§
Ha hecho que ella se siente sobre sus piernas. La besa, le acaricia las tetas, le mete la lengua casi hasta el fondo de la garganta. El pene erecto, erectísimo entre sus muslos pugnando por entrar. Él jadea. Ella aspira e inspira como acompañándolo, hasta que de un salto se deshace del abrazo. Pero no se aleja huyendo, apenas se separa medio metro para quedar frente a frente. Él disimula el desconcierto. ¿Por qué justo cuando la estábamos pasando tan bien? Porque quiero que contemples mi belleza, parece decir ella, ahí frente a él, mostrándole la esbeltez de su cuerpo y de su juventud mientras recoge y acomoda su largo y lacio y rubio pelo, mientras sus labios dicen: «Te amo» sin sonido; mientras mueve sus caderas discretamente como si bailara un suave son o la danza de los siete velos; mientras sus ojos sonríen maliciosos. Se sabe admirada y deseada; los ojos de él, las manos de él quieren alcanzarla: ven aquí. Nada en este mundo me importa más que tú. Nada. Y ella: la Elegida, la Deseada.
Y de pronto una llamada y las manos y los ojos y el pene erecto vuelven a su lugar. Olvidado él de ella, de su hermosura y de su deseo. ¿En serio? ¿Nos seleccionaron? ¿Y nos van a pagar? ¿Pasaje, viáticos, honorarios? Puta, ¿a mí y al productor? ¿Y cuándo partimos?
Ella, lejos de la mirada de él se va volviendo cada vez más chiquita. Y piensa en el fin del mundo, en la muerte irremediable, en la vejez, en la casa de Matusalén.
Una familia de gallinazos se ha instalado en mi jardín. Son cuatro: mamá, papá y dos jóvenes hijos. Aprovechan la soledad de mi casa para pastar como si fueran vacas, para tomar el agua cada vez más verde de la piscina abandonada y para practicar, los aún polluelos, el arte de volar. Son torpes, feos, pesados, dan mal aspecto. Aves de mal agüero, me dice el jardinero; se irán pronto, cuando acaben de criar. Ojalá, le digo. Ojalá que los hijos aprendan de una vez por todas a volar y se vayan a buscar otros techos, otros jardines. Son aves ecológicas, me dice una amiga medioambientalista. Tienes suerte, limpian lo sucio. Se alimentan de tu basura.
¿Me sugiere otro o le parece bien el color que tengo? Es un poco más oscuro, en realidad, pero ya sabe, con el sol, el agua de mar, el champú y el paso de los días se va poniendo amarillo.
Ya no sé qué más decir porque el elegante y sofisticado italiano no me escucha. Concentrado en mi pelo, lo toca, lo estira, lo huele, mira mi imagen en el espejo. Me miro mirándolo. Me siento como si estuviera en el diván delante de un silencioso psicoanalista. Hasta que por fin habla con voz del que se sabe sabio.
Signora mia, vea, le voy a hacer un regalo que nunca va a terminar de agradecerme. Io perdero soldi perche non dovrai tornare indietro se mi ascolti: no oculte sus canas; muéstrelas, exhíbalas con orgullo. Le brillará la cara. Lo miro incierta. Dígame usted ¿qué prefiere? ¿ser una joven anciana o una vieja que pretende parecer joven? Y entonces me acuerdo del comercial de Polystel en el que una niña disfrazada de anciana con sombrerito, lentes de leer y el pelo canoso miraba sonriente a la cámara y decía: «Polystel, de Universal Textil, se mantiene joven, aunque pasen los años». Las señales de la vejez no importaban porque su rostro y su cuerpo correspondían al de una niña de verdad. Si eres mayor, aunque te pintes las canas, aunque te operes de la presbicia, aunque tu cara no ostente una sola arruga tras innumerables visitas al cirujano, aunque etcétera, no hay Polystel que aguante. ¿Comprende, cara signora mia, lo que quiero decir? Como una niña respondiendo a un adulto, muevo la cabeza afirmativamente: Sí, susurro. ¡¡¡Bravo, mi ha capito!!! ¡¡¡Benvenutti cappelli bianchi!!! ¡¡¡¡Vaya a su casa y espéralas!!!!
La otra voz, casi inaudible: Busca otro peluquero, ocúltalas, disimula. No sabes cuánto falta. Nadie sabe.
«Juego esta final y cuelgo los chimpunes», le promete el futbolista a su mujer; el alpinista: «Esta será la última vez que intento llegar a la cima del Himalaya».
No quiere el futbolista un final como el de su capitán, quien aseguraba que entrenando diariamente, exigiéndole a su cuerpo como si tuviera 20 años, seguiría haciendo goles y nunca perdería su puesto en la selección nacional. Hasta que un día perdió un gol hecho; en otro partido se cansó más que los demás; y él, antes siempre aplaudido, recibía un insulto tras otro. Empezaron a llamarlo viejo.
