaban.
Incluso si derribaba treinta, el treinta y uno o treinta y dos lo alcanzaría. Ellos tenían la paciencia de la eternidad, y él era carne viva. El agotamiento y la fatiga muscular eran tan mortales para él como los dientes infectos de los muertos.
El saber eso, la estremecedora conciencia de ello, no lo impulsó a la acción. Hizo exactamente lo opuesto. Lo desanimó por completo, y todo el vigor de sus músculos menguó. Benny se dejó caer de espaldas contra la pared de lodo. Sus piernas amenazaban con ceder.
Miró los rostros de los zoms mientras los muertos andantes se acercaban arrastrando los pies. En esos últimos momentos vio más allá de la piel blanqueada por el sol y la carne reseca; a través de la descomposición de la muerte y los ojos lechosos. Sólo por un instante, vio a las personas que habían sido. No monstruos. Personas reales. Personas perdidas. Personas que habían enfermado, o que habían sido mordidas, y que habían muerto únicamente para renacer en una especie de infierno peor que cualquier cosa que nadie debiera sufrir.
¡Comen gente!, le había dicho una vez a su hermano, gritando las palabras durante una discusión en su primer viaje a Ruina.
Tom respondió con las cuatro palabras más dañinas que Benny hubiera escuchado.
Una vez fueron gente.
Dios.
—Nix —dijo, sintiendo una ola de miserable culpa porque sabía cuánto le dolería a ella su muerte. Y cuánto habría de decepcionarla; pero no parecía que hubiera algo que pudiera hacer al respecto.
Los zoms ya estaban más cerca. Un nudo de rostros pálidos como la muerte a cinco metros de distancia. Monstruos que venían por él en la oscuridad, y aun así los rostros no eran malvados. Simplemente estaban hambrientos. Las bocas trabajaban, pero los ojos estaban tan vacíos como las ventanas de las casas abandonadas.
—Nix —repitió mientras los muertos se acercaban más y más.
Cada rostro que Benny observaba parecía… perdido. Sin expresión, sin dirección y sin esperanza. Granjeros y soldados, ciudadanos ordinarios y un hombre vestido en esmoquin. Detrás de él había una chica con los harapos de un vestido que alguna vez debió ser lindo. Seda color durazno con ribetes de encaje. Ella y el zom en esmoquin parecían más o menos de la misma edad que Benny. Quizás un año o dos mayores. Chicos que iban a un baile de graduación cuando el mundo terminó.
Benny retiró la mirada de ellos y la dirigió hacia la espada que sostenía, y pensó en cómo sería estar muerto. Cuando estos zombis lo mataran y se lo comieran, ¿quedaría lo suficiente de él para reanimarse? ¿Se uniría a su compañía de muertos ambulantes? Miró a su alrededor en el barranco. No había una salida visible de este foso. ¿Quedarían él y todos esos muertos atrapados ahí abajo, parados en silencio mientras los años se consumían allá afuera?
Sí.
Eso era exactamente lo que pasaría, y el corazón de Benny comenzó a romperse. La impotencia era sobrecogedora, y durante un horroroso momento vio cómo bajaba sus propios brazos, dejando que la espada aceptara su derrota antes de que la batalla hubiera siquiera comenzado.
—Nix —dijo una última vez.
Entonces una sola chispa de rabia se encendió como un fulgor en su pecho. Pero no ahuyentó la pena y el dolor de Benny, se alimentó de ellos.
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