Carlos de Ayala Martínez - Las Cruzadas

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Las cruzadas fueron y son en la actualidad un motivo de reflexión para historiadores y políticos del panorama mundial, y en este libro se analizan con detenimiento todas las cruzadas realizadas desde Europa incluidas las peninsulares y destacar que desde hace más de treinta años no se había publicado un texto de un autor español sobre este apasionante tema.

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La cuarta es la Iglesia sirio-occidental o jacobita. Vinculada también a la vieja tradición cristiana de Antioquía-Edesa, se extendía por casi toda la región de la antigua Siria y de Palestina, siendo sus referencias de irradiación doctrinal, además de Antioquía y Edesa, la ciudad mesopotámica de Takrit. El monofisismo es su seña de identidad, y el nombre de jacobita proviene del obispo de Edesa, Jacobo el Pordiosero –Baradai en siríaco–, quien, a mediados del siglo VI, reorganizó e impulsó extraordinariamente el credo monofisita en toda la región sirio-palestina.

Dentro de la compleja realidad asiática del Próximo Oriente nos queda por mencionar una Iglesia relativamente pequeña respecto a las anteriores y circunscrita al área libanesa. Nos referimos a la Iglesia maronita. Sus oscuros orígenes se remontan a la existencia de un centro religioso de especial pujanza evangelizadora, el monasterio erigido en memoria de san Marón, un popular eremita muerto a comienzos del siglo V. El monasterio se hallaba situado junto al Orontes, cerca de la Apamea siria, y tradicionalmente se asocia con una inquebrantable adhesión a los postulados cristológicos definidos en el concilio de Calcedonia. La indiscutible ortodoxia de los seguidores de los monjes de San Marón se vio empañada por su no menor lealtad al emperador Heraclio, quien en la última fase de su reinado –década de 630– impulsó e intentó imponer una doctrina cristológica conciliadora entre las facciones en pugna, el monotelismo –las dos naturalezas de Cristo estarían gobernadas por una única voluntad–, que muy pronto sería condenada por Roma. Los maronitas quedaron de este modo vinculados a esa corriente heterodoxa, cuando lo que realmente defendían era la figura de su emperador. La inmediata ocupación del territorio sirio por parte de los árabes les obligó a replegarse hacia el sur sobre la zona montañosa del Líbano, donde han permanecido hasta nuestros días haciendo gala de posiciones doctrinales siempre identificables o al menos muy cercanas a los postulados de la Iglesia romana.

Nos encontramos finalmente con la Iglesia copta. Se trata de la “Iglesia nacional egipcia”. La propia palabra “copto” es una arabización de la palabra aigyptios. A raíz de Calcedonia se formalizó su adscripción al monofisismo. De su extraordinaria centralización, apoyada en una compleja y extensísima red monástica, nos habla su único obispado-patriarcado, el de Alejandría, que muy significativamente fue trasladado a la ciudad de El Cairo a mediados del siglo XI.

¿Cuál era la situación de este complejo y heterogéneo colectivo de cristianos en vísperas de las cruzadas? ¿Sufrían realmente la opresión de que hablaban los representantes del emperador Alejo I en el concilio de Piacenza de 1095 y que sirvió, en buena medida, de factor justificativo para la intervención de los cruzados? Desde luego, antes de la dominación turca, es decir, con anterioridad a mediados del siglo XI, por regla general las relaciones de las autoridades islámicas con las comunidades cristianas fueron pacíficas y tolerantes, en línea con lo que en el siglo IX el patriarca Teodosio de Jerusalén comunicaba a Ignacio, titular del de Constantinopla: las autoridades musulmanas “son justas y no nos hacen ningún daño ni nos muestran ninguna violencia”. De hecho, los episodios en que ese espíritu de respeto se interrumpe fueron puntuales y normalmente obedecían a causas graves que los dirigentes islámicos identificaban con traiciones manifiestas. A mediados del siglo X, por ejemplo, uno de los sucesores del mencionado Teodosio de Jerusalén, el patriarca Juan, fue detenido y cruelmente linchado por la población musulmana: era la respuesta a la invitación que el eclesiástico había realizado para que el emperador Nicéforo Focas no tardara en liberar Palestina de la dominación islámica. Hubo también violencias totalmente injustificadas, como lo fueron las derivadas del desequilibrado califa fatimí al-Hâkim, quien, antes de destruir el Santo Sepulcro, confiscó todos los bienes de los monasterios egipcios, hizo desaparecer en ellos las cruces o cualquier otro signo distintivo cristiano, prohibió el comercio del vino, impidiendo las celebraciones eucarísticas, y lo que es peor, obligó a todos los cristianos a llevar un humillante y pesado elemento identificativo: una cruz de cinco libras de peso colgada del cuello. Pero la locura de al-Hâkim acabó cuando lo hizo su gobierno, y el Egipto fatimí restauró sus tradicionalmente buenas relaciones con la Iglesia copta que, en general cercana al poder, a mediados del siglo XI decidió trasladar, como ya sabemos, su sede patriarcal de Alejandría a El Cairo, la capital política del califato.

