El razonamiento motivado es evidente en cómo la gente comparte las noticias que demuestran las narrativas que validan sus opiniones sobre Estados Unidos, el capitalismo, “los jóvenes”, e ignoran todo lo que no los respalda. También es visible en cómo racionalizamos las señales de alarma en una relación nueva y emocionante, y siempre creemos estar haciendo más trabajo del que nos corresponde. Cuando un colega se equivoca, es porque es incompetente, pero cuando nosotros nos equivocamos, es porque estamos muy presionados. Cuando un político del partido rival infringe la ley, demuestra que todo el partido es corrupto, pero cuando lo hace uno de los políticos que apoyamos, es un individuo corrupto.
Incluso hace dos mil años, el historiador griego Tucídides describió el razonamiento motivado de las ciudades que se creían capaces de destronar a los gobernantes de Atenas: “Sustentaban [su] juicio en ilusiones no en predicciones sensatas, pero es un hábito de la humanidad… emplear la razón soberana para ignorar lo que no desea”. 6Se trata del primer registro del fenómeno que he encontrado hasta ahora. Pero no dudo que, miles de años antes, a los humanos les haya molestado y entretenido el razonamiento motivado del prójimo. Quizá si nuestros ancestros del Paleolítico hubieran desarrollado un lenguaje escrito, habríamos encontrado una queja en las cuevas de Lascaux: “Og está loco si cree que es el mejor cazador de mamut”.
EL RAZONAMIENTO COMO COMBATE DEFENSIVO
Lo complicado del razonamiento motivado es que, si bien es fácil identificarlo en los demás, cuando se trata de nosotros mismos no parece razonamiento motivado. Cuando razonamos nos da la impresión de que estamos siendo objetivos, justos; creemos que evaluamos los hechos sin emoción alguna.
No obstante, debajo de la superficie es como si fuéramos soldados defendiendo nuestras creencias frente a la evidencia que nos amenaza. De hecho, la metáfora del razonamiento como combate defensivo es inherente a la lengua inglesa, a tal grado que es difícil hablar de razonamiento sin recurrir a lenguaje militar. 7
Defendemos nuestras creencias como si fueran posiciones militares, incluso fortalezas, diseñadas para resistir los embates. Las creencias pueden estar firmemente arraigadas, fundamentadas en hechos o avaladas por argumentos, poseer cimientos sólidos. Podemos tener opiniones concluyentes o fe inquebrantable.
Los argumentos son métodos para atacar o defenderse. Alguien puede combatir nuestra lógica, echar por tierra nuestras ideas, encontrar un argumento que derribe nuestras creencias. Pueden desafiar, minar, destruir o socavar nuestras posturas. Así, buscamos evidencia para respaldar, apuntalar, reforzar nuestras posturas. Con el tiempo, cimentamos, afianzamos o consolidamos nuestras ideas. Resguardamos nuestras creencias como soldados atrincherados ante las descargas del enemigo.
¿Y si cambiamos de opinión? Nos rendimos. Si un hecho es ineludible, lo reconocemos, lo admitimos, cedemos, como si permitiéramos que traspasara nuestra fortaleza. Si nos damos cuenta de que nuestra postura es indefendible, la abandonamos, nos damos por vencidos, cedemos, como si entregáramos un territorio en una batalla. 8
En los próximos capítulos vamos a analizar el razonamiento motivado, o como le llamo, mentalidad de soldado . ¿Por qué el cerebro está constituido así? ¿El razonamiento motivado nos beneficia o perjudica? Pero primero, me da gusto informarles que no ha terminado la historia del pobre Dreyfus, continúa con la llegada de un nuevo personaje.
El coronel Georges Picquart hace su entrada: en apariencia, es un hombre convencional, no del tipo que cause problemas.
