Javier Tusell - Vivir en guerra

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La guerra de España es la única ocasión histórica en que nuestro país ha desempeñado un papel protagonista en la historia del siglo XX. Tan solo en otro momento, mucho más grato en sus consecuencias, como fue la transición a la democracia, España ha resultado protagonista de primera fila en la vida de la humanidad. No puede extrañar, por lo tanto, que, desde una óptica nacional o extranjera, se haya considerado como eje interpretativo de nuestro pasado lo sucedido en ese periodo.
Este tipo de interpretación tiene un obvio inconveniente que nace de considerar la totalidad de la historia contemporánea española como un camino inevitable hacia la guerra entre dos sectores de la sociedad enfrentados a muerte. Nada parecido a una guerra civil con centenares de miles de muertos se dio en otro país del Occidente europeo durante el primer tercio del siglo XX. Eso, sin embargo, no debe hacer pensar que el enfrentamiento violento fuera inevitable. Hasta el último momento la guerra civil pudo haber sido evitada. Los testigos presenciales, en especial los que tenían responsabilidad política de importancia, suelen considerar que no fue así, pero ello se debe, quizá, al deseo de exculparse por sus responsabilidades. En realidad, pocos desearon originariamente la guerra aunque hubiera muchos más a quienes les hubiera gustado que se convirtieran en reales sus consecuencias, es decir, el aplastamiento del adversario. Con el transcurso del tiempo ese puñado de españoles consiguió la complicidad de sectores más amplios y se olvidó que los entusiasmos políticos que llevaban a una España a desear imponerse sobre la otra implicaban el derramamiento de sangre.

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Pero no tuvo la oportunidad de hacerlo. No pudo convencer ni a Mola ni a Largo Caballero de la necesidad de una transacción, pues ninguno de ellos consideraba remediable (ni tampoco deseable) evitar la guerra civil. Mola, con quien habló Martínez Barrio, le respondió que ya era tarde, como si esto justificara no tomar en serio la posibilidad de evitar la conflagración. Lo mismo debían pensar las masas que seguían a Largo Caballero o simpatizaban con lo que él representaba, porque interpretaron el propósito del dirigente de Unión Republicana como una traición a sus intereses. “Se repetía el mismo fenómeno alucinatorio de la rebelión de Asturias –interpreta Martínez Barrio–, creer que en España la voluntad de una clase social puede sobreponerse y regir a todas las del Estado”. En definitiva, fue la actitud de esas masas populares, “irreflexiva y heroica”, como la describe él mismo, la que hizo inviable su propósito. En estas condiciones fue ya imposible detener a medio camino el estallido de la guerra civil. El gobierno presidido por Giral presuponía su existencia y actuó de acuerdo con ella al aceptar que se entregaran armas a las masas revolucionarias.

En realidad, antes incluso de que se hubiera formado el gobierno de Giral hubo ya en los medios gubernamentales de segunda fila quienes, gracias a mantener una actitud que consideraba el enfrentamiento inevitable, contribuyeron de manera importante a que el balance inicial del conflicto no fuera positivo para los sublevados. Los testimonios de algunos de los principales dirigentes militares republicanos son, en este sentido, muy significativos. Tagüeña dice, por ejemplo, haber pasado en los últimos tiempos “casi todas las noches de guardia en el puesto de mando de las milicias socialistas en espera del golpe militar” porque llegar al enfrentamiento era un “deseo acariciado largo tiempo”. En la flota, la acción espontánea de un oficial radiotelegrafista llamado Balboa, que envió desde el centro de comunicaciones de la Armada telegramas a las tripulaciones en favor del Frente Popular, consiguió la rebelión de buena parte de ellas en contra de la oficialidad. Si existía una organización militar conspiratorial con las siglas UME, también había otra, denominada UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), tan minoritaria como la citada pero vigilante respecto a los intentos conspiratoriales antirrepublicanos.

