No obstante, durante estos tres o cuatro primeros años, el niño todavía no tiene que ser de ninguna manera y puede ser él mismo. Esta etapa del niño permite a los padres revivir un poco la identidad genérica que han olvidado. Por eso, gente que se queja constantemente de las condiciones en las que se desarrolla su existencia, vive con tanta alegría la llegada de un nuevo ser. Si fueran coherentes con lo que piensan, no colaborarían en traerlo al mundo; pero, en este momento, captan otro nivel de la realidad que resuena en su fondo porque la vivieron de niños. Por desgracia no la reconocen como identidad; consideran que el niño todavía no tiene identidad y que ellos son los encargados de desarrollarla; apreciación que es, en parte, cierta si nos referimos al yo-experiencia. Sin embargo, dado que ignoran al yo genérico, no se les puede pedir que se preocupen de él. En el fondo, todo es un problema de ignorancia que se transmite de generación en generación y desvirtúa la naturaleza del ser humano. Si no es el “pecado original” se le parece mucho.
La desconexión del yo genérico
Cuando el niño alcanza la edad de entre tres o cuatro años, los padres empiezan a preocuparse de su educación y se disponen a hacer de él una persona modélica, es decir: lo más cercana posible al modelo social vigente. Con esto está todo dicho: lo importante es el modelo de referencia; el niño deberá adecuarse a él lo máximo posible y será valorado en función de la aproximación que consiga. A partir de este momento, la referencia del entorno se traslada de la realidad genérica del niño al conjunto de ideas, sentimientos y conductas que el modelo prescribe y que el niño deberá encarnar. Desde este instante, a los ojos de los educadores, el niño deja de ser él mismo y pasa a ser un proyecto. El niño todavía no se ha enterado.
Se empieza a enterar cuando percibe que su conducta habitual deja de contar con la aprobación incondicional y acostumbrada del entorno y constata que, a menudo, sus manifestaciones obtienen todo lo contrario: reprobación y rechazo. Aquí empieza la educación básica: “esto no se dice”, “esto no se toca”, “eso no se hace”… Hay toda una serie de comportamientos espontáneos del niño que no resultan bienvenidos por el exterior, porque no se adecuan al modelo que quieren inculcar. Por desgracia, como se presupone que el niño es incapaz de entenderlo, nadie se molesta en explicarle que existe una forma de pensar, sentir y hacer que socialmente se considera recomendable seguir. Lo que hacen es, simplemente, imponérsela; y encima, acusan al niño de portarse “mal” si no adapta su comportamiento a estas directrices.
El modelo que ha de imitar es relativo al lugar y tiempo en el que ha nacido; distinto para cada cultura e incluso para los diferentes niveles sociales que se dan en la misma. Está básicamente constituido por una manera de pensar, unos patrones morales y unos códigos de conducta que tienen un contenido pragmático destinado a mantener y reproducir una forma estructurada de sociedad. Ciertamente esta manera de pensar y estos patrones morales y conductuales son un lenguaje indispensable que el niño debe conocer y manejar, pero el problema es que se le trasmiten ignorando por completo su identidad: como si el niño no la tuviera y hubiera que confeccionársela. En vez de enseñarle a manejarse en el mundo que le ha tocado, tratarán de imponerle una identidad orientada exclusivamente a la imagen que ha de presentar ante los demás.
A partir de este momento, el niño experimenta reiteradamente que su espontaneidad resulta contraproducente para sí mismo, porque genera problemas con el entorno. Problemas graves para él porque, de repente, su existencia se convierte en algo inseguro e inestable. En consecuencia, poco a poco, el niño se va desconectando de esta espontaneidad para poner toda su atención en adivinar qué conducta esperan los demás de él; lo cual complace especialmente al entorno. Deja de confiar en su intuición y empieza a buscar en su mente el registro de lo que se considera “adecuado” en cada momento. Y empieza a juzgarse a sí mismo en función del éxito o el fracaso de su elección. Es decir: empieza a pensar; y su pensamiento se basa en la información que el entorno le devuelve: elogios, rechazos, premios, castigos, etc. .
La espontaneidad es precisamente el nexo de unión entre el exterior y la identidad genérica del niño; es lo que le permite atribuirse el protagonismo de sus actos. Pero como su iniciativa personal provoca dificultades en un medio que el niño necesita para sobrevivir, su propia inteligencia le recomienda pensar, sentir y actuar como el entorno desea. No sin un período de resistencia, típico de los tres años, en el que el niño se comporta de una forma especialmente rebelde y genera la zozobra de unos padres temerosos de que “no les salga bien”. Cuando esto ocurre, y para que “les salga bien”, acostumbran a desarrollar diferentes prácticas de chantaje destinadas a conseguir que el niño obedezca. Blay decía que la manera de constatar que un niño ha perdido el contacto con su identidad es que obedece sistemáticamente. A esto se le llama también “uso de razón”; es decir, la operación mental consistente en imaginar los posibles resultados de diferentes respuestas y elegir aquella que resulta más acorde para determinados objetivos.
Durante un tiempo, el niño oscila entre su razón y su intuición, mantiene una cierta conciencia de su identidad genérica. Pero el aprendizaje se complica cada vez más y pasa del “no se dice”, “no se toca”, no se hace”, al: “se hace aunque no te guste”, “no se dice aunque lo pienses”, “se dice aunque no lo creas”, “no se toca aunque te guste”, etc., etc.; todo ello agravado por el hecho de que el entorno no cumple, a menudo, las reglas que promulga. Llegado a este punto, la supuesta educación se convierte en una pura casuística, carente de coherencia, que sólo se puede aplicar si se aprende de memoria. Esta situación obliga al niño a poner toda su atención en el exterior para saber cómo ha de comportarse en cada momento, según las diversas personas con las que interactúa y las circunstancias en las que se encuentra. Entonces se desconecta definitivamente de su capacidad de ver, sentir y hacer y pasa a poner la inteligencia, el amor y la energía que es al servicio del modelo exterior y sus demandas. El niño que, por causa de su edad, ya es de por sí dependiente del entorno, pasa ahora a someterse absolutamente al mismo: intelectualmente, afectivamente y energéticamente.
La configuración de la mente infantil
Conviene prestar atención a las primeras ideas que se imprimen en la mente del niño, porque estas ideas funcionarán como axiomas de su pensamiento durante el resto de la existencia:
La primera idea se refiere a su naturaleza genérica y es una idea que la oculta por completo, aunque no pueda anularla. Esta idea dice textualmente que una persona no tiene capacidad de comprender la realidad y actuar en ella de forma adecuada si se deja llevar por la actividad espontánea de su ser. Presupone que la expresión espontánea es básicamente incorrecta, inmoral e inadecuada; lo cual refrenda y justifica el atropello que se comete con el niño. En estos casos se suele poner como ejemplo a los animales, como si éstos fueran capaces de hacer las barbaridades que comete el hombre en nombre de la civilización. El caso es que se le induce al niño la idea de que la naturaleza humana es algo negativo de por sí, especialmente en el ámbito instintivo; idea que tiene por objetivo promover una desconfianza básica hacia sus propias apreciaciones, cuando no un sentimiento de culpabilidad por el hecho de tenerlas.
La segunda idea se refiere a la manifestación existencial del niño: a su yo-experiencia que, a esta edad, es todavía incipiente y se basa fundamentalmente en su código genético. En cualquier caso, el niño manifiesta unas determinadas inclinaciones que son la base de una manera de ser personal. Lógicamente, es imposible que esta inclinación coincida con el modelo; por lo tanto, la mera existencia del modelo supone una desautorización de esta forma de ser personal.
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