Carlos de Ayala Martínez - Las Cruzadas

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Las cruzadas fueron y son en la actualidad un motivo de reflexión para historiadores y políticos del panorama mundial, y en este libro se analizan con detenimiento todas las cruzadas realizadas desde Europa incluidas las peninsulares y destacar que desde hace más de treinta años no se había publicado un texto de un autor español sobre este apasionante tema.

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Naturalmente el hecho de que el panorama fuera, en líneas generales, favorable a las peregrinaciones no quiere decir que fuera fácil llevarlas a cabo. Los costes, incomodidades y peligros eran evidentes, y por ello muchos peregrinos optaron por sumarse a las comitivas, a veces auténticas expediciones fuertemente armadas, de los poderosos. En el siglo XI, concretamente antes de la dominación selyúcida, se produjeron dos de características muy llamativas: la que en 1026-1027, encabezada por un abad francés, reunió a unos setecientos peregrinos protegidos por caballeros normandos, y, sobre todo, la que en 1064 organizó el obispo alemán Gunther de Bamberg quien condujo probablemente a más de 7.000 peregrinos hasta Jerusalén atravesando Asia Menor.

Esta tendencia a organizar y proteger militarmente el peregrinaje, aunque desde luego no excluyó las “formas tradicionales” de los pacíficos e indefensos penitentes, debió consolidarse con la instalación de los turcos en el Próximo Oriente. La razón no es su mayor intransigencia o falta de receptividad, sino sencillamente el desbarajuste militar y la tensión política que acompañó aquella instalación de selyúcidas y turcos en general. Está claro que los caminos terrestres que desde Constantinopla atravesaban Asia Menor hasta Palestina quedaron inhabilitados, pero no por ello se detuvo el flujo de peregrinos por vía marítima. Ya fuera desde Constantinopla, en especial los provenientes de Escandinavia, Alemania y Centroeuropa, o desde Venecia o los puertos meridionales de Italia, los de origen occidental, lo cierto es que las visitas no cesaron pese al complejo e inestable panorama político. Ni siquiera lo hicieron en los años inmediatamente anteriores a la predicación de la primera cruzada. Condes como Conrado de Luxemburgo o Roberto de Flandes, y obispos como los de Verdún, Toul, Autún, Le Puy –el futuro líder cruzado Ademar de Monteil– o el sueco Roeskild viajaron a Tierra Santa en los años ochenta del siglo XI, y al final de esa década, el 1 de julio de 1089 concretamente, el papa de la cruzada, Urbano II, disuadía a los condes, obispos, nobles y simples clérigos y laicos de la provincia tarraconense de que peregrinaran a Jerusalén ya fuera por devoción o por penitencia, exhortándoles, en cambio, a invertir los costes correspondientes en la restauración de la iglesia de Tarragona, y es que tampoco era infrecuente la presencia de españoles en los lugares santos de Palestina.

Por supuesto que este flujo viajero exigía el funcionamiento de instituciones hospitalarias capaces de albergar y atender a los peregrinos, en especial a aquellos cuya capacidad económica resultaba insuficiente para llevar a buen término su esforzado compromiso religioso. Este tipo de instituciones se documentan a lo largo de todas las rutas posibles; pensemos, por ejemplo, en el albergue del monasterio austriaco de Melk o en el de Sansón de Constantinopla. Pero naturalmente existían también en los distintos lugares de destino, siendo el hospital de San Juan, germen de la futura orden militar de San Juan de Jerusalén, el más conocido de todos. Ya sabemos que fueron unos comerciantes italianos provenientes de Amalfi los que lo levantaron frente a la iglesia del Santo Sepulcro, agregándolo a un complejo monástico previo compuesto de dos conventos, masculino y femenino, que precisamente en vísperas de la primera cruzada resultaba ya insuficiente para albergar a los numerosos peregrinos que seguían acudiendo a Jerusalén.

CONTACTOS COMERCIALES

El peregrinaje, desde luego, no es ajeno a las actividades comerciales que Occidente mantenía con la realidad próximo-oriental. Acabamos de citar el caso de los mercaderes amalfitanos que quisieron complementar sus beneficios comerciales con la inversión espiritual que supuso el hospital de peregrinos. Por eso, porque no se trataba de dos actividades ajenas entre sí, es por lo que, siguiendo a Cahen, no es posible creer que hubiera importantes relaciones directas entre el Occidente latino y el Oriente musulmán antes de finalizar el siglo X. De hecho, buena parte de las circunstancias que favorecieron el peregrinaje a partir de entonces, dinamizaron también el ritmo propio de las actividades comerciales.

