Enrique Martinez Ruíz - La Guerra de la Independencia (1808-1814)

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La Guerra de la Independencia (1808-1814): краткое содержание, описание и аннотация

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En el presente volumen, el profesor Martínez Ruiz nos ofrece un preciso relato de la Guerra de la Independencia, uno de los acontecimientos más importantes de la historia de España, donde se encuentran muchas de las claves de nuestro pasado y presente. Tras un análisis de los parámetros internacionales que desembocan en la invasión de la península Ibérica por Napoleón, se van exponiendo los diversos elementos que componen la realidad de la guerra, desde el comienzo de la crisis hasta la vuelta de Fernando VII, pasando por las abdicaciones de Bayona, el motín del 2 de mayo madrileño, la extensión de la sublevación por el resto de la geografía peninsular y las características de la guerra y su desarrollo, incluida la guerrilla. Además, se presentan con minuciosidad los elementos dominantes en la parte del país controlada por José I, el rey intruso, que se esfuerza en gobernar de acuerdo con el marco político creado por la Constitución de Bayona, preparada por Napoleón, de la misma forma que en la España que permanece fiel a Fernando VII, el deseado se atienden las necesidades de la guerra y se desarrolla la primera etapa de nuestra revolución liberal en el contexto político establecido por la Constitución de 1812. El libro se cierra con una serie de reflexiones sobre los desastres de la guerra y la inutilidad de la reacción política que Fernando VII impone a su regreso con la pretensión de anular todo lo realizado por los liberales durante la guerra, una guerra que se mantiene viva entre los españoles que la vivieron hasta mitificarse en el recuerdo de las generaciones siguientes hasta nuestros días.

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Sin embargo, el nuevo rumbo adquirido por la política internacional iba a cambiar con rapidez. La tormenta interior que se barruntaba en Francia acaba por estallar y vuelve a concentrar el interés de la historia en la Europa occidental. La revolución y su desarrollo incidirán directamente en las relaciones internacionales, pues van a convertir a Francia en la enemiga de Europa en los años finales del siglo xviii y primeros del xix. Las distintas fases de la Revolución Francesa y, sobre todo, el posterior Imperio Napoleónico amenazan al continente con la implantación de un nuevo orden presidido por una Francia europea, imperial y hegemónica. Un proyecto que los europeos rechazan, incluidos –y especialmente– los ingleses, que han aprendido la lección y ven llegado el momento de recuperar su posición en el concierto internacional y tomarse la revancha sobre Francia, por el comportamiento de ésta en la sublevación de sus colonias americanas2.

Por lo pronto, Europa asiste expectante y sorprendida a los sucesos revolucionarios que se desencadenan en el país galo y que, de momento, no impulsan a la acción a los europeos, pero en 1791 la situación empieza a cambiar, pues Prusia y Austria firman la Declaración de Pilnitz, donde se llamaba a la unión a todos los soberanos para restablecer el orden en Francia. En abril del año siguiente, Francia declara la guerra a Austria, como reacción contra las amenazas de las dos firmantes de la Declaración; con esta decisión se pretendía, además, desviar la atención de los graves problemas internos y abortar la agitación de los emigrados, que estaban siendo apoyados por Prusia y Austria.

Y es que si la Convención se mantuvo en Francia con la guillotina, el Directorio para mantenerse recurrirá a la guerra, sin reparar en que de esas campañas, si eran victoriosas, podía salir el general que amenazara la existencia de la nueva República Francesa, cuyos objetivos eran acabar con el absolutismo y el feudalismo en Europa y conseguir las fronteras naturales para la nación. En cualquier caso, el Directorio es heredero de la Convención en lo relativo a la doctrina de las fronteras naturales, pues se habían formulado también los Derechos de las Naciones para ser libres e integrarse dentro de unos límites geográficos determinados e históricos y en esta convicción declararon en 1792 que los franceses se mantendrían con las armas empuñadas hasta echar al otro lado del Rin a los enemigos de su república. Semejante declaración significaba que Francia anexionaría la actual Bélgica, incluida Amberes, además de los territorios del Imperio dependientes de Austria que estaban en la orilla izquierda del Rin. La ocupación del espacio belga provocaría la reacción tanto de Austria como de Inglaterra, que se opondrían durante el Directorio, el Consulado y el Imperio napoleónico a toda pretensión francesa de alcanzar sus fronteras naturales.

En julio de 1792, comienza la Guerra de la Primera Coalición cuando las tropas austriacas y prusianas invaden Francia. Ante el peligro exterior, el sentimiento patrio de los franceses se exalta y el 29 de septiembre vencen a los invasores en Valmy, una victoria decisiva y emblemática que provoca la retirada prusiana; una nueva victoria en Jemmapes permite la invasión francesa de Bélgica, a la que sigue la anexión de Saboya. Éxitos que mantienen la exaltación interior y estimulan el proceso revolucionario hasta que el 21 de enero de 1793 Luis XVI es guillotinado, rompiendo todos los posibles lazos de entendimiento entre la Francia revolucionaria y la Europa legitimista.

