Carlos de Ayala Martínez - Las Cruzadas
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¿Qué había detrás de este acercamiento tan evidente de posiciones entre el papa y el emperador? La cuestión no resulta difícil de responder. Urbano II, aunque abandonando los agresivos planteamientos de Gregorio VII, no fue menos firme que éste en la defensa de los postulados reformistas de la Iglesia. Aunque volvamos sobre el tema en el próximo capítulo, baste indicar ahora que el reformismo, abordado con tesón a lo largo de todo el rosario de concilios provinciales que jalonan el pontificado de Urbano II, hacía de la afirmación de la autoridad del primado apostólico la clave de su programa. Esa autoridad se extendía al conjunto de la cristiandad, por lo que la eliminación de los obstáculos que llevaba consigo el cisma y la consecución de la unidad de las iglesias se presentaban como tareas prioritarias. Pero la vuelta a la unidad –ya hemos tenido oportunidad de indicarlo– no era posible sin un acercamiento real a las autoridades bizantinas, cuyas tendencias cesaropapistas mantenían a la Iglesia del imperio en un marco de dependencia relativamente estrecho. La actitud del papa era en este sentido clara y coherente.
¿Y la de el emperador? ¿Qué perseguía Alejo con este acercamiento a Occidente a través del papa? Es obvio que no los mismos fines que éste. Al emperador no le interesaba una unión que alejara a la iglesia bizantina de su control. Lo que Alejo I buscaba era el apoyo de Occidente y de su líder espiritual, el papa, para afrontar con éxito la definitiva recuperación del imperio y la proyectada reintegración de las provincias orientales. El emperador interpretaba esa ayuda en forma de mercenarios o incluso de combatientes voluntarios que, en cualquier caso, habrían de estar convenientemente sujetos a su autoridad, y el papa, la persona moralmente más influyente de Occidente era quien, a través de sus predicaciones e iniciativas, podría proporcionárselos.
Alejo I apreciaba mucho a los guerreros occidentales. Desde hacía tiempo ya combatían en las filas del ejército bizantino especializados cuerpos de soldados normandos de origen escandinavo –la guardia varega– y también mercenarios anglosajones huidos de Inglaterra a raíz de la invasión normanda de 1066. Concretamente Alejo también disponía a su servicio de 500 caballeros flamencos dirigidos por su amigo el conde Roberto el Frisón, al que había conocido cuando éste regresaba de una peregrinación a Tierra Santa; de hecho, los efectivos flamencos habían participado a favor del emperador en las difíciles circunstancias de 1091 cuando Bizancio luchaba por su supervivencia frente a pechenegos y turcos. Y es que ciertamente al emperador le agradaba el apoyo de unos soldados militarmente eficaces y cuya lejanía respecto a las tierras y pueblos en que se desarrollaban sus operaciones los situaba al margen de las habituales tentaciones de deslealtad o deserción.
Por eso, y porque Alejo I necesitaba del apoyo de soldados occidentales para reorganizar y reforzar su ejército con vistas a una previsible reconquista de Anatolia, en Piacenza los embajadores bizantinos no dudaron en presentar un panorama sombrío de la situación, más sombrío de lo que realmente se correspondía con las circunstancias del momento, haciendo hincapié en los aspectos que más podían tocar la fibra sensible del papa y de su Iglesia: la resistencia del imperio no tardaría en ceder ante el empuje de los turcos y con su desaparición la opresión que ya sufrían las comunidades cristianas bajo el yugo de los infieles, se tornaría sencillamente insoportable.
No hace falta decir que la proclama de los embajadores bizantinos era exagerada. Por un lado, en 1095 la situación del imperio distaba de ser agobiante: todo lo contrario, el gobierno de Constantinopla planeaba tomar la iniciativa contra los turcos. Por otro lado, y aunque es cierto que tras la conquista de Jerusalén y la incorporación de la región palestina a los turcos en torno a 1076 la situación de los cristianos –o al menos de algunos de ellos– pudo empeorar, en vísperas de las cruzadas esa situación no era peor que quince años antes y, desde luego, no tan trágica como para justificar un llamamiento a la solidaridad así de dramático. Es evidente, que las reglas de una llamativa propaganda se impusieron, y también lo es que dicha propaganda, que tanto influyó en el papa y su entorno episcopal, acabó revolviéndose contra el emperador: éste esperaba de Occidente un buen número de disciplinados mercenarios, y se acabó encontrando con una masiva e incontralable presencia de cruzados.
