Lo anterior se debe a que la mentalidad centinela tiene recompensas emocionales, aunque no parezca obvio. Resistir la tentación del autoengaño y saberse capaz de afrontar la realidad incluso cuando es desagradable, empodera. Entender el riesgo y aceptar las probabilidades que tienes en frente produce cierta ecuanimidad. Y experimentar la libertad de explorar ideas y seguir la evidencia, a donde sea que te lleve, sin sentirse atado a lo que “debes” pensar, produce una sensación de ligereza.
Valorar estas recompensas emocionales motiva a conservar la mentalidad centinela. Con ese fin, he incluido algunos ejemplos de centinelas inspiradores que han ayudado a muchos —a mí incluida— a cultivar una mentalidad centinela en el transcurso de los años.
Nuestro viaje nos llevará por los mundos de la ciencia, los negocios, el activismo, la política, el deporte, las criptomonedas y el preparacionismo. Vamos incursionar en las guerras de las culturas, las guerras de las mamis y las guerras de la probabilidad. En el camino, vamos a descifrar las respuestas de interrogantes como: ¿por qué la cola de un pavorreal le daba asco a Charles Darwin? ¿Por qué un escéptico profesional del cambio climático cambió de bando? ¿Por qué algunos miembros de estafas piramidales tipo culto logran salirse y otros no?
Este libro no es un sermón sobre la irracionalidad. Tampoco es un intento de regañarte para que pienses “adecuadamente”. Es un recorrido de una forma distinta de ser, basada en la búsqueda de la verdad, útil y satisfactoria y en mi opinión, tristemente infravalorada. Me emociona compartirla contigo.
En defensa de la mentalidad centinela
CAPÍTULO 1
DOS FORMAS DE PENSAR
En 1894, una empleada de limpieza en la embajada alemana en Francia encontró algo en un bote de basura que sembraría el caos en el país. Se trataba de un oficio hecho trizas, y la empleada era una espía francesa. 1Entregó el oficio a un empleado de alto rango en el ejército francés, quien al leerlo supo que alguien en sus filas había vendido secretos militares muy valiosos a Alemania.
El oficio no estaba firmado, pero de inmediato sospecharon de un oficial de nombre Alfred Dreyfus, el único miembro judío del personal general del ejército. Dreyfus era uno de pocos oficiales con el rango para tener acceso a la información sensible mencionada en el oficio. No era querido. Para sus colegas era frío, arrogante y presuntuoso.
Mientras el ejército investigaba a Dreyfus se empezaron a acumular las anécdotas sospechosas en su contra. Un hombre reportó verlo merodeando y haciendo preguntas muy inquisitivas. Otro reportó haberlo escuchado alabar al imperio alemán. 2Habían visto a Dreyfus por lo menos una vez en un sitio de apuestas. Se rumoraba que, pese a estar casado, tenía una amante. No eran señales de un hombre precisamente confiable.
Oficiales del ejército francés estaban casi seguros de que Dreyfus era el espía, por lo que lograron conseguir una muestra de su caligrafía para compararla con el oficio. ¡Coincidía! Bueno, por lo menos se parecía. Sí, había algunas inconsistencias, pero no podía ser coincidencia que la caligrafía se pareciera tanto. Querían asegurarse, por lo que enviaron el oficio y la muestra de la caligrafía de Dreyfus a dos expertos.
El experto número 1 confirmó la correspondencia y reivindicó a los oficiales. No obstante, el experto número 2 no estaba convencido. Afirmó que era muy probable que las dos muestras provinieran de distintas fuentes.
No se esperaban un veredicto mixto. Pero recordaron que el experto número 2 había trabajado en el Banco de Francia. El mundo de las finanzas estaba poblado de judíos poderosos. Y Dreyfus era judío. ¿Cómo confiar en el juicio de alguien con conflictos de interés tan grandes? Los oficiales tomaron una decisión. El culpable era Dreyfus.
