—Desde ahora, yo no lo consideraré nunca de tal modo —dijo Michkin—. No hace mucho le juzgaba un malvado, y sus palabras presentes me producen una gran alegría. Esto es una lección, e indica que no se puede juzgar con ligereza. Ya veo, Gabriel Ardalionovich, que usted, lejos de ser un malvado, no puede ser considerado ni aun como un hombre muy corrompido. Mi opinión es que usted es una de las personas más corrientes que existen. Si por algo se distingue, es por una gran flaqueza de carácter y por una falta absoluta de originalidad.
Gania sonrió para sí, con sarcasmo, pero no habló. Michkin comprendió que su opinión había desagradado a su interlocutor y calló también, confuso.
—¿Le ha pedido dinero mi padre? —interrogó Gania de repente.
—No.
—Se lo pedirá, pero no se lo dé. Antes mi padre era un hombre correctísimo, lo recuerdo bien. Frecuentaba la mejor sociedad. Mas ¡qué pronto empieza la decadencia de estos señores tan correctos, cuando llegan a viejos! Al primer revés de fortuna, se opera en ellos una transformación completa. Antaño, se lo aseguro, mi padre no mentía jamás; apenas si era un poco más entusiasta de lo debido. ¡Y vea en lo que ha venido a parar! La culpa es del vino, sin duda. ¿No sabe usted que tiene una querida? De modo que no es ya un mero charlatán inofensivo. No comprendo la paciencia de mamá, ¿Le ha contado ya mi padre el asedio de Kars? ¿No le ha dicho que tenía un caballo gris que hablaba? Se ve que no ha tenido tiempo todavía...
Y Gania rompió en una franca carcajada.
—¿Por qué me mira usted así? —preguntó bruscamente al príncipe.
—Porque me sorprende verle reír tan sinceramente. Tiene usted, en realidad, una alegría casi infantil. Cuando ha venido a reconciliarse conmigo y me ha dicho: «Si quiere, le besaré la mano», he pensado que un niño no habría podido portarse de otro modo... Es usted, pues, capaz de hablar y proceder todavía con la candidez de la infancia. Luego, de improviso, me habla usted de sus tenebrosos proyectos concernientes a los setenta y cinco mil rublos. Verdaderamente, todo ello me parece absurdo e increíble.
—¿Y qué quiere deducir de eso?
—Que se lanza usted atolondradamente a la empresa y que haría bien en pensarlo dos veces. Puede que Bárbara Ardalionovna tenga razón.
—¡Ah, ahora salimos con la moral! —replicó vivamente Gania—. Ya sé que soy un muchacho, y lo acredito por el simple hecho de haber entablado tal conversación con usted. Pero no me lanzo por cálculo a este tenebroso asunto, príncipe —continuó el joven, herido en su amor propio e incapaz ya de dominar sus palabras—. Si hiciese un cálculo, seguramente me engañaría, porque soy muy débil aún de mente y de carácter. Obedezco a una pasión y a un impulso que para mí son antes que todo lo demás. Usted cree que una vez en posesión de los setenta y cinco mil rublos yo me apresuraré a comprar un coche. No: entonces concluiré de usar este abrigo viejo que llevo hace tres años y renunciaré a todas mis amistades del círculo. Seguiré el ejemplo de los que han triunfado. A los diecisiete años, Ptitzin dormía al raso y vendía cortaplumas. Empezó con un kopec y ahora posee sesenta mil rublos. Pero, ¡hay que ver lo que le ha costado llegar a ello! Esos principios penosos son los que quiero evitar. Empezando ya con un capital, de aquí a quince años podrá decir la gente: «Ese es Ivolguin, el rey de los judíos». Usted opina que esto carece de originalidad, que es mera flaqueza de carácter, que no poseo talentos particulares, que soy un hombre corriente... Usted me ha hecho el honor de no considerarme un granuja y no sabe que le hubiera golpeado de buena gana en recompensa de su buena opinión. Me ha ofendido usted más cruelmente que Epanchin, que me juzga capaz de venderle mi mujer (y observe que esa conjetura por parte suya es completamente gratuita, ya que nunca se ha tratado de semejante cosa entre nosotros, ni