¿En qué medida cambió la situación cuando los turcos se hicieron con el control del califato abbasí? En general puede decirse que la situación no varió sustancialmente. Es cierto que el momento mismo en que se produjeron las oleadas de penetración turca no fue fácil en general para los cristianos, como tampoco lo fue para los musulmanes, pero la pronta estabilización del nuevo régimen, profundamente respetuoso con la tradición sunní y por tanto también con sus manifestaciones de tolerancia, devolvió pronto la tranquilidad a la situación. También es cierto que si la presión pudo ser mayor sobre la comunidad melkita, lo fue por motivos de estricta estrategia política, y es que aquélla era expresión religiosa del propio imperio bizantino y de su resistencia armada; no es extraño por ello que su jerarquía, pero solo ella, se replegara hacia zonas griegas. No se puede decir lo mismo en relación con otras confesiones cristianas cuya convivencia con los turcos fue bastante más distendida. Atzig, el conquistador turco de Jerusalén, nombró inicialmente a un cristiano jacobita como gobernador de la ciudad, y cuando en 1076 reprimió con dureza una importante revuelta en ella, libró del castigo a los cristianos y permitió que el patriarca permaneciera en su puesto. Claude Cahen ha subrayado en relación con el gobierno de Malik Shâh (1072-1092) que algunos destacados jerarcas cristianos como el patriarca jacobita de Antioquía, Miguel el Sirio, o el nestoriano Amr bar Sliba coinciden en alabar la gestión del régimen selyúcida y la justicia de trato para con todas las confesiones religiosas. Y lo que desde luego también es cierto es que a ningún responsable cristiano que no fuera melkita se le ocurrió nunca hacer llamamiento alguno de auxilio a Occidente, antes al contrario, era frecuente que se interpretara la dominación musulmana en clave liberadora: el citado Miguel el Sirio, cuyos escritos son de la segunda mitad del siglo XII, ya en pleno ambiente cruzado, no dudaba en testimoniar que “el dios de la venganza [...] hizo surgir del sur a los hijos de Ismael para libranos, gracias a ellos, del poder de los romanos”.

Desde luego, la situación de las comunidades cristianas bajo dominación turca no responde a la propaganda que las autoridades bizantinas deseaban transmitir a Occidente, pero ¿y la de los peregrinos que arribaban a Tierra Santa? La cuestión nos lleva a plantearnos en conjunto el problema de la presencia occidental en el Próximo Oriente precruzado.

PRESENCIA DEL OCCIDENTE LATINO EN EL MEDITERRÁNEO

En efecto, la presencia de los latino-occidentales en el escenario de la inminente cruzada cuenta con dos manifestaciones de larga tradición: el peregrinaje y el comercio; a ellas y a los eventuales efectos que pudieron sufrir a raíz de la dominación selyúcida dedicaremos las últimas líneas del presente capítulo.

PEREGRINAJE

El peregrinaje es, sin duda, una realidad consustancial a la dimensión emocional y religiosa del ser humano. Desde muy temprano –siglo III– hay testimonios de desplazamientos de cristianos a las referencias sagradas de Palestina, pero el comienzo de la “era de las peregrinaciones” a Tierra Santa estaba todavía lejos de producirse. El siglo X puede señalarse como un momento de importante dinamización. En su día Runciman señaló algunos de los factores que explican esta favorable inflexión: cese de la piratería sarracena en el Mediterráneo, recuperación del control bizantino del mar, respaldo ideológico de Cluny, progresiva consideración del peregrinaje como medio especialmente meritorio para la redención penitencial, abaratamiento de costes a partir de las rutas terrestres de la recién cristianizada Hungría... A todos estos factores y otros muchos más que podrían añadirse, hay que sumar al menos otros dos: la receptividad de las autoridades musulmanas, abbasíes o fatimíes, que valoraban de manera muy positiva los efectos económicos del fenómeno, y el creciente tráfico de reliquias entre Oriente y Occidente, que sin duda contribuyó decisivamente a generar el necesario ambiente de emotividad mistérica.

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