Su nodriza lloró mientras regresaban al puerto del reino, sabiendo que era el comienzo de la despedida. En una balsa amarrada al puerto, esperaron la Luna y el Mar a que la princesa y su nodriza fueran al castillo. Era noche cerrada, las casas estaban en silencio, el cansancio también caía sobre los locos, y había unos pocos que deliraban en la plaza principal. Y allí por donde pasaba la princesa, quedaba un rastro blanquecino. Las mentes eran serenadas, la agitación de los recuerdos encontraba su consuelo, pensamientos agradables cubrían a los tormentos personales, los locos recuperaban la cordura.
La princesa cruzó calles, escaleras y puentes, hasta llegar al castillo. Recorrió los corredores, subió las escaleras, hasta la última y más alta de todas las torres, donde su padre no dormía. Besó su mano, también su frente. Y la mirada de su padre brilló al reconocerla, murmuró vagamente su nombre. El dolor de los recuerdos se reflejó en una expresión compungida de su rostro.
—Vengo a despedirme, padre —murmuró la niña.
Su mirada se rompió por la aflicción, que lo mismo hubiera dado que lo apuñalara en el pecho con saña y malicia.
—No puedes irte tú también —sollozó.
—Las estrellas mueren en la Tierra —respondió ella—. Su lugar es el Cielo.
Él lo entendió. La resignación suavizó sus rasgos, que por primera vez en mucho tiempo se mostró sereno. Así como había amado a una estrella, que había descendido a la Tierra para casarse con él, tenía que dejar ascender a la hija de ambos. Tomó la mano de la niña y besó sus finos dedos, llorando.
Todos en el reino dirían que la última vez que vieron a la princesa, tan niña, fue aquel amanecer en que se alejó caminando hacia el puerto. La esperaban en una balsa, un pescador y la más bella reina que habrían de ver jamás. La niña tomó su lugar al lado de la reina, colocó la cabeza en su regazo y dejó que peinara su cabello con dulzura, como lo haría una madre. La balsa navegó lejos, perdiéndose en el horizonte, mientras el Sol se elevaba por encima del reino. La Luna se acercó al oído de la niña que dormitaba.
—¿Te gustaría oír un cuento?
Y la niña dijo que sí.
PRIMAVERA
Esta historia comienza con una estrella triste. Una dama que se sentaba en la ventana de su torre a llorar la angustia aprisionada en su interior. Sus alas hechas de niebla caían por su espalda como un manto y alisaba con sus manos temblorosas la falda de un vestido bordado con luces del alba. Su larga cabellera oscura cubría sus hombros, rozaba la alfombra bajo sus pies. Sobre su frente tenía una diadema que la identificaba como la princesa Doira de la Ciudadela de las Estrellas, y por quien lloraba era su padre, el orfebre que con sus propias manos había armado las coronas de las últimas tres reinas. Se celebraban los funerales en el palacio, pero los médicos de la corte le habían prohibido la despedida en consideración a su estado. Esta estrella triste se abrazaba al vientre redondeado que curvaba su vestido, donde crecía una niña bañada en su tristeza.
En algún momento de nuestras vidas todos nos rompemos, algunos más pronto que otros. El nacimiento de esta niña se dio en el atardecer y entre los sollozos de su madre, que seguía aferrada a esa melancolía enferma que la condenaba al llanto de todos los días. Sucedió que esa misma tristeza se cerró como una coraza para la niña dentro del vientre, tuvo que abrir sus diminutas y frágiles alas para romper esa seda que la envolvía y, al hacerlo, fue como si pedazos afilados lastimaran a su madre y a ella en el mismo momento. En un único grito su madre liberó todo ese dolor que le carcomía el espíritu, fue libre al fin. Pero las alas de la niña que acababa de nacer eran retazos quebradizos que la partera tuvo que cubrir con una manta.
De la más profunda melancolía de su madre había nacido, sacando fuera todo ese dolor callado que la estaba matando. El sacrificio fueron sus alas, que la hizo una criatura incapaz de volar en una ciudad que pendía de las nubes más elevadas, donde todos los habitantes vagaban con sus pies suspendidos en el aire y ascendían hasta las constelaciones con sus alas, para que estos mapas siguieran guiando a los merodeadores de la tierra. Heredó una cabellera tan oscura como su madre, que usó para esconder su defecto, ese par de alas rotas.
Los dragones de la Península
Había escuchado de los dragones de labios de los ancianos de la Corte, que extendían la leyenda de la creación del mundo, y era la misma que seguramente has conocido antes. La Península era tierra inexplorada que el Sol descubrió en un amanecer, cuando el mundo todavía era joven, y del primer beso de este sobre la tierra nació el Dragón de Luz, también conocido como el Dragón Blanco. Este sobrevoló campos, montañas y playas, y con su llamado convocó a los otros dragones dormidos. De los campos despertó uno, de las profundidades del mar respondió otro, entre los cúmulos de nubes encontró a uno más y de las montañas emergió el Dragón Rojo.
Todos se sometieron al gobierno del Dragón Blanco, que erigió su castillo en la colina donde despuntaba cada mañana su padre, el Sol. Era un palacio que resplandecía a ojos de toda la Península, y las generaciones de habitantes que la habitaron podían visitarlo una vez al año, cuando la curva de un puente caía hasta la tierra. La ciudad flotante de su hermana Iare estaba a kilómetros de distancia y en esta ciudad vivían seres que habían heredado el don del vuelo, sus alas frágiles como mariposas blancas las protegían con capas.
Debajo se extendían los dominios de su otra hermana, Lena, que había asentado su castillo de gruesos muros en medio de un peligroso bosque. Sin embargo, había aldeas de agricultores y ganaderos, y un puerto donde coincidían con los pescadores, súbditos a Tierel. Este último dragón tenía un palacio de cristal en el mar, al que solo podían llegar aquellos con branquias. El último de los dragones se escondía en las minas de las montañas y había enseñado a sus súbditos el oficio de herreros. El Dragón de Fuego era el más dotado guerrero de toda la Península y su arrogancia lo llevó a desafiar a sus hermanos mayores, a codiciar el trono de su hermano, el Dragón Blanco.
El enfrentamiento de los hermanos provocó un eclipse en el cielo, la luna bañada de sangre, que asustó a todos los habitantes de la Península. La soberbia del menor de los dragones lo hizo caer derrotado ante el Dragón Blanco y negándose a seguir sirviéndolo, fue tomado prisionero. Todos los dragones acompañaron la decisión de encerrarlo en una mazmorra, en las profundidades del océano, donde el núcleo ardiente del mundo lo mantendría vivo.
Una vez al año se abrían las puertas del Palacio del Sol para que peregrinos de todo el mundo se acercaran a pedir su deseo al más augusto de todos los reyes, al hechicero de las tierras más prósperas, el Dragón Blanco. Habían pasado siglos desde que la batalla con su hermano se convirtió en un mito que lo reafirmaba como la bestia mágica más poderosa. Desde entonces no se había sabido nada del Dragón Rojo, aprisionado en una celda de fuego en el centro mismo del mundo, en la profundidad compartida de todos los océanos.
Estas festividades del Deseo convocaban a multitudes de errantes, trotamundos y religiosos que se acercaban a la alta cumbre que debían ascender para llegar al Palacio del Sol, una caminata que podía llevarles días. En la cima de esta se encontraba el Puente Infinito, tan extenso que cruzarlo requería tres días más de peregrinación. Todos aquellos que se encontraran en el puente a la hora en que se abrían las Puertas podrían ver al Dragón Blanco y este les cumpliría el deseo ardiente en sus espíritus.
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