Enrique Martinez Ruíz - La Guerra de la Independencia (1808-1814)

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La Guerra de la Independencia (1808-1814): краткое содержание, описание и аннотация

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En el presente volumen, el profesor Martínez Ruiz nos ofrece un preciso relato de la Guerra de la Independencia, uno de los acontecimientos más importantes de la historia de España, donde se encuentran muchas de las claves de nuestro pasado y presente. Tras un análisis de los parámetros internacionales que desembocan en la invasión de la península Ibérica por Napoleón, se van exponiendo los diversos elementos que componen la realidad de la guerra, desde el comienzo de la crisis hasta la vuelta de Fernando VII, pasando por las abdicaciones de Bayona, el motín del 2 de mayo madrileño, la extensión de la sublevación por el resto de la geografía peninsular y las características de la guerra y su desarrollo, incluida la guerrilla. Además, se presentan con minuciosidad los elementos dominantes en la parte del país controlada por José I, el rey intruso, que se esfuerza en gobernar de acuerdo con el marco político creado por la Constitución de Bayona, preparada por Napoleón, de la misma forma que en la España que permanece fiel a Fernando VII, el deseado se atienden las necesidades de la guerra y se desarrolla la primera etapa de nuestra revolución liberal en el contexto político establecido por la Constitución de 1812. El libro se cierra con una serie de reflexiones sobre los desastres de la guerra y la inutilidad de la reacción política que Fernando VII impone a su regreso con la pretensión de anular todo lo realizado por los liberales durante la guerra, una guerra que se mantiene viva entre los españoles que la vivieron hasta mitificarse en el recuerdo de las generaciones siguientes hasta nuestros días.

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En el Parque de Artillería de Monteleón tuvo lugar uno de ellos, con sus correspondientes héroes: en él se reunieron el capitán Pedro Velarde y los tenientes Jacinto Ruiz y Luis Daoiz; éste último, allí destinado, dejó pasar a los paisanos y organizó la defensa con sus compañeros de armas. Resistieron durante unas horas, luego los franceses entraron en el parque, convertido ya en ruinas: muchos de sus defensores habían muerto (entre ellos, Velarde); otros estaban heridos y murieron después (Ruiz trasladado a Extremadura, falleció a los pocos días; la misma suerte corrió Daoiz, en su casa de Madrid); otros fueron apresados y fusilados en la madrugada siguiente. Entre los héroes no podían faltar mujeres, como demuestran los casos siguientes: Clara del Rey, muerta también en el Parque de Artillería; Manuela Malasaña y Oñoro, avecindada en la calle del Barco; Josefa Méndez, Catalina Caro y un largo etc. Si nos fijamos en la profesión de los muertos, encontramos esquiladores, botilleros, presbíteros, mozos de mulas, arrieros, cerrajeros… Todas las profesiones del pueblo madrileño, demostración palpable de lo generalizada que estaba la implicación en la lucha. Hasta pordioseros figuran en la relación.

Finalmente, se impuso el Ejército invasor; la resistencia fue sofocada y llegó la represión y el entierro de los muertos, dando lugar a nuevas escenas dramáticas que volvieron a magnificar las dimensiones de la tragedia en todos los sentidos, ofreciéndonos detalles que han perdurado al ser motivo de atención de literatos y, sobre todo, de artistas, cuyas obras favorecieron el camino para la mitificación de aquellos sucesos4. Por lo pronto, con los muertos se formó una comitiva de carros con destino a los cementerios; mientras, de los grupos de prisioneros se sacaban los que iban a ser fusilados en la noche del 2 al 3 de mayo, para que su muerte sirviera de escarmiento y ejemplo disuasorio.

Era el primer acto de una guerra que duraría seis largos y dramáticos años, que se iniciaba de manera un tanto especial, pues se enfrentan dos países aliados y donde la transición de la paz a la lucha armada se hacía con sorprendente rapidez y de manera directa, sin que las chancillerías o los gobiernos declarasen previamente la guerra. Por otra parte, en el inicio de las operaciones no hay movilizaciones ni aproximaciones fronterizas, sino que los españoles han de enfrentarse a unos ejércitos que ya están en la Península Ibérica repartidos por varios puntos de su geografía. No deja de ser sorprendente, pues, que de una situación de alianza y amistad, que explica la presencia de ejércitos franceses en España, se pase a un enfrentamiento bélico.

En los inicios de la Guerra de la Independencia, nuestro ejército tenía en la cúspide un generalísimo, cinco capitanes generales, 87 tenientes generales, 127 mariscales de campo y 212 brigadieres; todos ellos componían un Estado Mayor General excesivo para los 198 batallones que componían el Ejército, número que también era excesivo, lo que explica que hayamos calificado tal situación de “macrocefalia”, circunstancia que también se refleja en la proporción existente entre la oficialidad y las clases de tropa5.

