María José Alcaraz Meza - Los cuentos del conejo de la Luna

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Los cuentos del conejo de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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Un rey loco, una estrella triste y un niño que colecciona relojes son algunos de los personajes que aparecen en los cuentos que la Luna comparte con su conejo, para que en las noches oscuras se los lleve a las mentes atormentadas que buscan consuelo.
Todos los cuentos se entrecruzan en la vida y el viaje de Mirae, una niña que nació con sus alas quebradas y abandonó el trono de una ciudad en los cielos para ser peregrina en un mundo gobernado por dragones, luego en otros habitados por sombras, demonios y bestias, a través de portales que pudo abrir con su magia.
Sus saltos de un mundo a otro, también fueron saltos en los tiempos. Su viaje la llevó muy lejos de aquel trono en el Verdadero Norte que era suyo por pertenecer a un antiguo linaje de reinas solitarias. La oscuridad cubrió el desierto blanco que rodeaba la ciudadela, donde se aguardó por años su regreso. Les dio esperanza una profecía que anunciaba el arribo de una extranjera que empuñaría la espada con la cual se libraría la última batalla en los hielos para desterrar a la oscuridad.

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Sabía de esto la princesa Mirae nacida de aquella estrella melancólica, que desde el Norte más lejano aguardaba cumplir la edad para ser parte de esta peregrinación. No sería la primera de la Ciudadela en intentarlo, con la salvedad de que sería la primera en hacerlo, que tendría que descender del castillo colgante y cruzar medio mundo a pie. Era descabellado por donde sea que se mirara, como se lo recordaban también los ancianos del Consejo cuando se hablaba en la cena de su anhelo infantil. Pero la reina Doira estaba enferma desde hacía años y esa agonía se había visto reflejada en constelaciones pálidas, que no resplandecían con la gloria de otros tiempos. Las Boreales que eran las rutas que descendían de la Ciudadela a la tierra se apagaban en ocasiones, los vagabundos decían perder la ruta por culpa de su ausencia.

Era determinación de la princesa conseguir una cita con el Dragón Blanco para rogar por la salud de su madre, y cuando el Consejo impuso la prohibición de que abandonara el castillo, se escapó siendo guiada por una estrella tímida y corrió todo lo largo de las Boreales, cayendo en el último tramo cuando estas se desvanecieron. Rodó cuesta abajo, lastimándose gravemente el cuerpo. Se manchó las manos de su propia sangre al rozar los cortes que se había hecho. El dolor fue lo primero que conoció en la tierra, así comenzó su andar y la caridad de unos campesinos, que la creyeron herida por bandidos, la sanó. Escondió de ellos sus alas que la identificaban como una hija de las estrellas, bajo una pesada capa. Amarró su cabellera oscura en una trenza que dejó caer a su espalda y echó a andar por los caminos, confundiéndose entre los muchos peregrinos que emigraban hacia la cima del sol naciente donde brillaba el palacio del Dragón Blanco.

El chico del mar

Se cruzó en su camino un chico cuyo cabello era rojo como el fuego más furioso, pero con los ojos azules de quien ha atrapado el mar en la mirada. Conocía el lenguaje de las sirenas, pues venía de las ciudades sumergidas en los océanos gobernadas por el dragón Tierel. Se mostró al principio un poco hosco con la muchacha, la trató como una campesina más, despreció su compañía hasta que la recurrencia de sus encuentros los obligó a ser compañeros de viaje. Tardaron días de conversaciones banales en sentarse frente a un atardecer en uno de los puertos que los sinceró, la misma intensidad azul se reflejaba del cielo al mar.

—¿Cuál es tu deseo? —preguntó Kobe.

—Deseo que mi madre se sane de su angustia —contestó ella.

Y él no entendió este deseo, frunció su ceño por la incomprensión.

—¿Por qué no pides un deseo para ti? Eres quien peregrina, el Deseo debe ser para ti.

Mirae no contestó, en cambio, preguntó por el suyo.

—Deseo que el Dragón Blanco me devuelva la herencia y el lugar que me corresponde por nacimiento, que me arrebataron.

Se enteró así la princesa que viajaba con quien había sufrido la injusticia del destrono siendo tan joven, y para devolverle la sinceridad que había recibido de él, le confesó su propio pesar. Mostró sus alas rotas ocultas bajo la capa y la incomprensión del chico fue mayor.

—Podrías pedirle al Dragón Blanco que te sane a ti —opinó.

Y ella no le respondió, porque la razón de su peregrinación seguía siendo la misma desde que tenía memoria.