Estas actividades básicamente recayeron en las iniciativas de algunas importantes ciudades italianas. El citado caso de Amalfi es un típico ejemplo de rentabilidad comercial derivada de vínculos políticos. Amalfi, al sur de Nápoles, se mantuvo bajo control bizantino hasta 1073 y ello propició su presencia en el ámbito de influencia del imperio, pero no solo en él: antes de finalizar el siglo X Amalfi, considerada por los comerciantes de Bagdad como la ciudad más importante de Italia, contaba –ya hemos aludido a ello– con una colonia permanente en El Cairo, capital del califato fatimí de Egipto, que estaba integrada por unas trescientas personas. La ocupación del sur de Italia, y por tanto de Amalfi, por los normandos de Roberto Guiscardo cercenó las posibilidades de sus comerciantes, y en cierto modo su hegemonía quedó transferida a Venecia, otra ciudad vinculada políticamente a Bizancio y cuya especial ubicación estratégica la había convertido ya en el siglo IX en un punto esencial en las relaciones comerciales del Mediterráneo: eso es lo que permitió hacia 828 que dos comerciantes venecianos, haciendo posible el cumplimiento de una vieja profecía, transportaran a su ciudad desde el puerto egipcio de Alejandría las reliquias de san Marcos. Ahora, 250 años después, cuando los normandos quisieron dar el salto de Italia a los Balcanes, el gobierno bizantino de Alejo I Comneno decidió sacrificar la estructura comercial de su propio imperio concediendo a los venecianos el impresionante privilegio de 1082 que los convertía en beneficiarios de un auténtico monopolio mercantil y que, sin duda, condicionará el futuro protagonismo de la república adriática en el desarrollo de las cruzadas.

Otras ciudades italianas como Génova y Pisa también comenzaron a destacar, pero lo hicieron solo a partir del siglo XI y como consecuencia de sus victoriosas intervenciones militares contra la piratería musulmana. Genoveses y pisanos contribuyeron decisivamente a “reconquistar” Córcega y Cerdeña de manos musulmanas ya en 1015-1016, y años después sus naves tomaban parte en la acción sobre Mahdia, en tierras de la actual Tunicia, que en 1087 había bendecido el papa Víctor III. Desde luego, antes de la primera cruzada Génova ya poseía colonias permanentes en Constantinopla, Antioquía y Jerusalén.

Cabe decir, a modo de conclusión, que la implicación de las ciudades italianas en el Meditarráneo oriental con anterioridad a la primera cruzada fue tal que, como afirma J.R.S. Phillips, las hazañas de los caballeros occidentales en Tierra Santa no debieron ser interpretadas por los comerciantes italianos “como una bendición absoluta”.

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

Una visión sintética y muy clarificadora de la realidad islámica la encontramos en la didáctica obra general de Eduardo Manzano Moreno, Historia de las sociedades musulmanas en la Edad Media (Madrid, 1992). Para el Egipto fatimí, contamos con un análisis más detallado en el capítulo sobre el Egipto musulmán que T. Bianquis nos ofrece la Historia General de África, III. África entre los siglos VII y XI, dirigido por M. El Fasi e I. Hrbek (Madrid, 1992, pp. 200-213). Una visión general sobre la evolución del islam, bastante original en sus planteamientos, es la de M.A. Shaman, Historia del Islam, 2 (750-1055 d.J.C), Barcelona, 1980. Resulta igualmente útil la panorámica de M. Brett, “The Near East on the Eve of the Crusades”, en L. García-Guijarro (ed.), La Primera Cruzada, novecientos años después: el Concilio de Clermont y los orígenes del movimiento cruzado, Madrid, 1997, pp. 119-136. Buenos instrumentos son los diccionarios históricos que recogen muy diversos artículos sobre la realidad del islam; es el caso del de Dominique y Janine Sourdel, Dictionnaire historique de l’islam (París, 1996); una versión bastante más modesta pero muy útil de este tipo de herramienta es el Vocabulario de historia árabe e islámica de Felipe Maíllo Salgado (Madrid, 1996).

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