Enrique Martinez Ruíz - La Guerra de la Independencia (1808-1814)

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La Guerra de la Independencia (1808-1814): краткое содержание, описание и аннотация

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En el presente volumen, el profesor Martínez Ruiz nos ofrece un preciso relato de la Guerra de la Independencia, uno de los acontecimientos más importantes de la historia de España, donde se encuentran muchas de las claves de nuestro pasado y presente. Tras un análisis de los parámetros internacionales que desembocan en la invasión de la península Ibérica por Napoleón, se van exponiendo los diversos elementos que componen la realidad de la guerra, desde el comienzo de la crisis hasta la vuelta de Fernando VII, pasando por las abdicaciones de Bayona, el motín del 2 de mayo madrileño, la extensión de la sublevación por el resto de la geografía peninsular y las características de la guerra y su desarrollo, incluida la guerrilla. Además, se presentan con minuciosidad los elementos dominantes en la parte del país controlada por José I, el rey intruso, que se esfuerza en gobernar de acuerdo con el marco político creado por la Constitución de Bayona, preparada por Napoleón, de la misma forma que en la España que permanece fiel a Fernando VII, el deseado se atienden las necesidades de la guerra y se desarrolla la primera etapa de nuestra revolución liberal en el contexto político establecido por la Constitución de 1812. El libro se cierra con una serie de reflexiones sobre los desastres de la guerra y la inutilidad de la reacción política que Fernando VII impone a su regreso con la pretensión de anular todo lo realizado por los liberales durante la guerra, una guerra que se mantiene viva entre los españoles que la vivieron hasta mitificarse en el recuerdo de las generaciones siguientes hasta nuestros días.

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El proceso general europeo al que aludíamos es manifiesto desde 1760, cuando el crecimiento demográfico –España pasa de algo menos de 6.700.000 almas en 1768 a más de 10.500.000 en 1797, cifras significativas del fenómeno, aunque en su precisión sean algo aleatorias– adquiere un ritmo progresivo superior al de la producción de alimentos, desfase que propicia el descenso del nivel de vida de los trabajadores con sus secuelas de aumento de la pobreza y de la conflictividad social, conflictividad que aflora en una variada gama de manifestaciones de muy diversa índole, desde los motines antifiscales hasta los contrarios a las quintas, pasando por los de defensa de los bienes comunales y los provocados por los rigores del régimen señorial, constituyendo un variado muestrario, cuyas primeras manifestaciones se producen a principios de siglo y desde entonces se mantienen, poniendo en tela de juicio la idílica imagen del siglo xviii que con frecuencia nos ha transmitido la historiografía acerca de un pueblo pacífico identificado con sus amantes y paternales reyes. Tales conflictos socavan las relaciones sociales tradicionales y provocan el desprestigio de las autoridades, que se ven desbordadas con frecuencia y se muestran incapaces de mantener el control popular.

Tal panorama se ve acentuado y empeorado por los factores negativos que padece nuestra economía, en particular la agricultura, cuya incidencia social es innegable y muy superior a la de los otros sectores económicos. En efecto, el crecimiento demográfico aludido y la desequilibrada estructura de la propiedad malogran los objetivos perseguidos en este terreno, que quedan fuera de cualquier posibilidad de alcance a causa de una serie de malas cosechas y crisis de subsistencia que se encadenan desde 1789 hasta 1805, siendo especialmente duras las de 1793 a 1796 y, sobre todo, la que se anuncia en 1803, que vive su peor momento en 1804 y se arrastra hasta la cosecha del año siguiente. Una crisis que resultó especialmente dramática por cuanto los españoles de aquellos años pudieron comprobar que los sufrimientos de mitad de los años noventa fueron superados ampliamente por los que se presentaron a principios del siglo xix, de una dureza tal como no quedaban otros en la memoria y que no pudieron ser paliados, pues la crisis también golpeaba a la industria y al comercio, no ofreciendo alternativas ni perspectivas prometedoras.

La incidencia negativa de estos factores no fue la misma en las diversas regiones españolas, pues había claras diferencias entre ellas, tanto en el nivel económico como en la estructura de la propiedad y en la dinámica social, desigualdades originadas por las condiciones físicas y las heredadas de siglos atrás, perpetuando modos de vida y relaciones sociales, dando pábulo a una conflictividad más o menos soterrada, que tiene su elemento referencial más significativo en el campesinado, en los jornaleros –estimados en el censo de 1787 en 961.571–, a los que hay que añadir los aparceros y pequeños propietarios –907.197, según el mismo censo–, cuyas condiciones de vida eran, por lo general, difíciles.

