Enrique Martinez Ruíz - La Guerra de la Independencia (1808-1814)

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En el presente volumen, el profesor Martínez Ruiz nos ofrece un preciso relato de la Guerra de la Independencia, uno de los acontecimientos más importantes de la historia de España, donde se encuentran muchas de las claves de nuestro pasado y presente. Tras un análisis de los parámetros internacionales que desembocan en la invasión de la península Ibérica por Napoleón, se van exponiendo los diversos elementos que componen la realidad de la guerra, desde el comienzo de la crisis hasta la vuelta de Fernando VII, pasando por las abdicaciones de Bayona, el motín del 2 de mayo madrileño, la extensión de la sublevación por el resto de la geografía peninsular y las características de la guerra y su desarrollo, incluida la guerrilla. Además, se presentan con minuciosidad los elementos dominantes en la parte del país controlada por José I, el rey intruso, que se esfuerza en gobernar de acuerdo con el marco político creado por la Constitución de Bayona, preparada por Napoleón, de la misma forma que en la España que permanece fiel a Fernando VII, el deseado se atienden las necesidades de la guerra y se desarrolla la primera etapa de nuestra revolución liberal en el contexto político establecido por la Constitución de 1812. El libro se cierra con una serie de reflexiones sobre los desastres de la guerra y la inutilidad de la reacción política que Fernando VII impone a su regreso con la pretensión de anular todo lo realizado por los liberales durante la guerra, una guerra que se mantiene viva entre los españoles que la vivieron hasta mitificarse en el recuerdo de las generaciones siguientes hasta nuestros días.

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Estas realidades empujaban en 1796 a revitalizar la alianza “natural” desde 1700: la alianza con Francia, con la que se habían firmado tres “pactos de familia”. Pero el Directorio no va a ser tan generoso y complaciente en la negociación como lo fuera la Monarquía francesa, pues muestra su inequívoca aspiración sobre Luisiana y evidencia el claro propósito de utilizar los recursos navales españoles al servicio de sus intereses, de forma que lo que ocurrirá en 1805 en Trafalgar, se está fraguando desde 1796, desde el 18 de agosto, cuando queda estipulado el contenido del tratado de San Ildefonso, en el que los objetivos del Directorio estaban claros: mejorar en su beneficio las relaciones económicas bilaterales y conseguir cobertura naval en el Mediterráneo para impulsar con seguridad sus acciones en él.

La guerra con Inglaterra se desata inmediatamente. Las operaciones no son afortunadas para España. El 14 de febrero de 1797 una flota española mandada por Córdova es derrotada en el cabo de San Vicente por la inglesa dirigida por Jerwis y en ese mismo mes, Harvey se apodera de la isla de Trinidad, aunque es rechazado en abril en Puerto Rico. Nelson amenaza directamente los territorios españoles atacando Cádiz, primero y Santa Cruz de Tenerife, después, si Napoleón Bonaparte (Ajaccio, 1769-Santa Helena, 1821) bien no se adueña de ninguno de los lugares, perdiendo un brazo en el último. Sin embargo, en 1799, los ingleses conquistaron de nuevo Menorca.

Rumbo a 1808

Para entonces, un general revolucionario, Napoleón Bonaparte, se ha labrado un sólido prestigio con dos campañas afortunadas, que ponen de relieve sus excepcionales cualidades militares. La campaña de Italia (1796-1797) es un éxito arrollador de las armas francesas, ratificado en unos acuerdos que culminan el 17 de octubre de 1797 con la paz de Campoformio, por la que Austria cede a Francia la orilla izquierda del Rin, Bélgica y el Milanesado, siendo compensada con Venecia, que desaparece como república independiente. Un éxito rotundo que permite, además, la extensión del “sistema francés de Estados vasallos” al crear nuevas repúblicas hermanas: la Cisalpina (Milanesado) y la Ligur (Génova), ambas creadas en 1797 y un año después se constituirían la República Helvética (Suiza) y la República Romana (favorecida por la conquista de Roma y la detención de Pío VI, siendo desmantelados los Estados Pontificios). Se proclama la República Partenopea (Nápoles) en 1799. El mapa italiano había sido cambiado radicalmente por obra de la Francia revolucionaria.

La otra campaña de Napoleón –afortunada en sus inicios, pero inconclusa y desencadenante a la postre de la Segunda Coalición– es la de Egipto (1798-1799), que se inicia cuando el general recibe el mando supremo de las operaciones contra Inglaterra, decidiendo atacarla en el Mediterráneo, en Egipto, para desde allí amenazarla en India, donde los ingleses luchaban contra una sublevación. Napoleón empieza por ocupar Malta, desde donde salta a Egipto desembarcando en Alejandría para dirigirse al Sur derrotando a los mamelucos y ocupando El Cairo. Tan brillantes perspectivas empiezan a empañarse cuando la flota inglesa vuelve a mostrar su superioridad y vence en Abukir, dejando aislado al Ejército francés, cuya penetración en Siria es detenida en San Juan de Acre. Tras la victoria en Abukir, Pitt logra la alianza con Austria, con el Gran Maestre de la Orden de Malta y con el zar Pablo I, cuya alianza con Turquía le permitirá disponer de sus puertos y estrechos: Inglaterra conseguía así que el Mediterráneo quedará bajo su control.

