Al acabarse las vacaciones y ya de vuelta en casa pregunté a mi padre por este episodio. ”Los cuyes adivinan, diagnostican enfermedades, pero también saben muy bien en el Perú”, fue su parca respuesta. ¿Saben? ¿Tenían sabiduría o tenían sabor? El acertijo se me despejó en parte poco después, en unos de esos viajes de aventura que los fines de semana nos atrevíamos a hacer en familia. Algo tan sencillo como salir de Lima con el auto en dirección a los Andes y en el camino comer una pachamanca de carnero de la tierra, pero cocinado de verdad en ese horno andino bajo tierra; o saborear un picante de cuy en salsa roja con ají panca antes de llegar a Huancayo.
Precisamente esa salsa roja le puso el toque de sabor a mi primera visita a Alemania. Arribé a estas tierras germanas a los veinte años por una puerta mágica, al ser invitada a una familia alemana que ofrecía su hogar como lugar de estadía en un programa de intercambio cultural peruano-alemán. En esa oportunidad la madre de la familia anfitriona, muy emocionada, me anunció apenas me acomodé en su casa que me tenían una sorpresa para que no me entrara la nostalgia por mi tierra y pudiera hacérseme más llevadero el par de semanas que estaría lejos del Perú. ¿Cuál era la sorpresa? Me quedé sin palabras al ver a Katia, la pequeña de cinco años, hija única de la familia, aparecer por la sala con una jaula en la que había un hermoso paisano mío, un animal de mi tierra, un rey de la cocina andina, o sea, un cuy; y sobre todo más muda quedé al ver que detrás de ambos venía inquieto el melenudo gato de la casa, que incluso se acomodó sobre mis piernas ronroneando, gesto que la familia subrayó como ’buena señal’: su gato me quería. ”¡Qué lindo cuy!”, dije en alemán. ”Se ven tan lindos, pero la verdad es que a mí no me gusta mucho el cuy”, agregué. La madre en seguida, con una sonrisa muy amable, corrigió mi falso alemán, contribuyendo así al objetivo principal del programa de intercambio cultural, que consistía en mejorar mis conocimientos del idioma. Y es que sucede que el verbo ’gustar’ —que en español tiene dos acepciones: una, algo me es simpático; y la otra, algo me sabe bien (hablando de gustos culinarios)— en alemán dispone de dos palabras diferentes, ’mir gefällt...’ para simpatías, y ’mir schmeckt...’ para preferencias alimenticias. Así la señora alemana había creído que yo había dicho erróneamente en alemán ”a mí no me saben bien los cuyes”, en vez de decir ”no me gustan mucho estos animalitos”. Yo, no obstante,repetí mi expresión en alemán, subrayándola además con lo de la salsa roja. Dije que a mí no me gustaba —es decir, no me sabía culinariamente hablando— para nada el cuy en salsa verde —culpable de ello había sido un cuy chactado que comí alguna vez en Canta, en las serranías limeñas—, pero que me podía comer hasta dos cuyes en salsa roja, es decir, en un buen plato de picante de cuy. A mi acotación siguió un silencio sepulcral y hasta al gato se le pusieron los pelos de punta. La niña apartó como del fuego infernal su jaulita de mi costado. Yo traté de arreglarla, al ver las caras compungidas de los amables anfitriones, y dije que en Francia se comían ranas, en Alemania, conejos, y en Perú, pues eso, cuyes. ”Ajá”, fue todo lo que oí por comentario, salido de la boca del padre de familia que hasta entonces había seguido la escena fumando en silencio su pipa.
Dos días antes de finalizar mi estadía en la familia alemana, la pequeña Katia se puso muy mala después de cenar y parecía que la atacaban unos calambres de estómago. Yo, por dármelas de exótica, dije que tenía la solución para aquello.
—Trae tu cuy— le dije, para sorpresa de sus padres, que escucharon entre escépticos y curiosos mi petición. —En Perú los males del cuerpo se curan con cuyes. Basta frotar el animalito por la zona dolorida y, zás, el dolor se va— conté con la mayor seguridad del mundo.
