La humildad tiene una versión religiosa, pero también una laica. No se precisa la fe para reconocerla como cualidad humana. Basta con tomar conciencia de los propios límites, con darse cuenta de la propia fragilidad. No es necesaria, ni indispensable la comparación con un Ser infinito. Una diversidad de experiencias humanas nos permite entrever el valor perennemente válido de la humildad. Nos referimos a experiencias que se relacionan con la vivencia de la fragilidad.
La fragilidad tiene múltiples epifanías. Estamos hablando del dolor, de la enfermedad, del cansancio, de la impotencia, del fracaso, de la traición, de la caída moral, de la impotencia física y espiritual y, naturalmente, de la muerte de uno mismo y de la del ser amado.
En todo este conjunto de experiencias, uno se percata de sus fronteras ónticas, de sus carencias. Puede o no reconocerlas, puede o no aceptarlas, puede o no asumirlas, pero capta su fragilidad y, justamente, en este acto de conciencia nace la virtud de la humildad.
La humildad, en un sentido religioso, nace por comparación. Cuando el ser humano se compara con el Ser infinito, siente su nada, su contingencia, su pequeñez y experimenta la necesidad que tiene de Él para poder subsistir. Esta humildad nace de un acto de fe, de la distinción de niveles ontológicos: lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno, lo inmanente y lo trascendente, lo absoluto y lo relativo.
En sentido laico, la humildad, como el perdón, nace de la racionalidad humana en su uso práctico. Se sitúa más acá de la prosa espiritual. Cuando uno se percata de las carencias de su ser, de la labilidad de sus actos y de sus errores, descubre la humildad. También existe la virtud del perdón en el plano laico. Uno lo descubre cuando se da cuenta de que perdonar es liberador, cura heridas, permite empezar de nuevo y reconstruir los vínculos interpersonales. Para todo ello, no es imprescindible la fe en un Dios personal, tampoco abrazar el dogma.
Esta estrecha relación de la humildad, y por extensión del perdón, con las tradiciones espirituales del Libro pesa negativamente sobre ella, especialmente en un contexto caracterizado por el eclipse de Dios, en palabras de Martin Buber (1878-1965), y por un acelerado e implacable proceso de secularización axiológica y espiritual. Grandes conceptos y nociones de herencia judeocristiana han sido barridos del imaginario colectivo, pero, con ello, también su trasfondo profundamente humanista.
Sin embargo, los pensadores contemporáneos más perspicaces vindican una ética de las virtudes en pleno siglo XXI en un plano estrictamente racional. No se olvidan de la humildad, ni del perdón, a pesar de sus raíces nítidamente espirituales. Esta relectura, en clave laica, de virtudes que, históricamente, se han nutrido de los grandes relatos religiosos constituye un acierto, un ejercicio intelectual de discernimiento.
En un contexto fuertemente dominado por las tecnociencias, es fácil sucumbir al mito de que todo es posible. El axioma formulado en positivo reza así: Todo es posible . Formulado en negativo: Nada es imposible .
Este lema está profundamente enraizado en el imaginario colectivo contemporáneo y está en las antípodas de la cultura del límite, de la frontera y de la fragilidad. Este lema no solo circula a toda velocidad por escaparates digitales y analógicos como eslogan publicitario, sino también como filosofía de vida del ciudadano común.
Se ha impuesto como una tendencia de moda que abarca campos tan dispares como la vida profesional, el deporte o la lucha por la eterna juventud. El ciudadano ha llegado a creer que para él todo es posible, que nada es imposible si se lo propone, que puede hacer realidad cualquier propósito por difícil y arduo que sea.
Sin embargo, este axioma choca frontalmente con el reconocimiento de la fragilidad, de la vulnerabilidad y de la finitud. La humildad empieza a latir, precisamente, cuando uno se percata de que no lo puede todo, de que no lo domina todo, de que no puede superar todo cuanto se proponga. Y eso tiene lugar en las crisis, ya sean personales o colectivas.
