Leopoldo Alas Clarín - La Regenta (Clásicos de Leopoldo Alas Clarín)

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La Regenta (Clásicos de Leopoldo Alas Clarín): краткое содержание, описание и аннотация

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"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles."
"La Regenta" es la primera novela de Leopoldo Alas «Clarín», publicada en dos tomos en 1884 y 1885. Gran parte de la crítica la ha considerado la obra cumbre de Clarín y de la novela española del siglo XIX, la segunda de la literatura española y uno de los máximos exponentes del naturalismo y del realismo progresista.

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«¡Qué distraído es ese poetilla de El Lábaro ! deben de tenerle muy preocupado los consonantes». Y en seguida se olvidaba de que había Cármenes en el mundo. Entonces ya no le quedaba al poeta más testigo de su dolor que Mesía, la única persona del mundo que entendía el sentido oculto y hondo de los versos eróticos de Cármenes. Aquellas elegías parecían charadas, y sólo podía descifrarlas don Álvaro dueño de la clave.

Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡Él, rival de Trifón! Había que dar un asalto. Ya debía de estar aquello bastante preparado. Aquello era el corazón de la Regenta.

El presidente del Casino apreciaba el progreso de la cultura por la lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino, constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado?

Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.

«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».

No había más remedio que jugar el todo por el todo.

Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.

«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».

Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.

—«¡Esta es la moral positiva!—decía el Marquesito muy serio cuando alguien le oponía cualquier argumento—. Sí, señor, esta es la moral moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño se le hace a un marido que no lo sabe ?».

Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las Universidades.

«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».

Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro! Mucho más grande que nunca. «¿Con que el escéptico redomado, el hombre frío, el dandy desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si es no es romántico!». Si en vez de la Historia de la prostitución Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don Álvaro no hacía más que imitar—y de mala manera, porque él era ante todo un hombre político—a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era este una Margarita Gauthier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.

«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».

Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:

1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y

2.º A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una pasión verdad , compatible con su afición a las formas amplias y a las turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.

—¿Quién está arriba?—preguntó a un criado, seguro de que estaría la Regenta «porque se lo daba el corazón».

—Hay dos señoras.—¿Quiénes son? El criado meditó.—Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la otra... no sé.

—Bueno, bueno—dijo Paco, volviéndose a Mesía—. Son ellas. Estos días Visita no se separa de Ana.

A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.

—Oye—dijo—llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.

—Bien; subamos. Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente él estaba tan excitado en aquel momento....

Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas.... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.

—¡Están en la cocina!—dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.

—Oye—observó Paco—¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué mas?

—Sí, ella lo dijo.—Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?

—¿Y qué hacen en la cocina?

Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía, apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la muerte; del pico caían gotas de sangre.

Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:

—¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...

«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».

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