A la altura del l9 de julio no solo era patente el fracaso de los intentos de llegar a una transacción sino también el del pronunciamiento imaginado por Mola, lo que hacía ya inevitable la guerra civil. Esos tres días no habían sido en absoluto resolutivos, tal como habían pensado ambos bandos. El Ejército no había actuado unánimemente y había encontrado resistencias muy fuertes de carácter popular, lo que, además, prueba que la actitud gubernamental fue mucho menos pasiva de lo que se suele afirmar. Por eso sería incorrecto presentar lo sucedido como una sublevación del Ejército o los generales en contra de las instituciones. Aunque fueran generales los principales dirigentes del bando sublevado y le dieran una impronta característica, no faltaron oficiales en la zona controlada por el Gobierno. Como ya se ha señalado, los mandos habitualmente no se sublevaron y el número de generales afectos al régimen fue elevado. Es muy posible que las diferencias de comportamiento entre la oficialidad en el momento del estallido de la sublevación derivaran de diferencias generacionales, que se sumaban a las ideológicas. Fueron los oficiales más jóvenes los que se sublevaron, hasta el extremo de que en las últimas promociones de la Academia General Militar el porcentaje de los que lo hicieron se aproxima al 100%. De todos los modos al gobierno republicano no le faltaron en un primer momento oficiales, puesto que, de los aproximadamente quince mil en activo, la mitad quedaron en la zona controlada por él. Esta cifra, sin embargo, resulta engañosa por la sencilla razón de que luego el Ejército Popular no hizo uso de ellos por desconfianza respecto a sus intenciones. A los oficiales en activo se sumaron los retirados dispuestos a colaborar, y en total se puede calcular que el Ejército Popular pudo contar con unos 5.000, cifra que era inferior en un 50% a los que combatieron en el otro bando, pero que no revela indefensión por parte de las autoridades republicanas.

En efecto, en esos momentos iniciales de la guerra la situación no era ni mucho menos tan favorable a la sublevación como lo hubiera sido en el caso de que ésta hubiera sumado a la totalidad del Ejército. El balance estaba en realidad bastante equilibrado e incluso, desde más de un punto de vista, si alguien tenía ventaja era el Gobierno. Un cómputo realizado por algunos historiadores militares afirma que aproximadamente el 47% del Ejército, el 65% de los efectivos navales y aéreos, el 5l% de la Guardia Civil, el 65% de los Carabineros y el 70% de los Cuerpos de Seguridad y Asalto estuvieron a favor de los gubernamentales. La división del Ejército en casi dos mitades idénticas oculta la realidad de que su porción más escogida, la única habituada al combate y dotada de medios, la de Marruecos, estaba en su totalidad en manos de los sublevados. En cuanto a los medios navales, medidos en número de buques ofrecen un panorama todavía más aplastante, porque 40 de los 54 barcos estaban en manos de los gubernamentales. Sin embargo los sublevados pronto contaron con unidades modernas (los cruceros Canarias y Baleares) y, sobre todo, los gubernamentales no pudieron hacer patente su superioridad por tener en contra a la práctica totalidad de la oficialidad. De unos 450 aviones, el Gobierno contó con más de trescientos, pero los aviones italianos, al ser mucho más modernos, equilibraron la superioridad gubernamental.

En lo que era patente ésta era en lo que respecta a los recursos humanos y materiales de los que inicialmente se partía. En un discurso radiado, Indalecio Prieto afirmó que “extensa cual es la sublevación militar que estamos combatiendo, los medios de que dispone son inferiores a los medios del Estado español”. Prieto insistió especialmente en dos hechos: el oro del Banco de España permitía al Gobierno una “resistencia ilimitada” y además el Gobierno tenía también a su favor la mayoría de las zonas industriales, de primordial importancia para el desarrollo de una guerra moderna.

¿Cómo se explica entonces que el resultado de la guerra civil fuera tan distinto de las previsiones de Prieto? Al mismo tiempo que el Estado republicano hacía frente a la sublevación militar e impedía que ésta triunfara, se enfrentó también a una auténtica revolución social y política surgida en las mismas regiones y sectores sociales que se decían adictos. El resultado de esta situación fue que esas ventajas iniciales, tampoco tan abrumadoras, se esfumaron.

La revolución y sus consecuencias

“Al día siguiente del alzamiento militar –escribió Azaña cuando la guerra civil hubo terminado– el gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado tenía que hacer frente al movimiento (...) que tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro a la insurrección de las masas proletarias que, sin atacar directamente al Gobierno, no le obedecían. Para combatir al fascismo querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era, sin duda, el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía por el momento de que las masas desmandadas dejaban inerme al Gobierno frente a los enemigos de la República”. Por eso, añadía el presidente de la República, la principal misión del Gobierno a lo largo de toda la guerra civil debió ser, precisamente, “reducir aquellas masas a la disciplina”. Nunca una frase ha resumido tan bien un proceso tan complicado como el que tuvo lugar a partir de julio de 1936. Si la República fue derrotada, parte de las razones residen en el hecho de que no se hubiera conseguido concluir el proceso de normalización.

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