Fiódor Dostoievski - El Idiota

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"A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla."
"El idiota" de Fiódor Dostoievski está considerada como una de las novelas más brillantes de Dostoievski y de la «Edad de Oro» de la literatura rusa. La novela se sitúa en la Rusia de mediados del siglo XIX y narra la historia del príncipe Lev Nikoláievich Myshkin (en algunas traducciones, Mishkin), el cual al igual que Dostoievski, sufre de epilepsia.

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En los últimos años, gracias a la riqueza de su esposo y al grado de éste en el servicio, acabó sintiéndose como en su casa en aquellas elevadas regiones.

En el curso de los años, las tres hijas del general —Alejandra, Adelaida y Aglaya— se habían convertido en mujeres muy atractivas. Eran, cierto, meras Epanchinas, pero por parte de su madre descendían de cuna ilustre, poseían considerables dotes, se esperaba que su padre, más pronto o más tarde, llegase a ocupar una posición muy alta y, lo que resultaba también importante, las tres tenían una notable belleza, sin exceptuar a la mayor, que ya había rebasado los veinticinco años. La segunda contaba veintitrés y Aglaya, la más joven, acababa de cumplir los veinte. Aglaya, auténtica hermosura, comenzaba a atraer la atención en sociedad. Por ende, las tres eran también muy distinguidas en materia de educación, inteligencia y talento. Todas se querían mucho y se apoyaban mutuamente. Incluso la gente hablaba de ciertos sacrificios hechos por las dos mayores en beneficio de la tercera, que era el ídolo de la familia. No les gustaba exhibirse mucho en sociedad y procedían siempre con extraordinario recato. Nadie podía reprocharles altanería o desdén, aunque todos las supiesen orgullosas y conscientes de su propia valía. La mayor de todas tocaba admirablemente, y la segunda pintaba muy bien, aunque ello no se había sabido hasta hacía pocos años. En resumen, se las elogiaba mucho. Cierto que tampoco faltaban comentarios hostiles. La gente hablaba con horror del número de libros que las tres muchachas habían leído. No mostraban prisa en casarse y no aparecían sino muy moderadamente en el círculo social al que pertenecían. Esto resultaba lo más notable de todo, siendo notorios, como lo eran, los propósitos, inclinaciones, carácter y deseos de su padre.

Serían cosa de las once cuando el príncipe pulsó el timbre de la puerta del general. Éste habitaba, en el primer piso de su casa, un departamento relativamente modesto para su posición en el mundo. Un lacayo de librea abrió la puerta y el príncipe hubo de entrar en largas explicaciones con aquel hombre, quien desde el primer momento miróles a él y su paquete con clara desconfianza. Al fin, en vista de la reiterada y concreta aserción del visitante de que era realmente el príncipe Michkin y que deseaba ver al general acerca de un asunto urgente y de importancia, el asombrado servidor le pasó a una reducida antecámara que precedía al salón contiguo al despacho, confiándose allí a otro criado cuyo deber consistía en recibir a los visitantes en la antesala y anunciarlos al general. Este segundo sirviente, que vestía de frac, era un hombre como de cuarenta años, con el aspecto inquisitivo propio de quien conoce bien la importancia de sus funciones, que en su caso, según dijimos, consistían en anunciar a los visitantes y pasarlos al despacho.

—Entre en el salón y deje aquí su paquete —dijo el lacayo, sentándose en su butaca con mesurada gravedad y examinando a la vez, con ojo sorprendido y severo, al príncipe, quien, sin abandonar su modesto equipaje, se había instalado junto a él en una silla.

—Si me lo permite —indicó Michkin— esperaré en su compañía. ¿Qué voy a hacer yo solo ahí dentro?

—Puesto que viene usted de visita, no puede quedarse en la antesala. ¿Quiere usted ver al general en persona?

—Sí; tengo un asunto que... —principió el príncipe.

—No le pregunto sobre su asunto. Mi deber es sólo el de anunciarle. Pero, como ya le he dicho, sin permiso del secretario no puedo hacerlo.

El lacayo se sentía cada vez más inclinado a la desconfianza. El aspecto del príncipe difería mucho del de los visitantes ordinarios. Si bien a ciertas horas, e incluso todos los días, el general solía recibir personas de las más diversas calidades, especialmente en materia de negocios, el criado, pese a la amplitud de sus instrucciones, experimentaba en este caso gran titubeo y por ello consideró imprescindible consultar al secretario.

