Carmen de la Guardia - Historia de Estados Unidos

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La historia de los Estados Unidos es una historia rica y con muchas más sutilezas que la que en muchas ocasiones sus historiadores nos han dejado ver. Esta Historia de los Estados Unidos, pretende acompañar al lector a través de un recorrido por el tiempo y el espacio estadounidense. Engarzado alrededor de su crecimiento territorial, demográfico, económico, político, y de prestigio cultural, este libro también se detiene en los conflictos y en las fisuras que hacen que la historia de esta potencia sea una historia rica, compleja, y que su comprensión este expuesta a múltiples interpretaciones.
Uno de los rasgos que más han resaltado las obras centradas en la Historia de los Estados Unidos es el de su excepcionalismo. Si bien en casi todas las historias nacionales se habla de excepcionalismo, en los trabajos históricos sobre los Estados Unidos la insistencia sobre la singularidad de su desarrollo histórico es todavía mayor. Desde la fundación de las primeras colonias inglesas en América del Norte, el deseo de alejamiento y de realización de un mundo verdaderamente nuevo, más equilibrado y justo que el de la vieja Europa, estuvo presente. Esa idea de separación, de ruptura, de diferencia, ha sido un hilo conductor, según muchos historiadores, del desarrollo histórico de la nación americana.
Una de las primeras conclusiones de este breve recorrido por la Historia de los Estados Unidos es que las corrientes culturales, los ritmos económicos, los movimientos y los conflictos sociales son similares a los del resto de América y de Europa. Es verdad que la Historia de Estados Unidos tiene matices que la separan de otras historias nacionales pero están más relacionados con el ritmo y las características de su propio crecimiento que con razones de excepcionalidad política o cultural.

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Las Trece Colonias inglesas

De la misma forma que Francia, también la Inglaterra de Isabel I (1558-1603) hizo valer sus derechos sobre el suelo norteamericano recordando los viajes que Giovanni Caboto había realizado bajo pabellón inglés.

Durante gran parte del siglo XVI, Inglaterra se encontraba muy debilitada y dividida por profundos problemas religiosos como para disputar a España su presencia en América. Pero en la década de 1580 la dinastía Tudor había reforzado su poder. Y además la Monarquía Católica, por primera vez, como ya hemos señalado, mostraba signos de debilidad y las costas americanas no podrían ser defendidas con eficacia.

Inglaterra tenía muchas razones para crear “plantaciones” en América. La mayoría de los geógrafos e historiadores del siglo XVII invitaban a la fundación de asentamientos ingleses en América del Norte. Richard Hakluyt el Joven publicó un auténtico panegírico sobre la colonización. En A Particular Discourse Concerning Western Discoveries (1584) defendía que las presumibles plantaciones serían la base para atacar al Imperio español. También permitirían a Inglaterra obtener directamente productos coloniales así como disponer de un nuevo mercado para sus exportaciones y, sobre todo, proporcionarían vivienda y tierras para el exceso de población del país. Esa percepción de una Inglaterra densamente poblada la compartían todos los escritores isabelinos. Y por ello consideraban imprescindible no tanto crear puestos comerciales como fundar asentamientos estables –plantaciones– que obligasen al traslado de los “plantadores” desde Inglaterra a América. También sir Humphrey Gilbert en A Discourse of a Discovery for a New Passage to Cataia (1576), enumeraba las ventajas para Inglaterra de los asentamientos ultramarinos. Además de argumentos similares a los de Hakluyt, enarbolaba uno nuevo: América se convertiría en un excelente refugio para los disidentes religiosos. Si bien estas razones defendidas por los escritores ingleses del siglo XVI eran apoyadas por la Corona y por la Iglesia oficial anglicana, no fueron estas instituciones las que dirigieron la colonización. Fueron las emergentes clases comerciales británicas, integradas en gran parte por reformadores puritanos de la Iglesia de Inglaterra, los que organizaron y protagonizaron la empresa de fundar asentamientos ingleses en América.

Una de las actividades más lucrativas de la Inglaterra de finales del siglo XVI consistía en la exportación de lana a los Países Bajos. El colapso sufrido por el mercado de valores de Amberes fue un revés para este comercio tradicional. El nuevo grupo social de comerciantes, artesanos y armadores británicos se aventuró a la búsqueda de nuevas rutas comerciales. Así se crearon nuevas compañías comerciales para explorar y asentarse en territorios lejanos. La Compañía de Moscovia se fundó en 1555, la de Levante, en 1581, y la Compañía de Berbería, en 1585. Además, muchos de estos comerciantes surgidos en las ciudades inglesas simpatizaron con la revisión del anglicanismo realizada desde el puritanismo. Los puritanos no sólo querían purificar la Iglesia de Inglaterra restringiendo el poder del clero anglicano y suprimiendo ritos y ceremonias que la acercaban peligrosamente al denostado catolicismo. El puritanismo trascendía esos márgenes. Implicaba la defensa de una forma de vida sencilla y equilibrada que, de alguna manera, los puritanos identificaban con la que presumiblemente llevaron los primeros cristianos. Los puritanos defendían el alejamiento de los excesos de las corruptas cortes monárquicas y también de la sofisticada sociedad inglesa. Eran críticos con los rituales, ceremonias y adornos de la Iglesia católica y de la anglicana. Primaba en ellos una idea de retorno, de vuelta a la vida sencilla, equilibrada y primitiva, de desandar algunas rutas emprendidas por la cultura dominante en la vieja Europa.