Picquart nació en 1854 en Estrasburgo, Francia, en una familia de soldados y funcionarios, y ascendió en el ejército francés muy joven. Como la mayoría de sus compatriotas, era católico. Y también, como la mayoría de sus compatriotas, era antisemita. Eso sí, no era agresivo. Era un hombre refinado y le parecía que la propaganda antisemita, como la que imprimían los periódicos nacionalistas franceses, era de mal gusto. Pero el antisemitismo estaba en el ambiente, y creció con una instintiva actitud despectiva hacia los judíos.
Por lo tanto, cuando en 1894 Picquart se enteró de que el único miembro judío del ejército francés resultó ser espía, lo creyó sin dudar. Cuando Dreyfus se declaró inocente durante el juicio, Picquart lo estudió de cerca y concluyó que estaba fingiendo. Y durante la ceremonia de “degradación”, cuando le retiraron las insignias a Dreyfus, el propio Picquart hizo el chiste antisemita (“es judío, seguro está calculando el valor de esa insignia de oro”).
Poco después de que desterraran a Dreyfus a la isla del Diablo, ascendieron al coronel Picquart y lo pusieron al mando del departamento de contraespionaje que había dirigido la investigación de Dreyfus. Se le había encargado acumular evidencia adicional contra Dreyfus por si cuestionaban su condena. Picquart comenzó a buscarla, pero no encontró nada.
No obstante, surgió un asunto más urgente y prioritario, ¡había otro espía! Habían descubierto más cartas destruidas dirigidas a los alemanes. En esta ocasión, el culpable parecía ser un oficial francés de nombre Ferdinand Walsin Esterhazy, quien era alcohólico y apostador, tenía muchas deudas, por lo que tenía interés en vender información a Alemania.
Cuando Picquart analizaba las cartas de Esterhazy se dio cuenta de algo: la caligrafía precisa, inclinada, le resultaba asombrosamente familiar… Le recordaba al oficio original que se le atribuyó a Dreyfus. ¿Se lo estaba imaginando? Picquart recuperó el oficio original y lo colocó junto al de Esterhazy. Casi le da un infarto. La caligrafía era idéntica.
Picquart le mostró las cartas de Esterhazy al analista caligráfico interno del ejército, quien había testificado que la letra de Dreyfus era la del oficio original. “Sí, esta letra corresponde con la del oficio”, afirmó el analista.
“¿Qué pasaría si le digo que estas cartas son recientes?”, preguntó Picquart. El analista se encogió de hombros. En ese caso, los judíos deben de haber entrenado al nuevo espía para imitar la letra de Dreyfus. Para Picquart este argumento no era plausible. Con un nudo en la garganta, empezó a aceptar la conclusión inevitable: habían sentenciado a un hombre inocente.
Le quedaba un recurso: el archivo de evidencia que se usó contra Dreyfus en su juicio. Sus colegas le aseguraron que, para convencerse de la culpabilidad de Dreyfus, sólo bastaba con consultarlo. Así que Picquart lo recuperó para revisarlo. Pero una vez más se decepcionó. El archivo incriminatorio no contenía evidencia irrefutable, sólo especulación.
A Picquart le indignaron las racionalizaciones de sus colegas, el desinterés en la pregunta de si habían sentenciado a un hombre inocente a morir en la cárcel. Siguió investigando, pese a que la resistencia del ejército se tornó en una enemistad abierta. Sus superiores lo enviaron a una misión peligrosa esperando que no regresara. Cuando esta estrategia fracasó, lo arrestaron por filtrar información sensible.
Pero después de diez años, de un periodo en la cárcel y múltiples juicios, Picquart tuvo éxito: absolvieron a Dreyfus y lo reincorporaron al ejército.
Dreyfus vivió otros treinta años tras su restitución. Su familia lo recuerda estoico con respecto al calvario, aunque nunca recuperó la buena salud tras años en la isla del Diablo. Esterhazy, el espía real, huyó del país y murió en la pobreza. Y Picquart siguió padeciendo el acoso de los enemigos que había hecho en el ejército. Sin embargo, en 1906 el primer ministro Georges Clemenceau lo designó ministro de Guerra, en virtud de su desempeño durante el que se conoció como “el caso Dreyfus”.
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