Giovanna Pollarolo - Matusalén

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"Convertida en una anciana a los ojos de los demás, no me quedará más remedio que verme como me ven los otros quién sabe desde cuándo. / Y yo no me había dado cuenta".
Como Matusalén, las mujeres que pueblan este libro enfrentan los miedos de la madurez, la vejez, el final de la vida: esperan.
Giovanna Pollarolo, con toques de ironía, compone un conjunto de relatos, escenas mínimas en las que sus personajes caminan sin retorno hacia el ocaso, y surgen los recuerdos sobre el amor, el desamor, el sexo, la enfermedad, la soledad, sobre la familia perfecta en apariencia —solo en apariencia—, sobre las amigas de la infancia. Surgen espejismos: la mujer que no quiso divorciarse ni tampoco volver a empezar una relación. El cambio de roles de cuidado entre hijas, madres y abuelas.
Este libro que nos interpela desde distintos ángulos, que duele, asusta, pero también deja esbozar una sonrisa, trae de regreso la narrativa de una autora que forma ya parte de las grandes exponentes de la literatura peruana contemporánea.
Giovanna Pollarolo
Nació en Tacna donde cursó sus estudios primarios y secundarios. Estudió Literatura en Pontificia Universidad Católica del Perú. Obtuvo una Maestría en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y un doctorado en la Universidad de Ottawa. Su actividad profesional se desenvuelve entre la creación literaria, el cine, la investigación y la docencia. Es autora de los poemarios Huerto de los olivos (1986); Entre mujeres solas (1991, 1995, 2000); La ceremonia del adiós (1997, 1998) y Entre mujeres solas. Poesía reunida (2013). Ha escrito diversos guiones para cine tales como la adaptación de Tinta roja de Alberto Fuguet y el guion de Ojos que no ven. Como narradora, ha publicado el libro de relatos Atado de nervios (1999); la novela Dos veces por semana (2008, 2015), y Toda la culpa la tiene Mario (2016). En el área de la investigación académica, ha publicado diversos artículos en revistas especializadas, y los libros De aventurero a letrado. El discurso de Pedro Dávalos y Lissón (2015) y Nuevas aproximaciones a viejas polémicas: cine y literatura (2019). Actualmente, es directora de la Maestría en Escritura Creativa y se desempeña como docente a tiempo completo en la Pontificia Universidad Católica del Perú.

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Ay, Matusalén.

VII

Acá, en esta zona del jardín donde antes crecieron hermosas rosas hoy envejecidas, quiere plantar una ponciana. Cuando se vuelva árbol dará flores rojas en el verano y hojas verdes en sus ramas formando una amplia sombrilla. La ponciana es un árbol de lento crecimiento; tardará entre 20 y 30 años hasta alcanzar el ramaje que usted desea, le explica el jardinero. Para cuando lo alcance, estaré muerta, piensa ella. O muerta en vida. ¿Para qué? ¿A santo de qué? No vale la pena, le dice la voz; no plantes nada.

VIII

Todo iba bien entre ellos, o relativamente bien, hasta ese día en el que ella tuvo la Epifanía; coincidentemente un 6 de enero.

Ocurrió cuando hacía la compra en el supermercado mientras consultaba en la app Vivino el puntaje asignado a un Chardonnay, el tipo de vino para maridar con la langosta en salsa de mantequilla que iba a preparar esa noche. Celebraban la fiesta de la Bajada de los Reyes cada año en homenaje a sus abuelos, los de él. «L’Epifania tutte le feste porta via». Y aunque le decía que nada significaba para él, cada 6 de enero ella preparaba una cena especial en memoria de una tradición que le era ajena. La fiesta de la Epifanía, la verdad sea dicha, no era más que un pretexto para comer y beber. Eso pensaba, hasta ese día: el de la verdadera Epifanía. Fue una iluminación súbita: de pronto le fue revelada la falta que le impedía ser feliz. ¿Cuál falta?, dijo él. ¿No es, como dices, que somos felices juntos porque cuidamos nuestra relación y la perfeccionamos basados en el respeto mutuo, la confianza, la transparencia y el diálogo? Sí, pero me falta un hijo; nos falta, se corrigió. Así de simple. Necesitaba prodigar el amor maternal a un ser humano nacido de sus entrañas. Era otro amor, distinto del que sentía hacia el perro o hacia a su arte, explicó. Distinto incluso del gran amor que es nuestro amor. Pero la maternidad no vivida me está cobrando la factura, sonrió melancólica; aunque aliviada. Eso fue lo que le contó mientras guardaba las botellas de vino en la cava. Él siempre había dudado de esas revelaciones; pero si cree que un hijo la hará sentirse completa, o sea, feliz, bienvenido hijo nuestro; vamos a por ti. Tienes razón, querida. Yo también quiero un hijo, ahora me doy cuenta. Ahora, gracias a ti, reconozco la falta.

