Javier Tusell - Vivir en guerra

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La guerra de España es la única ocasión histórica en que nuestro país ha desempeñado un papel protagonista en la historia del siglo XX. Tan solo en otro momento, mucho más grato en sus consecuencias, como fue la transición a la democracia, España ha resultado protagonista de primera fila en la vida de la humanidad. No puede extrañar, por lo tanto, que, desde una óptica nacional o extranjera, se haya considerado como eje interpretativo de nuestro pasado lo sucedido en ese periodo.
Este tipo de interpretación tiene un obvio inconveniente que nace de considerar la totalidad de la historia contemporánea española como un camino inevitable hacia la guerra entre dos sectores de la sociedad enfrentados a muerte. Nada parecido a una guerra civil con centenares de miles de muertos se dio en otro país del Occidente europeo durante el primer tercio del siglo XX. Eso, sin embargo, no debe hacer pensar que el enfrentamiento violento fuera inevitable. Hasta el último momento la guerra civil pudo haber sido evitada. Los testigos presenciales, en especial los que tenían responsabilidad política de importancia, suelen considerar que no fue así, pero ello se debe, quizá, al deseo de exculparse por sus responsabilidades. En realidad, pocos desearon originariamente la guerra aunque hubiera muchos más a quienes les hubiera gustado que se convirtieran en reales sus consecuencias, es decir, el aplastamiento del adversario. Con el transcurso del tiempo ese puñado de españoles consiguió la complicidad de sectores más amplios y se olvidó que los entusiasmos políticos que llevaban a una España a desear imponerse sobre la otra implicaban el derramamiento de sangre.

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Todas las caracterizaciones de la historia española como un proceso hacia la guerra no son ciertas, pero sí lo es la peculiaridad en dicha historia respecto del resto de las naciones europeas, derivada de la guerra civil. En cierto sentido la guerra civil no concluyó hasta 1977, y desde 1939 todos los rasgos de la vida española estuvieron marcados por la impronta bélica. Claro está que también con el curso del tiempo se superó esa situación, pero, a fin de cuentas, se seguía viviendo en la órbita histórica de aquel decisivo acontecimiento. La actitud del historiador sobre una cuestión como la guerra civil española necesariamente ha de ser humilde. Como se ha dicho acerca de la Revolución Francesa, nunca podrá escribirse una historia definitiva de la guerra civil española por la sencilla razón de que afectó demasiado gravemente a un número demasiado grande de personas.

La conspiración contra la República

El estallido de la guerra civil no puede ser atribuido a factores de carácter externo a pesar de la ayuda prestada por Italia a monárquicos, tradicionalistas y falangistas. Durante la guerra se hizo pública por las autoridades republicanas la información relativa a los pactos logrados por los monárquicos con Mussolini en 1934, con el propósito de demostrar la supuesta existencia de una temprana conspiración contra el régimen, pero cuando tuvo verdadero carácter decisivo la ayuda italiana contra la República, y a favor de quienes querían derribarla, fue solo a partir de julio de 1936.

A partir de febrero de 1936, los grupos de extrema derecha redoblaron sus esfuerzos por organizar una conspiración capaz de liquidar a las instituciones republicanas mediante el recurso a la violencia. La conspiración que conocemos peor en sus detalles precisos es la de los monárquicos, quizá por el hecho de que se confundía en realidad con la de los jefes militares. Como carecían de masas, tenían que limitarse a financiar a otros grupos subversivos (como la Unión Militar Española) o a preparar unos contactos en el exterior que luego tuvieron una importancia decisiva. En cualquier momento crucial de los primeros días de la guerra aparece un dirigente monárquico desempeñando un papel fundamental en cuestiones como el traslado de Franco a la Península o la primera ayuda italiana a los sublevados.

Fue, sin embargo, el tradicionalismo quien organizó más tempranamente la conspiración con sus propias huestes. Poco después de las elecciones de febrero su jefe, Fal Conde, había organizado una junta carlista de guerra, cuyos primeros propósitos consistieron en tratar de preparar una sublevación limitada. Luego el tradicionalismo consiguió, en torno a mayo, aumentar sus posibilidades mediante la incorporación a sus filas del general Sanjurjo, cuyo pasado militar y actividad conspiratorial previa le daban una preeminencia obvia entre los militares. En realidad el general se adhirió al carlismo nada más que por ver en él el único grupo político dispuesto a lanzarse con sus propias masas a la calle. En Navarra estuvo el centro inspirador de la conspiración, cuya mente rectora era Mola. Los dirigentes carlistas entraron en contacto con él en fecha temprana, pero las relaciones fueron tormentosas. Lo que Fal Conde quería tenía poco que ver con lo de Mola, que, para él, no pretendía sino “disparates republicanos”. Al objeto de influir en el citado general, en la segunda semana de julio, los carlistas le trajeron una carta de Sanjurjo en que se mostraba partidario de la bandera bicolor como “cosa sentimental y simbólica y de desechar el sistema liberal y parlamentario”. Mola acabó comprometiéndose muy vagamente a aceptar, en sus líneas generales, las indicaciones de Sanjurjo. A pesar de que no hubo ningún partido que proporcionara inicialmente tantos hombres armados como el carlismo, la sublevación nunca fue, pues, propiamente tradicionalista.

