Homero Hómēros - Homero - Odisea

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"Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;
vió muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando
de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros.
Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo,
pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas,
¡locas! de Hiperión Helios las vacas comieron,
y en tal punto acabó para ellos el día del retorno.
Diosa, hija de Zeus, también a nosotros,
cuéntanos algún pasaje de estos sucesos."
La «Odisea» de Homero es un poema épico griego compuesto por 24 cantos. El poema es, junto a la «Ilíada», uno de los primeros textos de la épica grecolatina y por tanto de la literatura occidental.

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Y le contestó discretamente Telémaco:

«Méntor, no hablemos más de esto aun a pesar de nuestra preocupación. En verdad ya no hay para él regreso alguno, que los dioses le han pensado la muerte y la negra Ker. Ahora quiero hacer otra indagación y preguntarle a Néstor, puesto que él sobresale por encima de los demás en justicia a inteli­gencia. Pues dicen que ha sido soberano de tres generaciones de hombres, y así me parece inmortal al mirarlo. Néstor, hijo de Neleo y dime la verdad , ¿cómo murió el poderoso atri­da Agamenón?, ¿dónde estaba Menelao?, ¿qué muerte le pre­paró el tramposo Egisto, puesto que mató a uno mucho mejor que él? ¿O es que no estaba en Argos de Acaya, sino que anda­ba errante, en cualquier otro sitio, y Egisto lo mató cobrando valor?»

Y le contestó a continuación el de Gerenia, el caballero Néstor:

«Hijo, te voy a decir toda la verdad. Tú mismo puedes ima­ginarte qué habría pasado si al volver de Troya el Atrida, el ru­bio Menelao, hubiera encontrado vivo a Egisto en el palacio. Con seguridad no habrían echado tierra sobre su cadáver, sino que los perros y las aves, tirado en la llanura lejos de la ciudad, lo habrían despedazado sin que lo llorara ninguna de las aqueas: ¡tan gran crimen cometió! Mientras nosotros realizába­mos en Troya innumerables pruebas, él estaba tranquilamente en el centro de Argos, criadora de caballos, y trataba de sedu­cir poco a poco a la esposa de Agamenón con sus palabras.

«Esta, al principio, se negaba al vergonzoso hecho, la divina Clitemnestra, pues poseía un noble corazón, y a su lado es­taba también el aedo, a quien el Atrida al marchar a Troya ha­bía encomendado encarecidamente que protegiera a su esposa. Pero cuando el Destino de los dioses la forzó a sucumbir se llevó al aedo a una isla desierta y lo dejó como presa y botin de las aves. Y Egisto la llevó a su casa de buen grado sin que se opusiera. Luego quemó muchos muslos sobre los sagrados al­tares de los dioses y colgó muchas ofrendas vestidos y oro­ por haber realizado la gran hazaña que jamás esperó en su ánimo llevar a cabo.

«Nosotros navegábamos juntos desde Troya, el Atrida y yo, con sentimientos comunes de amistad. Pero cuando llegamos al sagrado Sunio, el promontorio de Atenas, Febo Apolo mató al piloto de Menelao alcanzándole con sus suaves fle­chas cuando tenía entre sus manos el timón de la nave, a Frontis, hijo de Onetor, que superaba a la mayoría de los hom­bres en gobernar la nave cuando se desencadenaban las tem­pestades. Asi que se detuvo allí, aunque anhelaba el camino, para enterrar a su compañero y hacerle las honras fúnebres.

«Cuando ya de camino sobre el ponto rojo como el vino alcanzó con sus cóncavas naves la escarpada montaña de Maleas en su carrera, en ese momento el que ve a lo ancho, Zeus, concibió para él un viaje luctuoso y derramó un huracán de silbantes vientos y monstruosas bien nutridas olas semejantes a montes. Allí dividió parte de las naves e impulsó a unas hacia Creta, donde viven los Cidones en torno a la corriente del Jardano. Hay una pelada y elevada roca que se mete en el agua, en el extremo de Górtina, en el nebuloso ponto, donde Noto impulsa las grandes olas hacia el lado izquierdo del saliente, en dirección a Festos, y una pequeña piedra detiene las grandes olas. Allí llegaron las naves y los hombres consiguieron evitar la muerte a duras penas, pero las olas quebraron las naves contra los escollos. Sin embargo, a otras cinco naves de azuloscuras proas el viento y el agua las impulsaron hacia Egipto. Allí reunió éste abundantes bienes y oro, y se dirigió con sus naves en busca de gentes de lengua extraña.