Por su parte, Napoleón deja a su ejército en Egipto en agosto de 1799 volviendo a Francia, donde derriba el Directorio e impone una dictadura militar, el Consulado, del que no tardaría en ser primer cónsul. Napoleón toma el mando supremo de las tropas en Italia, cruza sorprendentemente los Alpes y destroza a las tropas imperiales en la batalla de Marengo el 14 de junio de 1800.

Mientras tanto, la “cuestión portuguesa” había quedado orillada y era preciso retomarla, pues no en vano Portugal, el reino vecino de España, estaba muy próximo a Londres y había desairado a Carlos IV rechazando un tratado de paz con Francia del que el soberano español había sido mediador. Pero sobre esa cuestión había una clara diferencia: mientras nuestro rey pensaba en un conflicto corto que separara a Portugal de Inglaterra, Napoleón deseaba una guerra en toda regla cuyo resultado fuera la desaparición de la monarquía lusitana. A principios de 1801, Francia y España firmaban un convenio donde se estipulaban las condiciones que Portugal debía aceptar en un plazo determinado –muy breve– para evitar el choque: ruptura con Inglaterra, ocupación de parte del territorio por tropas españolas y la utilización de sus puertos. El 6 de febrero se presentó al Gobierno lusitano el ultimátum de rigor; el día 18, Luis Pinto hacía saber su negativa a aceptarlo y el 27 llegaba a Lisboa la declaración de guerra por parte de España, que contaría con un refuerzo francés de unos 20.000 hombres, junto a los 34.000 españoles: Godoy, nombrado generalísimo el 9 de enero, sería el máximo responsable de la campaña.

No merece la pena detenernos en los pormenores de tan breve conflicto –que por un gesto de Godoy hacia sus reyes se conoce como la Guerra de las Naranjas– iniciado el 20 de mayo y concluido el 8 de junio en el tratado de Badajoz. Por la brevedad y sus resultados, la guerra fue un éxito indudable de Carlos IV, pero Napoleón interpretó lo sucedido como un agravio para él y para Francia, lanzando descalificaciones contra su hermano Luciano Bonaparte –su hombre en la Corte española– y entrando en agrias controversias con Godoy hasta que, por fin, el acuerdo es ratificado el 29 de septiembre por Luciano en el tratado de Madrid. La tensión acumulada parecía, por fin, disolverse.

Mientras tanto, la guerra en Europa continuaba. Marengo había sido el comienzo del fin para la Segunda Coalición: Austria tuvo que aceptar lo establecido en Campoformio por la paz de Luneville en febrero de 1801. Rusia, Suecia, Dinamarca y Prusia se alían para defender la navegación neutral, con gran disgusto de Inglaterra, que bombardea Copenhague, pues sabía que esa alianza significaba volver a quedar aislada. En Gran Bretaña se pide la paz, demanda de la que es portavoz Charles J. Fox, jefe de la oposición whig, logrando la caída de Pitt el 8 de febrero de 1801, sustituido por Addlington y alcanzándose la paz en marzo de 1802, firmada en Amiens de acuerdo con los preliminares acordados en Londres el 1 de octubre anterior: Inglaterra devolvía sus conquistas en las colonias, menos Ceilán y Trinidad –lo que le permitía a España recuperar Menorca definitivamente– y Francia abandonaba Egipto y Malta y evacuaba Roma y Nápoles. Considerada como el primer gran éxito napoleónico, en realidad la paz recién firmada sería tan sólo una tregua, un episodio más de los que se suceden en este complejo periodo de la historia europea, al que la Monarquía española no podía ser ajena.

El colofón de la paz es la reorganización de Italia que lleva a cabo Napoleón, restableciendo los Estados Pontificios y el Reino borbónico napolitano, erigiendo en la Toscana el Reino de Etruria, como hemos visto y cambiando de nombre a la República Cisalpina, que pasa a llamarse República Italiana con Napoleón como primer cónsul, y Parma y Piamonte quedaban bajo la administración militar francesa. Los ideales republicanos parecían dejar paso a otros más en consonancia con la mentalidad napoleónica, próxima ya al sueño imperial. La simplificación territorial que se produce en los países de la Confederación del Rin es otro buen exponente: se hace a costa de obispados y ciudades imperiales libres y resultó especialmente beneficiosa para Baviera y Württemberg –que recibieron el título de reino–, Hesse-Darmstadt y Baden.

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