La que estamos padeciendo, tanto a nivel global como regional, es una ocasión idónea para erradicar del imaginario colectivo este axioma y realzar la virtud de la humildad. La humildad nace, pues, de una derrota, de un fracaso, de una herida.
Si uno examina, honestamente, tanto su vida como la de sus semejantes, es fácil que llegue a esta conclusión y que el axioma en cuestión se volatilice por los aires. Con el paso de los años, uno se da cuenta de que no todo es posible, de que existe lo irreversible, lo irreemplazable, el límite que no puede ser transgredido, y de que ese límite no es elástico, ni blando, ni imaginario, sino duro, persistente y real. El mito de la eterna reversibilidad se hace añicos muy a nuestro pesar.
La humildad es una virtud discreta, prácticamente olvidada en la postmodernidad. Sin embargo, tiene una profunda afinidad con los grandes vectores de nuestro tiempo, con la incertidumbre, con la debilidad de la razón, con la vulnerabilidad de las instituciones, con la falibilidad de los sistemas, con la sociedad del riesgo, con el agotamiento de los recursos, en definitiva, con la sensación de vértigo que siente el ciudadano frente al mundo que le circunda.
No tenemos el mundo que deseábamos. Esta es la pura y llana verdad. No hemos alcanzado los ideales del siglo de las luces. No hemos sido capaces de extirpar del cuerpo social la superstición, tampoco la credulidad, la ignorancia, el fanatismo o el oscurantismo. El proceso de la ilustración se ha truncado. El populismo ultranacionalista, los fanatismos políticos, sociales y religiosos, la violencia en sus múltiples acepciones, están ahí, en la vía pública. Por ello, necesitamos una ilustración más radical y extensa, una globalización de la Auf lärung .
La irracionalidad campa impunemente por las redes sociales y el emotivismo inunda el proceso de toma de decisiones. El mundo que legamos a nuestros hijos y a nuestros nietos no es, en ningún caso, el mundo que anhelábamos cuando éramos jóvenes. Algo ha fallado, algo se ha roto. Y alguna responsabilidad tenemos en ello ya sea por acción o por omisión.
Las generaciones jóvenes se quejan del mundo que les dejamos en herencia y nos señalan con el dedo acusador. Están hartas del neoliberalismo globalizado, sienten hastío de la sociedad del homo consumens y del vasallaje al dios Capital. Sufren una precariedad laboral que se dilata en el tiempo y que les impide desarrollar sus legítimos proyectos de vida. La vivienda, a pesar de ser un derecho fundamental, sigue siendo, para ellos, un lujo imposible. Se sienten víctimas de un sistema que funciona mecánicamente y que destruye sueños y utopías, un sistema que se ha convertido en una verdadera apisonadora de ilusiones.
Algunos se limitan a obedecer y practican la moral de rebaño, en palabras de Friedrich Nietzsche (1844-1900). Otros, organizados en pequeños grupúsculos alternativos de estética antisistema, sueñan con utopías ecocéntricas y transgresoras mientras resisten en los márgenes de la sociedad turbo e hipercapitalista.
Algo habremos hecho mal. En algún momento nos olvidamos de lo fundamental. Tomar conciencia de ello no es fácil, porque significa reconocer nuestra labilidad.
Este reconocimiento es, precisamente, el principio de la humildad.
Morgovejo, enero de 2021
Un buen camino para acercarse a la densidad semántica de una palabra es el método etimológico. Ahondar en la raíz de la palabra humildad es una vía para acceder al significado originario, a su contenido más primitivo.
Los conceptos, como las personas y los pueblos, tienen su historia, evolucionan, cambian, mutan y adquieren nuevos significados. En ocasiones, se borra el sedimento original o bien se interpreta de un modo completamente distinto con el paso del tiempo al que tenía al principio. La historia del concepto (Begriffsgeschichte) no es lineal, ni se puede anticipar su trayectoria, dibuja todo tipo de meandros, de curvas y de ramificaciones a lo largo del tiempo.
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