La fase final de la conspiración tuvo lugar al final de ese mes de abril, fecha de la que data la primera circular de Mola. Su idea original no difería en exceso de un pronunciamiento, aunque preveía dificultades mucho mayores. El movimiento debía tener un carácter esencialmente militar, de modo que, aunque esperaba la colaboración de fuerzas civiles, éstas actuarían solo como complemento. El movimiento consistiría en una serie de sublevaciones que acabarían convergiendo en Madrid. Hasta aquí la conspiración parecía un pronunciamiento de no ser porque Mola recomendaba que el golpe fuera desde sus comienzos muy violento. Con ello no quería sentar las bases para una guerra civil, sino recalcar el carácter resolutivo que podía tener la actuación inicial; pero ejercida esa misma violencia por sus adversarios, la guerra se hizo inevitable. También difería la conspiración de un pronunciamiento clásico en lo que tenía de modificación de la estructura política. El proyecto inicial de Mola tenía un indudable parentesco con fórmulas de “dictadura republicana”. La suspensión de la Constitución sería tan solo temporal y se mantendrían las leyes laicas y la separación de la Iglesia y el Estado, aspecto éste especialmente inaceptable para los tradicionalistas. Pero Mola en sus instrucciones también aludía a un “nuevo sistema orgánico de Estado” tras el paréntesis de un gobierno militar. El mismo hecho de que una cuestión tan importante como ésa no estuviera por completo perfilada es un testimonio de hasta qué punto una sublevación de tanta envergadura hubiera sido evitable (y con ella la guerra) de no haberse producido el asesinato de Calvo Sotelo. Después de él la guerra desdibujó o transformó, como siempre ha sucedido en la historia de la humanidad, los propósitos originarios.
Después de la guerra las izquierdas reprocharon al último gobierno del Frente Popular su incapacidad para estrangular la revuelta en gestación. Indalecio Prieto cuenta, por ejemplo, que al denunciar ante Casares Quiroga la existencia de la conspiración, se encontró con la airada respuesta de éste. Sin embargo estos juicios probablemente no son acertados. Si el Gobierno reaccionaba ante ese género de denuncias con dureza no era porque ignorara la existencia de una conspiración: era imposible pensar que no existiera cuando hasta la prensa hacía mención de ella. La mejor prueba de que Casares era consciente del peligro existente como consecuencia de la conspiración es que tomó disposiciones para evitar su estallido. Los mandos superiores del Ejército estaban ocupados por personas que no era previsible que se sumaran a la sublevación y, gracias a la disciplina, podía pensarse que la totalidad de las unidades militares les fueran fieles. Solo unos pocos militares sublevados ocupaban cargos decisivos: tan solo uno de los ocho comandantes de las regiones militares se sublevó. Fueron fieles al Gobierno el inspector de la Guardia Civil y sus seis generales; fue totalmente inesperado que no lo fuera el inspector del Cuerpo de Carabineros, Queipo de Llano. Muchos militares sospechosos fueron trasladados a puestos en los que parecían resultar mucho menos peligrosos: así sucedió con Franco en Canarias o Goded en Baleares. Mola fue mantenido en Pamplona, quizá porque se confiara en que no llegaría a ponerse de acuerdo con los carlistas, pero tenía como superior a Batet, el general republicano que había suprimido la revuelta de octubre de 1934 en Barcelona. En cada uno de los cuerpos armados o de seguridad se tomaron disposiciones preventivas. En Aviación el general Núñez de Prado llevó a cabo una depuración, aunque sus superiores no le dejaron que fuera tan completa como quería. Las plantillas del Cuerpo de Asalto en Barcelona, Madrid y Oviedo fueron modificadas para garantizar la lealtad al régimen. Hay, por tanto, numerosas pruebas de que no es verdad la supuesta pasividad de Casares Quiroga. De los 21 generales de división, l7 fueron fieles al Gobierno; de los 59 de brigada, lo fueron 42. El bando franquista eliminó físicamente a l6 generales.