«Y, entre tanto, Egisto planeó estas malvadas acciones en casa, y después de asesinar al Atrida, el pueblo le estaba sometido. Siete años reinó sóbre la dorada Micenas, pero al octavo llegó de vuelta de Atenas el divino Orestes para su mál y mató al asesino de su padre, a Egisto, al inventor de engaños, porque había asesinado a su ilustre padre. Y después de matarlo dió a los argivos un banquete fúnebre por su odiada madre y por el cobarde Egisto.

«Ese mismo día llegó Menelao, de recia voz guerrera, trayendo muchas riquezas, cuantas podían soportar sus naves en peso.

«En cuanto a ti, amigo, no andes errante mucho tiempo lejos de tu casa, dejando tus posesiones y hombres tan arrogantes en tu palacio, no sea que se lo repartan todos tus bienes y se los coman y camines un viaje baldío. Antes bien, te aconsejo y exhorto a que vayas junto a Menelao, pues él está recién llegado de otras regiones, de entre tales hombres de los que nunca soñaría poder regresar aquel a quien los huracanes lo impulsen desde el principio hacia un mar tan grande que ni las aves son capaces de recorrerlo en un año entero, puesto que es grande y terrorífico. Vamos, márchate con la nave y los compañeros, pero si quieres ir por tierra tienes a tu disposición un carro y caballos y a la disposición están mis hijos que te servirán de escolta hasta la divina Lacedemonia, donde está el rubio Menelao. Ruégale para que te diga la verdad; mentira no te dirá, es muy discreto.»

Así habló, y Helios se sumergió y sobrevino la oscuridad.

Y les dijo la diosa de ojos brillantes, Atenea:

«Anciano, has hablado como te corresponde. Pero, vamos, cortad las lenguas y mezclad el vino para que hagamos libaciones a Poseidón y a los demás inmortales y nos ocupemos de dormir, pues ya es hora. Ya ha descendido la luz a la región de las sombras y no es bueno estar sentado mucho tiempo en un banquete en honor de los dioses, sino regresar.»

Así habló la hija de Zeus y ellos prestaron atención a la que hablaba.

Y los heraldos derramaron agua sobre sus manos y los jóve­nes coronaron de vino las cráteras y lo repartieron entre todos haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Luego arrojaron las lenguas al fuego y se pusieron en pie para hacer la libación.

Cuando hubieron libado y bebido cuanto su apetito les pe­día, Atenea y Telémaco, semejante a un dios, se pusieron en camino para volver a la cóncava nave. Pero Néstor todavía los retuvo tocándolos con sus palabras:

«No permitirán Zeus y los demás dioses inmortales que vol­váis de mi casa a la rápida nave como de casa de uno que care­ce por completo de ropas, o de un indigente que no tiene man­tas ni abundantes sábanas en casa ni un dormir blando para sí y para sus huéspedes. Que en mi casa hay mantas y sábanas hermosas. No dormirá sobre los maderos de su nave el queri­do hijo de Odiseo mientras yo viva y aún me queden hijos en el palacio para hospedar a mis huéspedes, quienquiera que sea el que arribe a mi palacio.»

Y la diosa de ojos brillantes, Atenea, le dijo:

«Has hablado bien, anciano amigo. Sería conveniente que Telémaco te hiciera caso. Así, pues, él te seguirá para dormir en tu palacio, pero yo marcharé a la negra nave para animar a los compañeros y darles órdenes, pues me precio de ser el más anciano entre ellos. Y los demás nos siguen por amistad, hom­bres jóvenes todos, de la misma edad que el valiente Telémaco. Yo dormiré en la cóncava, negra nave, y al amanecer iré junto a los impetuosos caucones, dondé se me debe una deuda no de ahora ni pequeña, desde luego.

«Tú, envíalo con un carro y un hijo tuyo, pues ha llegado a tu casa como huésped. Y dale caballos, los que sean más velo­ces en la carrera y más excelentes en vigor.» .

Así hablando partió la de ojos brillantes, Atenea, tomando la forma del buitre barbado.

Y la admiración atenazó a todos los aqueos. Admiróse el anciano cuando lo vio con sus ojos y tomando la mano de Te­lémaco le dirigió su palabra y le llamó por su nombre.

«Amigo, no creo que llegues a ser débil ni cobarde si ya, tan joven, lo siguen los dioses como escolta. Pues éste no era otro de entre los que ocupan las mansiones del Olimpo que la hija de Zeus, la rapaz Tritogéneia, la que honraba también a tu noble padre entre los argivos. Soberana, séme propicia, dame fama de nobleza a mí mismo, a mis hijos y a mi venerable es­posa y a cambio yo te sacrificaré una cariancha novilla de un año, no domada, a la que jamás un hombre haya llevado bajo el yugo. Te la sacrificaré rodeando de oro sus cuernos.»

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