La infancia y primera adolescencia de Escrivá 9–que coincide sustancialmente con los años del pontificado de Pío X– no ofrece sucesos excepcionales, salvo la epidemia que se desató en la ciudad en 1904, cuando tenía dos años. «Algunos testimonios de la época –indica Ibarra– hablan genéricamente de meningitis, aunque las autoridades municipales se refieren a un brote de sarampión. Tuvo su momento álgido en los meses de noviembre y diciembre. Fallecieron unos cincuenta niños» 10.
Esa epidemia puso al pequeño Escrivá al borde de la muerte. «De esta noche no pasa», dijo Ignacio Camps, el médico de cabecera y amigo de la familia que lo atendió, junto con el homeópata Santiago López Lafarga. Lola y Pepe Escrivá –como eran conocidos por familiares y amigos–, acudieron a la Virgen. Lola hizo una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón y prometió que, si se curaba, haría, junto con su esposo y su hijo, una peregrinación en acción de gracias a la antigua ermita de Torreciudad.
«¿A qué hora ha muerto el niño?», preguntó Ignacio Camps a su amigo Pepe, cuando se presentó en su casa a primeras horas de la mañana del día siguiente, posiblemente para evitarle el mal trago de que el propio padre de la criatura tuviera que darle la mala noticia. Ante su sorpresa, José Escrivá le comentó que se encontraba mucho mejor 11. Y cuando se recuperó –como recordaban bien muchos miembros y conocidos de la familia 12– Pepe y Lola cumplieron su promesa y peregrinaron hasta la ermita.
Lola llevó a su hijo en brazos, y cabalgó hasta la ermita sentada en la silla, como se acostumbraba entonces. Se ignora si fueron desde Barbastro –veinte kilómetros en carro o diligencia y cuatro kilómetros a caballo– o desde Fonz; y se desconoce también el año exacto, que pudo ser 1904, o 1905, como sostiene Anchel 13. En Torreciudad pusieron al pequeño bajo la protección de la Virgen.
Esto es lo único destacable de los primeros años de la vida de Josemaría. Su infancia transcurrió entre las incidencias habituales de una familia cada vez más numerosa, en la primera planta de una casa de la calle Argensola que hacía esquina con la plaza del Mercado.
Tenía una hermana mayor, Carmen, que había nacido en el último año del siglo XIX. En la primera década del nuevo siglo nacieron tres hermanas más: Asunción, «Chon» (1905); Lolita (1907) y Rosario (1909).
«Nuestro Señor fue preparando las cosas –recordaba Escrivá– para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención».
«Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas 14, y desde los siete a uno de religiosos», los escolapios 15. «Nunca me imponían su voluntad» 16, cuenta; y le tenían «corto de dinero, cortísimo, pero libre» 17.
El 23 de abril de 1912 hizo la Primera Comunión 18. Tenía diez años –edad temprana para lo que se acostumbraba entonces–, y recibió el sacramento de manos de Manuel Laborda 19, el escolapio que le había dado la catequesis previa. A los dos meses, el 11 de junio, se examinó del ingreso de Bachillerato en el instituto de Huesca.
Dos años antes, en 1910, cuando cursaba el bachiller en el colegio 20, habían comenzado las desgracias familiares en su vida.
La primera de ellas fue la muerte de su hermana Rosario, con solo nueve meses, en julio de 1910. Dos años más tarde, en julio de 1912, falleció Lolita, con cinco. Y un año después, en octubre de 1913, Asunción – Chon– , con ocho.
Carmen Otal presenció el momento en el que Dolores Albás le comunicó a su hijo el fallecimiento de su hermana Asunción. El pequeño Escrivá estaba jugando en la calle y al entrar en casa su madre «le dijo que Chon estaba muy bien, porque ya se había marchado al Cielo. Era la tercera hija –cuenta Otal– que se les moría en poco tiempo». Josemaría comenzó a llorar, abrazado a su madre, que intentaba consolarle con el corazón roto 21.
Puede sorprender, al considerar estos fallecimientos, mi afirmación anterior, en la que decía que la infancia y la primera adolescencia de Escrivá no ofrecen sucesos excepcionales. Desgraciadamente, estas muertes prematuras no eran excepcionales; al contrario, eran bastante comunes en aquel tiempo, a causa del escaso desarrollo de la pediatría. En el entorno familiar de los Escrivá se dieron casos semejantes. Josemaría, como tantas personas de su generación, fue testigo durante su niñez de un trasiego incesante de nacimientos y entierros con ataúdes blancos.
Eso no significa que esos fallecimientos afectaran menos que ahora a los padres y hermanos que los padecían: Dolores Albás tuvo siempre presente el recuerdo doloroso de aquellas tres hijas muertas en plena infancia 22.
¿Cómo era Josemaría? Sus contemporáneos le retratan como un niño sociable, poco aficionado a los juegos violentos, de carácter firme, enérgico y sereno. A medida que fue creciendo se perfilaron sus virtudes y sus defectos: era espontáneo, inteligente, observador e intuitivo, y gozaba de un incipiente don de gentes . Junto con eso, algunas explosiones puntuales de mal genio revelaban un modo de ser impulsivo, temperamental y algo impaciente, tres rasgos que luchó por moderar durante su vida.
Años más tarde, sus padres y su hermana Carmen recordaban, divertidos, sus rabietas infantiles: en una ocasión se enfadó porque no quería tomar la comida que le habían puesto y acabó estampándola –junto con el plato– en la pared del comedor.
Muchos de sus enfados tenían la misma raíz psicológica: no soportaba la injusticia. En otra ocasión una maestra le riñó por haberle pegado a una niña del colegio (algo que no era cierto) y se irritó muchísimo; más que por la reprimenda, porque le habían culpado sin averiguar primero si aquello era verdad o no.
Tuvo la misma reacción durante el Bachillerato, cuando uno de sus profesores le llamó a la pizarra para examinarle. Fue contestando correctamente hasta que el religioso le hizo una pregunta que no supo contestar. Escrivá le dijo que aquello no lo había explicado en clase (y era verdad), pero el maestro no le hizo caso. Como respuesta, tomó el borrador, lo arrojó enfadado contra la pizarra y se volvió protestando a su pupitre 23.
«Días después –recordaba Escrivá– iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: “¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre...”. Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable... y se despidió sin decir nada» 24. El pequeño Josemaría agradeció mucho aquel silencio.
No hay que exagerar, sin embargo, el alcance de esas rabietas, comunes en tantos niños, que suponían, además, una excepción en su comportamiento: solía ser obediente, en casa y en el colegio, donde le dieron un premio por su buena conducta. Adriana, una amiga de la familia 25, lo recuerda como «un chico normal en el pleno sentido de la palabra».
* * *
Aunque sus padres no dieran mayor importancia a estas pataletas infantiles, debieron preocuparse (no sabemos hasta qué punto, porque solo contamos sobre este particular con un relato de su hermana Carmen y una breve alusión del propio Escrivá), cuando el carácter de su hijo fue acusando el golpe de las muertes de sus hermanas y se fue convirtiendo en un adolescente reservado que se rebelaba en su interior –y en ocasiones, externamente– contra aquella sucesión de hechos dolorosos que no entendía.
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