ha procurado siquiera inducirme a ello, de modo que sólo lo cree porque él mismo es un ingenuo en el fondo). Todo esto me trae muy disgustado hace tiempo, amigo. Yo necesito dinero. Una vez rico, entérese, seré un hombre muy original. Lo que el dinero tiene de más vil y despreciable es que incluso proporciona talentos. Y los proporcionará mientras el mundo sea mundo. Usted dirá que todo esto son chiquilladas y acaso novelería. Pues, entonces, resultará doblemente divertido para mí. Haré lo que me propongo. «Rira bien qui rira le dernier.» ¿Por qué cree usted que Epanchin me ofende de ese modo? ¿Por maldad? Nada de eso. Sólo porque soy un Don Nadie en la sociedad. Pero luego... En fin, ya hemos hablado bastante: he visto asomar dos veces la nariz de Kolia, lo que quiere decir que la mesa está servida. Me voy a comer. Acudiré a hablarle con frecuencia. No se encontrará usted mal con nosotros. Desde ahora va a ser considerado como un miembro más de la familia. Pero, fíjese en esto, no se le ocurra traicionarme. Creo que usted y yo hemos de ser, o amigos, o enemigos. Dígame, príncipe: si antes le hubiese besado la mano como estaba sinceramente resuelto a hacer, ¿no cree usted que después de eso me habría convertido en su enemigo?
Michkin reflexionó un momento y luego rompió a reír.
—Sí, se habría convertido en ello, sin duda; pero no por mucho tiempo. Más adelante, le hubiera sido imposible conservar semejante sentimiento y me habría perdonado.
—¡Hola! ¡Con usted hay que ser prudente! ¿Quién sabe si no es usted ya enemigo mío? A propósito —y rió—, ya olvidaba preguntárselo... Me parece que Nastasia Filipovna le ha gustado mucho. ¿Es cierto?
—Sí, me gusta.
—¿Está usted enamorado de ella?
—No... no.
—Vaya, se pone usted encarnado y se siente inquieto... No importa, no importa... ¿Ve? Ya no me río. Hasta luego... Escuche: ¿sabe que Nastasia Filipovna es una mujer virtuosa? ¿No le parece increíble? ¿Se figura que mantiene relaciones íntimas con Totzky? ¡Nada de eso! Hace mucho tiempo que no. ¿Y ha notado también que a veces es muy poco dueña de sí, y que hoy ha perdido la serenidad en algunos momentos? Eso es indudable. Así son siempre las personas amigas de dominar a los demás. Ea, adiós...
Gania salió con mucha más animación que había entrado y ya en la plenitud de su buen humor. Michkin permaneció inmóvil y pensativo durante diez minutos.
Kolia entreabrió la puerta otra vez y asomó apenas la cabeza.
—No tengo ganas de comer, Kolia. He almorzado muy fuerte con los Epanchin.
Kolia penetró en la habitación y tendió al príncipe un pliego doblado y cerrado. Era una nota escrita por el general. En el rostro del muchacho se notaba lo ingrato que le era encargarse de semejante comisión. Una vez leído el mensaje, Michkin se levantó y cogió su sombrero.
—Es a dos pasos de aquí —dijo Kolia, confuso—. Papá está bebiendo. Cómo se ha podido arreglar para abrirse crédito en ese establecimiento, es cosa que no acierto a comprender. Querido príncipe, le ruego que no diga a mi familia que le he traído esa nota. He jurado mil veces que no aceptaría tales comisiones, pero no tengo luego el valor de negarme. Le ruego que no haga cumplidos con papá. Déle unas pocas monedas, lo que tenga suelto, y asunto terminado...
—Tengo interés en ver a su padre, Kolia. Quiero hablarle de un asunto... Vamos...
Kolia condujo a Michkin a la Litinaya. Allí, en un café con billar anexo, situado en un piso bajo, Ardalion Alejandrovich se hallaba en un reservado del rincón derecho, con el aire de un parroquiano habitual. Tenía una botella ante sí y leía un ejemplar de la «Indépendence Beige», mientras esperaba al príncipe. Viéndole entrar, dejó el periódico y se entregó a una explicación prolija y verbosa de la que Michkin no comprendió casi nada, porque el general distaba mucho de hallarse sereno.
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