También Falange Española, por su ideario y por su afiliación juvenil, que ahora crecía meteóricamente, estaba en condiciones de conspirar contra el régimen republicano. José Antonio Primo de Rivera desde la cárcel de Alicante dirigió escritos a los militares españoles presentando un panorama patético de España y animándolos a la acción. Parece indudable que estos textos tuvieron influencia sobre los acontecimientos, porque gran parte de la oficialidad joven se sintió especialmente atraída por el falangismo. Con todo, entre un ideario de indudable significación fascista, aunque con sus peculiaridades, como el de Falange, y los militares necesariamente tenía que haber tensiones y dificultades.

Primo de Rivera parece haber temido que los militares no supieran hacer otra cosa que una “revolución negativa”.

Nos queda hacer mención de la última fuerza de derecha durante la etapa republicana, que era, también, la más importante y nutrida, el catolicismo político. Es muy posible que la mejor forma de describir su situación a la altura del verano de 1936 sea con el término “descomposición”, con sectores dispuestos a mantenerse en la legalidad y otros apasionados por destruirla. En cuanto al propio Gil Robles, parece indudable que no participó en la conspiración y que ni siquiera los principales dirigentes de ésta pensaron en consultarle, aunque luego se identificó con ella. El destino al que, sin embargo, estaba condenada la CEDA era la marginación.

La conspiración contra el Frente Popular (inicialmente no iba contra la República) no fue protagonizada por grupos políticos sino por militares. Aunque no se tratara de una conspiración exclusivamente militar ni de todo el Ejército, sí tuvo ese carácter. Fundamentalmente estuvo protagonizada por la generación militar africanista de 1915 y tuvo como rasgo característico una voluntad de utilización desde un primer momento de la violencia, que era producto de las tensiones que vivía el país y que tuvo como resultado que lo sucedido no fuera un pronunciamiento clásico sino una guerra civil.

La conspiración militar fue un tanto confusa en el doble sentido de que, por un lado, se conspiraba mucho, pero muy desordenadamente y, por otro, los propósitos de los conspiradores ni estaban tan meridianamente claros, ni se vieron convertidos en realidad. No hubo una organización militar secreta destinada a organizar la conspiración. La importancia numérica de la Unión Militar Española no parece haber sido tan grande, pero, en cambio, difundió ampliamente la actitud subversiva contra la República en los cuarteles. Quizá el mejor ejemplo del éxito de esta labor propagandística es el hecho de que un buen número de los dirigentes de la UME desempeñaron un papel importante en la política de la España de Franco. En la conspiración de 1936 no solo tomaron parte militares monárquicos, sino que la actitud subversiva contra la República estuvo extendida por sectores más amplios. Entre las principales figuras de la conspiración y de la sublevación hubo personalidades inesperadas. El general Mola tenía una “limitadísima” simpatía por la Monarquía; Goded incluso había conspirado contra ella. Queipo de Llano también lo hizo y estaba emparentado con Alcalá Zamora. Escritores izquierdistas llegaron a asegurar que la presencia de Cabanellas con los sublevados solo se entendía por haber sido obligado a punta de pistola. En cuanto a Franco, puede decirse que su trayectoria hasta entonces había sido singularmente poco política. Sanjurjo, que ya en agosto de 1932 había visto la dificultad de comprometerle en un proyecto conspirativo, tampoco confiaba ahora en que participara en él. Es muy significativo de su carácter, y también de la situación que vivían España y los altos cargos militares, el hecho de que el 23 de junio dirigiera una carta a Casares Quiroga, que era demostrativa de inquietud pero que podía ser interpretada como una amenaza de sublevación o un testimonio de fidelidad. Fue la participación de estos altos cargos militares lo que dio un carácter peculiar a la conspiración de 1936.

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