El alpinista no quiere que le ocurra lo que a su colega cuando se sintió desfallecer y lo tuvieron que rescatar de la altura que había alcanzado antes de llegar a la cima. O lo que a su viejo compatriota, a quien los guías sherpas encontraron muerto cuando intentaba ascender a los 8 481 metros de Makalu sin oxígeno adicional.
Un día yo también dije: Esta es la última vez que visito Machu Picchu. Lo dije porque me agobió la demasiada gente, el demasiado sol, las demasiadas fotos.
Más tarde o más temprano diré con total certeza:
Esta es la última vez que vengo a tu Santuario, este pobre cuerpo ya no da más.
Esta es la última clase que dicto, el último examen que corrijo, la última nota que pongo.
Esta es la última vez que manejo, que subo a un avión, que tomo una copa de vino.
Pero no estoy segura si podré decir: Esta es la última vez que mi pulso se acelera y mi corazón late. Que me ruborizo, que me humedezco; que me siento deseada, que deseo. Quizá ya ocurrió y no lo sé; ni lo sabré.
Aparecieron de la nada, instalados en la puerta de ingreso de un edificio de oficinas, una clínica, una sala de espera. En cuanto me ven, colocan su dedo en el casillero de «Atención preferente» de la pequeña máquina que les entrega un ticket. Los llaman anfitriones y son hombres o mujeres muy jóvenes; llevan uniforme: pantalón o falda, saco y eventualmente corbata. Zapatos muy bien lustrados. Ellas, tacones altos. También en el aeropuerto, antes de abordar el avión, la joven que estaba delante de mí y supongo que queriendo ser amable me dijo: «Seño, usted puede estar en la cola del adulto mayor; vaya, avanza más rápido». Y en la boletería del cine hay una ventanilla especial frente a la cual esperan los mayores de 60. Y tienen descuento.
¿Es que hasta hace unos meses no me había percatado de la existencia de esos privilegios porque parecía una adulta menor? ¿Será que en estos meses cambió tan radicalmente mi aspecto que ningún anfitrión o anfitriona, vigilante o pasajera, muestran la más mínima duda antes de ubicarme allá, con los preferenciales? Me digo: Se trata de una legislación reciente en un país que imitando al primer mundo ha empezado a prestar atención a los adultos mayores, a los discapacitados, a las víctimas de feminicidios, a las mujeres abusadas, a los discriminados, a las embarazadas y a los desesperados; ha instalado ascensores, asientos, ramblas, líneas telefónicas directas, albergues, descuentos en los cines y anfitrionas a diestra y siniestra.
Convertida en una anciana a los ojos de los demás, no me quedará más remedio que verme como me ven los otros quién sabe desde cuándo.
Y yo no me había dado cuenta.
Se tomaron muchas fotos durante el almuerzo de celebración de las Bodas de Oro. La organización estuvo a cargo de un comité conformado por cuatro integrantes de la promoción que trabajó arduamente con el fin de reunir fondos y planificar las actividades a realizarse durante los tres días centrales. Al principio, las fotos eran grupales: todas brindando, bailando, cantando, comiendo picante a la tacneña sentadas en la larga mesa. Una promoción muy unida, como quería nuestra querida y recordada Madre Giuseppina QEPD. Murió apenas un año atrás; podría haber estado acá con nosotras. Qué pena, sí, qué pena, mienten algunas, aliviadas. A medida que avanzaba la tarde, empezaron a formarse grupos más pequeños entre las que fueron íntimas, dejaron de verse porque estuvieron dedicadas a los maridos, a los hijos, se reencontraron 50 años después y a los diez minutos eran íntimas otra vez, como si el tiempo no hubiera pasado. No ha pasado, reían. Los 60 de hoy son los 50 de antes. ¿Los 50? Yo me siento de 20, dijo la que siempre era sancionada por su mala conducta y pasaba más tiempo castigada en la Dirección que en clase. Estamos regias, igualitas, bellas, escribieron días después en sus muros de Facebook las que habían aprendido a usar computadoras y publicaron todas las fotos tomadas durante el memorable almuerzo. Se mandaban bendiciones y agradecían a Dios y a la Virgen por la amistad que las unía y por el maravilloso pasado compartido. La que se sentía de 20 se ofreció a liderar el comité a cargo de las celebraciones de las Bodas de Diamante. Pidió voluntarias y las conminó a empezar a trabajar de inmediato. El tiempo pasa demasiado rápido, escribió. Nuestras Bodas de Diamante están a la vuelta de la esquina.
Читать дальше