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“Esté donde esté, debe haber una manera de hablar con él”, pensó Amaranta, luego de que Amelia le explicó, de la manera más delicada posible, el evento que hizo desaparecer a Guillermo. Un evento que, por cierto, no tuvo una gota de delicadeza. Desde entonces, la niña utilizó de cuando en cuando el río para enviarle cartas a su padre. La persistencia de Amaranta era más poderosa que el olvido. Durante meses esperó una respuesta, muy a pesar de que sabía que el cauce del río no estaba del lado de su padre, de modo que a él le sería imposible enviar un recado en sentido contrario. No obstante, presa de una esperanza infundada, nunca dejó de esperar. “Si yo he encontrado mis maneras de escribirle, él tendrá que encontrar las suyas para responderme”, pensaba.
Para la madre, las cartas eran el ingenuo intento de su hija por hacerse a la idea de que el padre ya no estaba. Por ello, nunca se negó a acompañarla y permitirle lanzar al río, ingenuamente, una carta a Guillermo. Al contarle lo que le ocurrió a Guillermo, la madre esperaba que su hija pudiera, por fin, olvidarse de él. Sin embargo, la costumbre de las cartas la hizo desistir de matar una esperanza que, muy en el fondo, ella también conservaba.
Entre las cartas y los meses, la niña y su madre empezaron a notar que la velocidad del río se reducía considerablemente, a medida que, a lo lejos, se veía con más regularidad el paso lento de unos bultos a los que Amaranta no le prestaba mucha atención.
—Prométeme que nunca vendrás a este lugar sola —le solicitó Amelia a Amaranta, en cierta ocasión, cuando fueron al río.
—¿Por qué? —preguntó con ingenuidad.
—No es seguro para los niños —respondió.
—Antes lo era —afirmó la niña.
—Ahora no —dijo la madre.
—El río va más lento, mamá.
—Sí. Mucho más lento.
—Y ya no es tan grande.
—Sí —respondió Amelia, recordando con melancolía la bella e imponente imagen que tenía el río hace apenas un par de años—. Ya no es tan grande.
—¿Los ríos también mueren, mamá?
—Sí, hija. Los ríos también mueren.
—¿Y por qué mueren, mamá?
—Porque ellos también se cansan, hija.
—¿Tú crees que nuestro río está cansado?
—Parece que así fuera.
—¿Y por qué se cansa, mamá?
—Por la servidumbre que le toca asumir. Por la carga que debe llevar.
—Si algún día termina por secarse, ya no podré enviarle más cartas a papá. ¿Crees que son las cartas, mamá?, ¿será que las cartas son las que están secando el río?
—No, hija, claro que no. Es la muerte, hijita, es la muerte, y no tus cartas, las que secan el río —repuso la madre.
A lo lejos, otro bulto, con apariencia difusa, bajaba sin afán, arrastrado por las escasas fuerzas que le quedaban al río. De inmediato, Amelia, cansada de retener el llanto, lloró. Con apuro, tomó a su hija por el brazo, dieron media vuelta y regresaron a casa.
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