La niña trajo el cuy, lo sacamos con cuidado de la jaula y yo realicé mi ritual con majestuosidad, frotando el animal por el abdomen de la niña y soltando unas rimitas en español para darle a todo más caché: ”Sana, sana, mondongo de ñaña... si no sanas hoy, muera yo mañana”. Y como por arte de magia la niña juró que ya no le dolía absolutamente nada. ¡Éxito rotundo mi ritual del cuy! Lo malo fue que al día siguiente el cuy amaneció muerto en su jaula y los amables huéspedes cambiaron la afable sonrisa, que habían mantenido todo el tiempo de mi estadía, por un par de ojos bien abiertos. La madre llevó el cuy al veterinario para saber con exactitud de qué había muerto, a lo que el médico especialista en mascotas no supo explicar bien pero que especuló como una inesperada corriente de aire frío, algo mortal para esos bichos: ”los cuyes son de los roedores domésticos más sensibles que hay...”, justificó el experto.
Aquella última noche en casa de mi familia alemana, al momento de irnos todos a dormir, oí cómo se cerraron con cerrojo las puertas de los dormitorios de mis queridos anfitriones. ¿Habrá entrado una bruja en casa?, pensaría la pequeña Katia. Y yo, hecha una tonta niña grande, me dormí preguntándole a la almohada, dudando todavía, si de verdad tal vez yo le había robado algo a algún hocico mágico de mi tierra, desde tan lejos, o mejor dicho, desde lo que pensaba que estaba tan lejos pero que había permanecido todo el tiempo tan dentro de mí: ese mágico mundo de heredadas, y hasta hoy inexpugnables, creencias ancestrales.
El filosofo alemán Arthur Schopenhauer, temprano defensor de los derechos de los animales, dedicó una de sus famosas parábolas a los puerco espines. En ella quiso mostrar cómo se practicaban las relaciones sociales entre esos animalitos espinados que, en el fondo, parecían ser el modelo a seguir en las relaciones humanas. El minucioso pensador describió cómo en un fuerte invierno los miembros de una sociedad de puerco espines se arrejuntaban con mucho afán para protegerse mutuamente de un inminente enfriamiento; sin embargo, apenas cada quien empezaba a sentir las púas del otro, comenzaban todos a separarse de nuevo un poco. Y así, repetidas veces, los puerco espines iban arrejuntándose y separándose hasta encontrar el punto medio en que el calor del vecino les calentara sin dañarse con las púas ajenas. Para Schopenhauer, esa distancia promedio para mantener saludables las relaciones entre aquellos animales tenía su paralelo en nuestra sociedad: la cortesía y los buenos modales.
De esta parábola me acordé un verano, cuando visitaba una zona protegida en las playas de Paracas, hacia la costa sur peruana. Y es que sucedió que íbamos un grupo de visitantes en un bus bordeando tan bellas costas con un inconmensurable horizonte marino y mirando el hermoso paisaje conjunto de arena, mar y sol, cuando el guía propuso hacer una pausa en un paraje dispuesto por el Ministerio de Cultura para ello, donde había además un restaurante. Nos advirtió a los visitantes que se trataba de una zona en la que no estaba permitido la entrada de bañistas al apacible mar. Al primer descuido del guía hubo un muchacho que se atrevió a desobedecer la regla y, quitándose a toda velocidad la camiseta y las chancletas, se zambulló en las orillas. Cuando salía sonriente de su fresca hazaña, saciada su descortés curiosidad en las aguas de uno de los océanos más bellos que se pueda conocer, lanzó de pronto un grito de dolor. En ese instante se vio a la altura de su pie izquierdo cómo las aguas transparentes de la playa se tornaban purpúreas. Había pisado un erizo de mar. Y entonces se acabó el paseo para todos los que íbamos en el bus de visitantes, puesto que hubo que esperar casi una hora a la llegada hasta ahí de una ambulancia, para que el iluso joven no se desangrara por la planta del pie. Y tuvimos que esperar también otra hora más a que terminaran de operarlo. Fue en el instante —cuando me asomé por la ventana de la ambulancia y vi cómo le quitaban una por una las espinas de unos cinco centímetros que un erizo marino había perdido para siempre en un pie extraño a sus aguas— que pensé que a la parábola del filósofo alemán se le podría sumar la pregunta por cuál sería la distancia apropiada para que convivieran de la mejor manera posible en este mundo animales y seres humanos: ¿el respeto por el hábitat?
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