En el caso de Andalucía, aunque existían zonas montañosas con pastos pobres y pequeña propiedad, así como vegas (Granada) y llanuras feraces (Córdoba, Jerez) susceptibles de un trabajo intensivo, lo más característico era el latifundio cerealista y olivarero, fundamentalmente, fortalecido por la Desamortización de las propiedades eclesiásticas y comunales a partir de la segunda mitad de la década de los treinta del siglo xix, convirtiéndose en la piedra de toque de una reforma agraria anunciada con reiteración, pero siempre irrealizada por las grandes dificultades que creaban los secanos, por la pervivencia de los intereses seculares y por la debilidad del Estado liberal para abordar los costos de las colonizaciones basadas en la familia como unidad de asentamiento. Su edificación específica, el cortijo, estaba habitado por un corto número de empleados permanentes y por un abundante grupo de jornaleros en las épocas de recolección, miembros potenciales de una clase revolucionaria futura, cuyos elementos más audaces buscaban salida en el contrabando o en el bandolerismo, males endémicos durante mucho tiempo.

Las tierras de la Castilla la Vieja más meridional, La Mancha y Extremadura son los mejores exponentes del escenario donde se desarrolla durante más tiempo el antagonismo entre labradores y pastores, que tarda mucho en resolverse, aunque desde la Guerra de la Independencia, que redujo sensiblemente la cabaña, el ganado quedó relegado. En los tres ámbitos se percibe la misma falta de horizontes en la vida del campesinado; es cierto que, al norte del Tajo, el campesino vive mejor que en Andalucía, pero en zonas pedregosas, como Ávila, las rentas abusivas, los impuestos y los diezmos empujan fuera a los más emprendedores y animosos y mantienen a los que se quedan en una vida mísera, contra la que se sublevan en motines esporádicos; en La Mancha y Extremadura la propiedad está más concentrada y a medida que descendemos hacia el Sur el latifundio se va imponiendo junto con niveles de pobreza que crean territorios propensos al bandolerismo.

Más al norte, en la Castilla septentrional y León el panorama es diferente, pues en estas tierras el labrador ha sufrido como en ninguna otra las duras consecuencias de un arriendo a corto plazo estipulado en metálico y al margen de la cuantía de la cosecha, una práctica que pervive después de la Guerra de la Independencia sin mayores consecuencias, sobre todo gracias a la facilidad relativa para la obtención de préstamos, que hace del campesinado de estas tierras una clase estable y apegada a los valores religiosos.

Valencia era tierra de contrastes entre las montañas, barrancos y desiertos del Norte y Occidente, sin mejor perspectiva que el artesanado de la lana y la costa, poblada y rica –viñedos y hortalizas–, donde la huerta en torno a la capital se convierte en una de las zonas más pobladas del continente en el tránsito del siglo xviii al xix.

Más al nordeste, Cataluña ofrece un dualismo entre un campo conservador y un prometedor sector industrial, que encontraba la mano de obra en las zonas agrarias pobres del interior montañoso. Un dualismo que explica, por un lado, la pervivencia de un bandolerismo endémico en los pobres valles pirenaicos, tan perdurable como las diferencias familiares y por otro, la progresiva consolidación de un campesinado propietario y acomodado, que edifica su estabilidad en los trigales de las llanuras, en los viñedos centrales y en los cultivos de la costa, un campesinado que tendrá como base de su estabilidad la demanda alimenticia de las ciudades, particularmente de Barcelona. Pero si el campo catalán gana una estabilidad envidiable, el proletariado industrial, andando el siglo xix, será una creciente fuente de conflictos por el afán de mejorar sus condiciones de vida, que le llevará a una progresiva concienciación de clase.

Contrastes encontramos también en el Aragón de aquellos años; en las tierras altas no había más destacable que una ganadería trashumante, pues el suelo era miserable –delgado y pedregoso con población diseminada en Teruel y Huesca–; en el bajo Aragón (Maestrazgo) se encontraba una economía deprimida, contrastando con los ricos secanos centrales y los regadíos del valle del Ebro, diferencias que tenían repercusión social, pues las condiciones de vida eran más fáciles en zonas próximas a Zaragoza o Jaca, por ejemplo, que en las grandes propiedades de los secanos, más parecidas a las andaluzas.

Y ya al borde del Cantábrico, en Asturias nos encontramos con una zona montañosa y otra litoral; en aquélla, pobre, de tierras altas y pastizales, existía una sociedad estable y muy autónoma, en la que la nobleza desempeñaba un destacado papel con núcleos significativos en Gijón y Oviedo; de escasos propietarios, los arrendamientos se hacían en buenas condiciones, aunque no tanto como en Vascongadas y Cataluña. Pero en cualquier caso, la zona costera ofrecía mejores posibilidades, si bien toda Asturias dependía de los trigos leoneses y si nos desplazamos hacia el oeste del territorio, veremos la propiedad tan dividida como lo estaba en Galicia.

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