—¿Viene usted en realidad del extranjero? —preguntó, involuntariamente, sintiéndose muy turbado apenas concluyó de hablar.

En rigor había estado a punto de preguntar: «¿Es usted en realidad el príncipe Michkin?»

—Sí: llego ahora mismo de la estación. Creo que quería usted preguntarme si soy verdaderamente el príncipe Michkin; pero la cortesía le ha impedido hacerlo así.

—¡Hum! —rezongó el sirviente, sorprendido.

—Le aseguro que no miento y que no incurrirá usted en responsabilidad alguna por culpa mía. Si me presento vestido de este modo y llevando este paquete, ello no debe extrañarle. Mi situación actual no es muy desahogada.

—Es que... Mire; mi deber es sólo anunciarle, y el secretario le verá, a menos que usted... Precisamente la dificultad está en que... En fin: ¿puedo preguntarle si se propone solicitar del general una ayuda pecuniaria?

—¡Oh, no! Tranquilícese; no es ése el asunto que me trae aquí.

—Dispénseme, pero yo, viendo su traje... Espere al secretario. Ahora el general está ocupado con un coronel... y luego tiene que venir el secretario de la compañía...

—Si he de esperar mucho, le ruego que me permita fumar en algún sitio Tengo pipa y tabaco...

—¡Fumar! —exclamó el lacayo mirándole con despectiva extrañeza, como si no pudiera creer a sus oídos—. ¡Fumar! No, no puede usted fumar aquí y no debía ocurrírsele ni preguntármelo. ¡Je, je! ¡Vaya una ocurrencia!

—No se trata de fumar en esta habitación. Ya me hago cargo de que eso no debe estar permitido. Sólo quería referirme a que me indicara un lugar donde poder encender una pipa, porque tengo ese vicio y hace tres horas que no he fumado. Pero, en fin, como le parezca... Ya lo dice el refrán: «Do quiera que estuvieres, haz lo que vieres...»

El lacayo no pudo contenerse y exclamó:

—¿Cómo voy a anunciar a un hombre así? En primer lugar, su sitio como visitante no es éste, sino el salón, y me expone usted a recibir reproches. ¿No pensará usted quedarse a vivir en la casa? —añadió, mirando de soslayo el paquetito, que evidentemente le preocupaba.

—No, no me lo propongo. Incluso si me invitaran no me quedaría. El único objeto de mi visita es conocer a los dueños de la casa... y nada más.

Esta respuesta pareció muy equívoca al desconfiado sirviente.

—¿Conocerlos? —dijo con sorpresa—. ¡Pero si me aseguró usted al principio que venía por un asunto!

—Quizá haya exagerado yo al hablar de un asunto. No obstante, puedo decir que me trae un asunto, en el sentido de que tengo que pedir un consejo... Pero sobre todo deseo presentarme a los Epanchin, porque la generala pertenece a la familia de los Michkin, como yo, y los dos somos los últimos descendientes de nuestra raza.

Las últimas palabras del príncipe llevaron al colmo la inquietud del lacayo.

—¿Así que es usted un pariente?

—Apenas un pariente. El parentesco existe, en realidad, pero tan lejano que se puede considerar como nulo. Desde el extranjero escribí una vez a la generala y no me contestó. Sin embargo, al volver a Rusia, he creído deber mío venir a visitarla. Entro en tantas explicaciones para disipar sus dudas, ya que le veo muy sorprendido. Anuncie al príncipe Michkin y este nombre será suficiente razón de mi visita. Se me recibirá o no: en el primer caso, bien; en el segundo tal vez mejor aún. Pero creo que no pueden dejar de recibirme, porque la generala querrá ver al último miembro actual de su familia, ya que, según me han dicho, da mucha importancia a su nacimiento.

Cuanto más se esforzaba el príncipe en hacer natural su conversación, más aquella naturalidad hacía entrar en sospechas al experto sirviente, quien, reconociendo la charla muy lógica de hombre a hombre, no podía considerarla de igual modo de visitante a lacayo. Y como los criados son mucho menos torpes de lo que sus señores imaginan, sólo dos ideas surgían en la mente del lacayo: o el visitante era un impostor que acudía a pedir dinero al general, o era sencillamente un idiota sin un ápice de dignidad, porque un príncipe en sus sentidos cabales y suficientemente digno no se habría quedado en la antesala ni contado sus intimidades a un sirviente. En cualquiera de ambos casos, el anunciar tal visita podía originarle complicaciones.

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