Dreyfus se declaró inocente, pero fue inútil. Lo arrestaron y una corte militar lo declaró culpable de traición el 22 de diciembre de 1894. Lo sentenciaron a confinamiento solitario de por vida, en la isla del Diablo, nombre muy acertado para una antigua colonia de leprosos en la costa de la Guayana Francesa, del otro lado del océano Atlántico.
Dreyfus estaba en shock. Cuando lo encarcelaron contempló el suicidio, pero decidió que tal acto demostraría que era culpable.
Antes de exiliarlo se celebró un evento público, que denominaron “la deshonra de Dreyfus”, para retirarle sus emblemas militares. Cuando un capitán arrancó una insignia del uniforme de Dreyfus, un oficial gritó un chiste antisemita: “Recuerden que es judío, seguro está calculando el valor de esa insignia de oro”. Lo hicieron desfilar frente a sus antiguos colegas, periodistas y una multitud de espectadores, él gritaba: “¡Soy inocente!”. Mientras la muchedumbre lo insultaba y gritaba: “¡Mueran los judíos!”.
Cuando llegó a la isla del Diablo lo encerraron en una pequeña cabaña de piedra sin contacto humano más que con sus guardias, quienes se negaron a hablarle. De noche, lo esposaban a su cama. De día, escribía cartas al gobierno rogando que reabrieran su caso. Pero para Francia, el caso estaba cerrado.
“¿PUEDO CREERLO?” VS . “¿DEBO CREERLO?”
Puede no parecerlo, pero la intención de los oficiales que arrestaron a Dreyfus no era culpar a un hombre inocente. Desde su punto de vista, conducían una investigación objetiva con evidencia que inculpaba a Dreyfus. 3
Aunque para ellos su investigación fue objetiva, claramente la distorsionaron sus motivaciones. Tenían la presión de encontrar rápidamente al espía y ya estaban predispuestos a desconfiar de Dreyfus. Cuando arrancó la investigación tenían otro incentivo: demostrar su teoría o quedar mal y perder sus empleos.
Esta investigación es un ejemplo de un aspecto de la psicología humana que se denomina razonamiento motivado direccional —o razonamiento motivado—, en el cual nuestras motivaciones inconscientes afectan las conclusiones que extraemos. 4La mejor descripción del razonamiento motivado que conozco es del psicólogo Tom Gilovich. Cuando queremos que algo sea cierto, nos preguntamos, “¿Puedo creerlo?”, buscando un pretexto para aceptarlo. Cuando no queremos que sea cierto, entonces nos preguntamos: “¿Debo creerlo?”, buscando un pretexto para rechazarlo. 5
Cuando los oficiales comenzaron a investigar a Dreyfus, evaluaron rumores y evidencia circunstancial preguntándose: “¿Es posible aceptar esta evidencia para demostrar su culpabilidad?”, apelando más a la credulidad que a los motivos para sospechar de él.
Cuando el experto 2 aseguró que la caligrafía de Dreyfus no era la misma que en el oficio, los oficiales se preguntaron: “¿Debemos creerlo?”, e inventaron un pretexto para no hacerlo: el supuesto conflicto de interés del experto número 2 debido a su fe judía.
Los oficiales incluso habían buscado evidencia incriminadora en el domicilio de Dreyfus sin éxito. De modo que se preguntaron. “¿Aún podemos creer que Dreyfus es culpable?”, y también encontraron un pretexto: “Lo más probable es que haya tirado la evidencia antes de que llegáramos”.
Incluso si nunca has escuchado la frase razonamiento motivado , estoy segura de que estás familiarizado con el fenómeno. Está en todas partes, aunque recibe distintos nombres: negación, ilusión, sesgo de confirmación, justificación de los propios actos, exceso de confianza, autoengaño. El razonamiento motivado es fundamental en el funcionamiento de nuestras mentes y resulta extraño concederle un título especial, tal vez sólo debería llamarse razonamiento.
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