Francia, incorpora a Inglaterra a la Primera Coalición, respondiendo a los viejos antagonismos coloniales y a la amenaza de la alteración del equilibrio europeo que a ella le interesaba conservar, declarándose la guerra entre ambas potencias el 1 de febrero de 1793.

Por su parte, España no tardaría en entrar en guerra contra Francia también en el marco de las hostilidades desarrolladas por la Primera Coalición y no lo iba a hacer en las mejores circunstancias en lo que refiere a la institución monárquica, ya que el primer plano de la política española iba a ser ocupado por Manuel Godoy, a quien el rey entrega la responsabilidad del Gobierno: ser amante de la reina iba a restar al nuevo ministro credibilidad y honorabilidad, al tiempo de suscitar una fuerte oposición en ambientes cortesanos, que buscarían el apoyo del príncipe Fernando, heredero de la Corona y enemigo del favorito. La actitud de los revolucionarios galos hacia la familia real francesa, hicieron que Carlos IV y su primer ministro Godoy intervinieran en varias ocasiones para que los regios cautivos fueran liberados sin conseguirlo. Una realidad que enfrenta a los dirigentes españoles con un dilema: se atendían los vínculos familiares y el legitimismo dinástico (lo que llevaría a un enfrentamiento con Francia y a una alianza con Inglaterra) o se prolongaban las alianzas que propiciaban la defensa de los intereses coloniales (lo que entrañaba respetar lo establecido en el Tercer Pacto de Familia –pese a la Francia regicida– y mantener el enfrentamiento contra Inglaterra).

En 1793, España optó por la primera opción y el 7 de marzo, la Convención le declaraba la guerra, replicando Carlos IV con un manifiesto: así comenzaba la llamada Guerra de los Pirineos o de la Convención, que se prolongaría hasta el 22 de julio de 1795, momento en que se firmaba la paz de Basilea, por la que dábamos a Francia la parte española de Santo Domingo y la autorización para sacar ganado lanar y caballar de Andalucía durante seis años.

La derrota militar provoca un giro en los planteamientos diplomáticos españoles, abandonando la Primera Coalición y alineándose con Francia, pues se renuncia a las afinidades dinásticas y se vuelven a aceptar los imperativos estratégicos, ante el convencimiento de que la alianza inglesa no va a reportar nada positivo y tener un poderoso enemigo al otro lado de los Pirineos era un peligro demasiado amenazante, como el resultado de la guerra había mostrado. Tal giro se concreta el 18 de agosto de 1796, en el primer tratado de San Ildefonso, que, en apariencia, es una alianza perpetua entre España y el Directorio dirigida principalmente contra Inglaterra, pero tras él hay significados inequívocos, en los que radica su importancia e interés.

En efecto, Godoy sentía gran inquietud por la conducta de Inglaterra, inquietud provocada por la falta de sinceridad en las relaciones amistosas recientes, a lo que se unía el resquemor de los viejos agravios: contrabando, agresiones territoriales en América, imposiciones navales… y de peticiones y demandas desatendidas a lo largo del siglo. La inquietud de nuestro primer ministro sería determinante en el juego diplomático que planeaba para evitar quedar aislado ante Inglaterra, un juego de largo alcance en el que incluía, además de la alianza con Francia, la posibilidad de una confederación italiana que movilizara los pequeños estados de la Península para acabar con el predominio austriaco y la probable participación de Prusia, Turquía, la república Bátava y los recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica, potencias con las que ya se habían iniciado los oportunos contactos diplomáticos.

La alianza con los Estados Unidos tenía por objeto consolidar la ventajosa posición española en América del Norte lograda a raíz de la paz de Versalles de 1783, preservar nuestras colonias del sur y entorpecer la aproximación e influencia inglesa sobre sus antiguos colonos. Tan prometedoras perspectivas quedaron frustradas por la firma del acuerdo secreto angloamericano del 19 de noviembre de 1794; sus efectos no pudieron ser neutralizados por el posterior acuerdo hispano-norteamericano, firmado el 27 de octubre de 1795 –el denominado tratado de San Lorenzo–, un tratado de amistad, pero no una alianza como quería Godoy, quien tuvo que transigir con algunas exigencias comerciales americanas para no empeorar las cosas y que Inglaterra resultara más favorecida con la ruptura de las conversaciones sin acuerdo. El tratado fue el precio que se consideró necesario pagar para protegernos en América de la oposición inglesa y de la misma forma se consideró la alianza francesa para nuestra posición en Europa.

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