Resulta, por tanto, evidente que el gobierno del Frente Popular tomó medidas para evitar la sublevación, que debía temer, por mínima conciencia de la realidad que tuviera. Su error no fue pecar de pasividad sino de exceso de confianza. Todo hace pensar que esperaba que podía repetir lo sucedido en 1932, pero ahora la situación era muy diferente. Azaña consideraba a esta altura que las conspiraciones militares solían acabar en “charlas de café”. Sin embargo, este planteamiento que suponía dejar que la sublevación estallara para, una vez derrotada, proseguir la obra gubernamental ahora era suicida. La situación de 1936 no era prerrevolucionaria, pero todavía tenía menos que ver con la del año 1932. Solo una vigorosa reacción gubernamental destinada a controlar las propias
masas del Frente Popular y a perseguir a los conspiradores habría sido capaz de disminuir la amplitud de la conjura. Así, además, el gobierno republicano no hubiera pasado por la situación que se produjo inmediatamente después de la sublevación cuando se encontró obligado a armar a las masas, con lo que su poder, ya deteriorado por la sublevación, todavía se redujo más. Claro está que, al no imaginar la posibilidad de una guerra civil, el gobierno del Frente Popular no hacía otra cosa que reproducir la actitud de los conspiradores.
Un primer balance de fuerzas. España dividida en dos
Tanto el Gobierno como los sublevados pensaban que la suerte del país se dirimiría en pocos días. Sin embargo, lo que sucedió en tres dramáticos días de julio fue que el alzamiento transformó las confusas pasiones de principios de verano en alternativas elementales y en entusiasmos rudimentarios. Aunque muchos intentaron la neutralidad, hubo que elegir, al final, entre uno de los bandos. En esos tres días lo único que quedó claro fue que ni el pronunciamiento había triunfado por completo ni tampoco había logrado imponerse el Gobierno.
La sublevación se inició en Marruecos. El clima en el protectorado era muy tenso, por lo que no puede extrañar que finalmente la conspiración se adelantara. En el protectorado, como en otras partes de España, el enfrentamiento con el adversario se veía como una especie de “carrera contra reloj” en la que quien se retrasara podía perder su oportunidad. El papel de las masas necesariamente había de ser mínimo frente al de la guarnición. Las tropas mejor preparadas del Ejército, los Regulares y el Tercio se inclinaban claramente hacia la sublevación, e idéntica era la postura de los oficiales más jóvenes. Las autoridades oficiales, tanto civiles como militares, pecaron de exceso de confianza: el general Romerales y también un primo hermano de Franco fueron fusilados, señalando el rumbo de lo que se convertiría en habitual en toda la geografía peninsular. Los sublevados se impusieron rápidamente en tan solo dos días (l7 y l8 de julio). Entre los dirigentes de la sublevación había militares que desempeñarían un papel fundamental en la guerra, pero la dirección le correspondió a quien era, antes de que se iniciara la sublevación, el jefe moral del ejército de Marruecos, el general Franco, comandante militar de Canarias, donde se impuso también sin dificultades. El día l9 se trasladó a Marruecos en un avión inglés alquilado por conspiradores monárquicos.
A partir del l8 de julio la sublevación se extendió a la Península, produciendo una confrontación cuyo resultado varió dependiendo de circunstancias diversas. El grado de preparación de la conjura y la decisión de los mandos implicados en ella, la unidad o división de los militares y de las fuerzas del orden, la capacidad de reacción de las autoridades gubernamentales, el ambiente político de la región o de su ciudad más importante y la actitud tomada en las zonas más próximas fueron los factores que más decisivamente influyeron en la posición adoptada. Allí donde la decisión de sublevarse partió de los mandos y su acción fue decidida, el éxito acompañó casi invariablemente a su decisión. Si el Ejército se dividió y existió hostilidad de una parte considerable de la población, el resultado fue el fracaso de la sublevación.
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