Durante varios meses tuvieron relaciones ciertos días que ella indicaba después de medirse la temperatura y consultar complicadas estadísticas. Se quedaba horas con las piernas levantadas, dejó de beber y le pidió a él que tampoco bebiera mientras esperaban el día de la fecundación.

Tras largos exámenes y pruebas, el ginecólogo les informó: El recuento de sus espermatozoides es muy bajo y lenta la motilidad, los óvulos de la señora están envejecidos; no podrá ser madre genética. Y les recomendó optar por la tecnología asistida. No será fácil, ¿están seguros de que quieren intentarlo? Sí, estamos.

Luego de la primera fecundación in vitro, de la segunda y de la tercera, hubo una última cita: hemos fracasado. No podrán ser padres ni genéticos ni biológicos. Solo les queda un camino para lograr su anhelo de fundar una familia: la adopción. Muchos niños abandonados necesitan un hogar. Piénsenlo.

Esa noche, en la casa, él descorchó un vino que había guardado para una ocasión especial. Se sentía aliviado, todo volvería a ser como siempre. Cuando le ofreció la copa para brindar, ella dijo que no tenía ganas; tomaría un té caliente con limón acompañando la cena. Permanecieron en silencio. Después de beber más de media botella, él dijo: Si quieres adoptar, adoptaremos. Ella bostezó, se levantó del sillón y dijo que dormiría en el cuarto de huéspedes.

IX

Cuando se acercaba la Navidad, lloraba. El Día de la Madre, lloraba. A veces el Día del Padre. Se emociona, recuerda el pasado, es muy sensible. Pero cuando en la mitad del almuerzo se encerraba en el baño para llorar o cuando alistándose para acompañarlo a alguna recepción, un cocktail, una cena con esposas, se quedaba a medio vestir, no se ponía los zapatos y lloraba, él no sabía qué decir. Entonces nos miraba: ¿Ha pasado algo mientras yo no estaba? ¿alguna de ustedes se ha portado mal? Empezábamos a confesar todo lo que habíamos hecho y que creíamos que podía haberla hecho llorar. Le pedí plata para comprar un lápiz, hilo para el mantel de punto cruz, lana roja para el trabajo manual; cómo se resuelve este problema de aritmética, no sé cómo hacer la tarea de inglés, ¿dónde está mi uniforme de gimnasia? Mi camisa blanca está sucia, qué hago; mañana tengo que disfrazarme de dama romana, yo de virgen y no tenemos la ropa. Ella lloraba más, movía la cabeza como negando y se encerraba en el baño. Él se iba solo a la reunión; nosotras nos acostábamos.

X

Mi padre murió el mismo día que mi abuela, su madre; 30 años después. Ella, a las nueve de la mañana. Él, a las cinco de la tarde. A medida que pasa el tiempo, recuerdo cada vez con mayor precisión, casi minuto a minuto, esos dos 29 de abril. Y lloro más de lo que lloré frente a sus cuerpos metidos en el ataúd en el velorio, sus cuerpos en la carroza fúnebre recorriendo Arias y Aragüez hasta el cementerio, sus cuerpos ingresando al nicho para siempre.

El sonido del cemento tapiándolos es más fuerte ahora después de 20 años; después de 50.

Eso es envejecer, me dice la voz.

§

Se puede ver el mar desde donde se han instalado los cuatro jóvenes vestidos de negro. Pero no le prestan atención. Están concentrados mirando al dueño del quiosco que prepara sus pedidos: pan con chicharrón, escogió el mayor de todos. Los otros eligieron salchipapas con todas las cremas. Todos los colores, todos los sabores. Las más picantes para los valientes dice el dueño del quiosco mientras coloca los sánguches en platos descartables y agrega mayonesa, salsa tártara, kétchup, ají amarillo, ají panca, salsa inglesa, mostaza. Una pequeña radio trasmite un partido de fútbol.

§

XI

La muchacha inicia una sesión de selfies y se los toma como si alguien la estuviera dirigiendo. Levanta una pierna, se echa bocabajo dejando ver sus tetas. Bocarriba, abre sus piernas y enfoca su vagina, bajándose el breve bikini. Hace un gesto erótico con la boca, como disponiéndose a una mamada. Siempre con el teléfono en la mano, apuntando a la parte de su cuerpo que quiere mostrar. Yo, que nada sé sobre las relaciones virtuales, sigo su performance como si estuviera viendo una película porno. Y cual relámpago que ilumina la oscuridad de mi memoria, me acuerdo de la noche aquella en la que mi marido, ahora mi ex, instaló una filmadora que conectada al televisor permitía ver en la pantalla lo que habíamos hecho mientras nos amábamos. Me avergoncé tanto que no quise terminar de ver la escena. Le pedí que la borrara y que me jurara que nunca más nos grabaría. Nunca más. Dijo: Está bien, hasta mañana. Y se volteó. Nos dormimos. Nunca le pregunté a mi marido, ahora mi ex, qué hizo con esa cámara filmadora. Qué hizo con esa película. Debí hacerlo, pienso. ¿Cambiaría algo saberlo? A estas alturas, ¿cambiaría?

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