Por aquellas mismas fechas, la organización militar territorial se articulaba en Capitanías Generales y Comandancias Generales. Las primeras eran once: Galicia, Castilla la Vieja, Navarra, Cataluña, Mallorca, Valencia, Murcia, Aragón, Castilla la Nueva, Andalucía y el Reino y Costa de Granada; las Comandancias Generales eran de la Costa de Asturias y Santander, Vizcaya, Guipúzcoa, Menorca, Campo de Gibraltar, Ceuta y Canarias. El cargo de capitán general lo cubrían habitualmente tenientes generales. Los comandantes generales solían ser mariscales de campo o brigadieres. Los capitanes generales gozaban de facultades amplísimas en el territorio de su capitanía –no olvidemos que eran los sustitutos de los virreyes, de los que sólo el de Navarra mantenía tal dignidad–: poseían atribuciones militares, civiles, gubernativas y judiciales –tanto en relación con el fuero militar como con la jurisdicción civil–. Salvo los Comandantes Generales de Canarias y del Campo de Gibraltar, que gozaban de total autonomía, los demás mantenían un cierta dependencia del capitán general del territorio donde estaba situada su comandancia, es decir los de Melilla, Peñón de Vélez de la Gomera y Alhucemas del capitán de la Costa y Reino de Granada, el de Ceuta del de Andalucía, los de Vizcaya y Guipúzcoa del de Navarra, el de Asturias y Santander del de Castilla la Vieja y el de Menorca del de Baleares.

Por otra parte, cuando se formaba un ejército de operaciones, el designado para encabezarlo adquiría todas las atribuciones y competencias de un capitán general, pero estaba subordinado al del territorio donde se formaba la fuerza, a quien debía tener al corriente de cuanto hacía, salvo de lo que el rey le hubiera ordenado como confidencial. Tales situaciones eran potencialmente conflictivas, de manera que frecuentemente se nombraba al capitán general del territorio como capitán general del Ejército que se formara en su jurisdicción.

Pues bien, de todo este entramado jerárquico y territorial, la nota más sorprendente por entonces era la existencia de un generalísimo, cargo que ocupaba Godoy a raíz de la guerra con Portugal en medio de una aquiescencia bastante generalizada entre los miembros de la milicia, una designación que no sólo iba a añadir honores al todopoderoso ministro, sino que también significaría un intento de mejorar el ramo, pues se le encomendaba:

— Establecer las bases para que la nobleza que se incorporara a la milicia recibiera la formación adecuada.

— Adaptar los efectivos del Ejército a las posibilidades económicas y demográficas de la Monarquía.

— Comprobar y adecuar el estado de las plazas militares y lugares estratégicos.

— Fijar un patrón común para los distintos cuerpos, disciplinarlos por igual e instruirlos en una misma táctica.

Tales facultades fueron miradas con cierto recelo y reticencia por la cúpula militar, de forma que Godoy logró que el soberano definiera sus atribuciones clara y taxativamente (y eran tan amplias, que lo colocaban inmediatamente por debajo de él, en un escalón superior al mismo Gobierno), imponiéndole a cualquier militar la más completa subordinación al nuevo generalísimo. Y por si ello no bastaba, el 9 de abril de 1802, una Real Orden determinaba que Godoy tomara el mando de todas las tropas y plazas donde estuviera, como jefe supremo del Ejército que era. Una ascensión ratificada aún más cuando recibe los nombramientos de “generalísimo de la Mar, o sea almirante general de España e Indias” (lo que en la práctica, además, significaba seguir en precedencia a los Infantes) y Decano del Consejo de Estado.

Godoy no va a perder el tiempo y en marzo de 1802 tiene elaborados los Reglamentos Constitucionales para una nueva organización, división y gobierno del Ejército, aprobados por S.M. a propuesta del generalísimo de todas sus Armas y unas bases por las que discurriría la reforma de la Armada, aunque ésta no empezaría a ser una realidad hasta febrero de 1807. Los referidos reglamentos equivalían, de hecho, a una nueva Constitución militar, que vendría a sustituir a la de 1766.

Las tropas de la Casa Real, que eran las unidades de élite de nuestro Ejército, estaban compuestas por el cuerpo de Guardias de Corps (formado por cuatro compañías de caballería, mandadas cada una de ellas por un teniente general y donde servían además otros cuatro jefes de ese mismo rango; los puestos de subalternos los desempeñaban mariscales de campo y brigadieres y todos sus componentes tenían la categoría de oficiales), la compañía de alabarderos (que cubría el servicio en el interior del palacio, bajo el mando también de un teniente general), un regimiento de infantería española y otro de infantería valona (ambos con tres batallones cada uno, como los regimientos de línea, con mandos del mismo rango que los ya señalados) y una brigada de caballería de carabineros (formada por cuatro escuadrones de línea y los dos que constituían la guardia del generalísimo).

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