El chico no perdía oportunidad durante su viaje de insistirle en que usara el Deseo para ella cuando llegara el momento. Lo hacía cada vez más seguido a medida que veían más claro en el horizonte ese punto de luz que reconocían como el Palacio del Sol. En un tramo del viaje se desviaron de la ruta principal para acercarse a una de las ciudades más antiguas bajo los dominios de la dragona Lena y el chico la convenció de ir a la biblioteca que reunía los escritos que no se encontraban ni en el mar, ni en las estrellas. Después de horas en las que vagaron por los estantes a rebosar de libros, decidieron pasar la noche a la vera del camino y fue entonces cuando el chico le enseñó los libros que había robado de la biblioteca.

Uno de estos manuales era una colección de mapas de constelaciones que regaló a la muchacha, quien se encontraba molesta por su atrevimiento, y el otro era un libro de hechizos, casi olvidados, con el cual prometió devolverle la fuerza a sus alas. Pese a lo reprobable del acto, la muchacha no pudo más que conmoverse por el gesto de solidaridad y accedió a que probara la magia del libro en ella. Pero tras días de lectura del manual seguían sin obtener resultados, la desilusión de la muchacha no era nada comparada con la frustración del chico, y con esta desazón llegaron al gran arco de piedra que marcaba el inicio del ascenso al Palacio del Sol. Este camino lo hicieron con sus manos entrelazadas, así llegaron hasta el puente mismo y el día que se anunció que las Puertas serían abiertas recién se soltaron.

La batalla de los dragones

La muchacha perdió de vista a su compañero cuando la multitud se agitó y se vio arrastrada hacia las Puertas en medio de la algarabía. Se encontraba en los escalones principales cuando la figura resplandeciente del Dragón Blanco se elevó sobre la cúpula del Palacio del Sol, desde allí saludó a los peregrinos con un rugido. Abrió sus alas y una luz recorrió el puente de una punta a la otra cuando todos los deseos se alzaron a viva voz, la felicidad de los presentes explotó como fuegos artificiales en el día. Ella también lo sintió, percibió el latido de su madre en su propio pecho, como el fantasma de la tristeza se retiraba de su cuerpo y en sus oídos escuchó esa risa que provenía del lejano Norte. Su llanto emocionado se unió a los muchos llantos de los peregrinos con pies cansados, que emprendieron el descenso para festejar en las ferias que los esperaban en la ladera, donde habría música, teatro y danzas. Siguió la muchacha a la multitud hasta detenerse ante el rostro de su amigo que estaba parado en medio del puente, con sus ojos puestos en el Palacio del Sol.

Sucedió entonces la traición que la princesa recordaría de por vida, porque había sido su corazón ingenuo de niña el que recibió la herida y el primer dolor es siempre recordado con más intensidad que cualquier otro que se sobrevive después. Ante su mirada vio mutar al chico que conoció en un impresionante dragón de escamas escarlatas que parecían llamaradas vivas y se echó hacia atrás para escapar del daño del fuego. Cayó contra la dureza del suelo y alzó su rostro para ver cómo los dragones se encontraban en el cielo, en una batalla que rememoraba a la de siglos atrás. El Dragón Rojo seguía siendo más joven, pero había aprendido del libro robado de la biblioteca los hechizos que usó para debilitar a su hermano mayor, destruyó parte del palacio con su incendio y rompió el puente en dos al golpear al Dragón Blanco contra este.

Del borde resquebrajado resbaló la muchacha, que en su desesperación buscó de donde prenderse, porque era incapaz de volar con sus alas rotas y el abismo bajo sus pies era demasiado profundo, no veía el final. El Dragón Rojo hizo el amago de ir por ella al verla en peligro, pero su hermano se recuperaba de la caída y era el momento único que tenía de asesinarlo. Eligió su venganza por sobre la lealtad, decisión equivocada que lo lanzó herido de gravedad a la profundidad del abismo porque la garra de su hermano había atravesado su garganta y con su fuerza lo expulsó a una nueva prisión oscura.

Pero la princesa también cayó, cerró los ojos a su muerte inminente, a la caída infinita y se vio recogida en el aire por el mismo Dragón Blanco que la devolvió a la estabilidad del puente para que pudiera sentarse.

El dragón dio un par de vueltas sobre ella hasta descender en la forma transformada de un rey de rasgos más maduros si los comparaba con el chico del mar, y sobre su cabello rubio resplandecía una corona con rayos de sol. Iba impecablemente vestido de blanco, el oro en los hilos de su atuendo también brillaba. La admiración en los ojos de la muchacha era la misma que podía verse en la mirada del dragón Altair, que se acercó a ella para rozar las puntas de sus alas extendidas, eran de niebla y poseían su propia luz. Fue entonces que Mirae notó que sus alas estaban restauradas y antes de caer en el error de agradecérselo, el Dragón Blanco la interrumpió:

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