Desde finales del siglo XVI, la Corona inglesa reclamó su autoridad sobre los territorios americanos recorridos por marinos bajo pabellón inglés a finales del siglo XV. Los monarcas podían o bien dejar el territorio como un Dominio Real o bien ceder algunas partes, mediante una Carta Real o una patente, a particulares o a compañías comerciales para su explotación. Pero era la Corona la que mantenía la soberanía y a la que había que acudir para lograr el dominio y la facultad de gobierno para fundar plantaciones. Según la Corona mantuviese su control directo o se lo cediese por patente, a particulares, o por Carta Real a compañías, las nuevas “provincias” norteamericanas serían de Dominio Real, de Propietario, o de Compañía.

Cuando un grupo de personas, normalmente comerciantes, decidían constituirse en Compañía debían conseguir una Carta Real que nombraba a la organización y que les otorgaba sus estatutos de funcionamiento. Además, le garantizaba un área concreta de suelo americano y les confería ciertos poderes: trasladar emigrantes, gobernar las plantaciones, organizar el comercio, disponer de la tierra y de otros recursos. A cambio la Compañía debía someterse a las leyes y tradiciones inglesas. Cuando eran propietarios particulares los que colonizaban, éstos obtenían sus derechos a través de una patente que señalaba si sería uno o varios los propietarios y también se definía el territorio otorgado. De la misma forma que las Compañías, los propietarios adquirían, a través de la patente, la facultad de organizar la colonización y la forma de gobierno de la plantación siempre y cuando reconocieran la soberanía de la Corona y se sometieran a las leyes y tradiciones inglesas.

En 1578, la reina Isabel otorgó a uno de sus favoritos, sir Humphrey Gilbert, una patente autorizándole a fundar colonias en América. Pero estas primeras empresas isabelinas, otorgando permisos a particulares, fracasaron. Sólo cuando, durante los reinados de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia y de Carlos I, la fundación de plantaciones fue llevada a cabo por compañías comerciales, integradas por capital privado procedente de distintos inversores, pero constituidas en una única persona jurídica, éstas empresas sobrevivieron.

En 1578 y en 1583 sir Humphrey Gilbert, tras conseguir su patente de la reina, dirigió expediciones a Terranova, proclamando allí su soberanía y ejerció su autoridad sobre un pequeño grupo de pescadores que poblaban esas tierras. Desde allí, se dirigió hacia el sur intentando encontrar un lugar confortable para iniciar su empresa colonial. No logró su objetivo al naufragar su embarcación en su segunda tentativa. A Gilbert le sustituyó en la empresa colonizadora su hermanastro sir Walter Raleigh, tras renovar la patente. Después de explorar las costas frente a Carolina del Norte consideró que la isla Roanoke era el mejor lugar para fundar una plantación. En 1585 envió allí una expedición colonizadora que regresó por la falta de alimentos y por las dificultades con los indígenas. Raleigh, sin desfallecer, envió en 1587 otro grupo de unos 116 colonizadores bajo el mando de John White. El capitán tuvo que volver a Inglaterra para buscar provisiones y garantizar el futuro de la colonia. Cuando regresó a Roanoke en 1590 –más tarde de lo previsto debido a la presencia en las costas inglesas de la Armada Invencible– no existía en la colonia ni rastro de los plantadores. Esta primera experiencia fracasada conocida históricamente como la “colonia perdida” no hizo desistir a los ingleses.

Tras estas primeras tentativas la Corona británica, como hemos señalado, cambió de estrategia. Serían las compañías comerciales las que tendrían permiso para colonizar. Eran mucho más solventes y resistirían mejor a lo que se presentaba ya como una empresa difícil. Así en 1606 Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra otorgó a una compañía londinense, la Compañía de Virginia, la posibilidad de colonizar el área de la bahía de Chesapeake, al norte de los territorios floridanos y que ya entonces se conocía como Virginia. En el mes de diciembre la Compañía fletó tres barcos y envió un grueso de 105 plantadores, mujeres y niños incluidos. Dirigidos por el experto capitán Christopher Newport los colonos arribaron, el 13 de mayo de 1607, a lo que denominaron Jamestown en honor al rey de Escocia y de Inglaterra.

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