HETEROGÉNEA REALIDAD DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS DE ORIENTE
Cuando en el concilio de Piacenza de 1095 se hablaba de cristianos oprimidos por el turco, ¿de qué cristianos se estaba realmente hablando? Claude Cahen distingue oportunamente entre tres categorías de cristianos: los que habitaban Asia Menor y ahora se hallaban bajo control de los turcos, los de los antiguos países musulmanes gobernados en este momento o bien por los propios turcos o por los fatimíes, y los peregrinos occidentales que arribaban a Tierra Santa. Las dos primeras categorías se corresponden con las comunidades cristianas orientales que, ante todo, presentan una extraordinaria diversidad doctrinal, al tiempo que situaciones sensiblemente distintas respecto a las autoridades islámicas. Detengámonos, aunque sea brevemente, en esta heterogénea realidad del cristianismo oriental.
Cuando los árabes invadieron las provincias orientales de Bizancio en el siglo VII, el imperio era ya un complejo mosaico de diversas Iglesias cristianas fruto de los conflictos doctrinales de carácter cristológico que se habían producido desde el siglo V. Ese mosaico, que, en líneas generales, se mantuvo intacto hasta el primer siglo de las cruzadas, lo componían principalmente seis Iglesias. La primera y más importante era la Iglesia imperial o melquita, también llamada ortodoxa o calcedoniana por haber aceptado en su integridad las proposiciones dogmáticas del trascendente concilio de Calcedonia de 451. Era la Iglesia gobernada por el patriarca de Constantinopla en sintonía con el gobierno imperial, y mayoritaria tanto en tierras balcánicas como en buena parte de Asia Menor, pero también con importantísimas comunidades dependientes de los patriarcados siriopalestinos de Antioquía y Jerusalén y del egipcio de Alejandría.
La segunda de las Iglesias que vamos a destacar es la Iglesia armenia. Los armenios constituyen un viejo pueblo muy tempranamente cristianizado que se extendía de modo difuso por un amplio territorio situado al noreste de Asia Menor, zona fronteriza cercana al Caúcaso y al lago Van y que presenció, por tanto, la desastrosa derrota bizantina de Manzikert. La Iglesia armenia, desarrollada doctrinalmente al margen del concilio de Calcedonia, no tardaría en asumir el monofisismo: una sola naturaleza divina en la persona de Cristo. Lo haría en 491, además de como explicación cristológica de su esencia religiosa, como expresión de especificidad “nacional” frente a la ortoxia melkita y las presiones centralizadoras del gobierno bizantino. Por lo demás, cuando los selyúcidas hicieron su aparición en tierras armenias poco antes de Manzikert, muchos de sus habitantes decidieron trasladarse a Cilicia y allí, parapetados por el Taurus, acabarían creando el reino cristiano de la Pequeña Armenia, poniéndolo al margen tanto de la soberanía turca como bizantina. A él habremos de referirnos más adelante, pues jugará un interesante papel en el período propiamente cruzado.
La tercera de las Iglesias es también precaldedonense, es decir, separada de la comunión de la “gran Iglesia” con anterioridad a la celebración del concilio de Calcedonia. Es la llamada Iglesia sirio-oriental, asiria, caldea o nestoriana, que por todos esos nombres se la conoce. Agrupaba a la inmensa mayoría de los cristianos que habitaban en el antiguo imperio persa, es decir, en los territorios islámicos de Iraq e Irán, y tenía su centro en la mesopotámica sede patriarcal de Seleucia-Ctesifonte, junto a Bagdad. Toda esta amplia zona había recibido la evangelización del primitivo núcleo cristiano de Edesa, aquél que, a su vez, una viejísima tradición asociaba a la presencia de Tadeo, el discípulo de Jesús, cuyo nombre traducido al siríaco es Addai. La doctrina oficialmente defendida por la Iglesia asiria desde el siglo V era la nestoriana, la cual, siendo muy cercana a la ortodoxa, apostaba por una radical separación de naturalezas en Cristo y rechazaba el título de Madre de Dios para la Virgen.
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