E sennaladamente deue catar que las sus camareras, quelas han de servir et saber todas sus privanças, sean buenas mugeres et cuerdas et de buena fama, et de buenas obras, et de buenos dichos, et de buenos gestos, et de buenas conçiençias, que teman a Dios et amen la vida et la onrra del enperador et de su muger et de toda su casa, et que no sean codiçiosas, ni muy mancebas, ni muy fermosas…
Obras de don Juan Manuel
Don Juan Manuel
Se puede ver claramente que el oficio de camarera era altamente honroso y se esperaba mucho de las cualidades y capacidades de la camarera, especialmente por el contacto tan estrecho que tenía esta con su alteza y porque disfrutaba de privança. Agraciada nuestra doña Leonor López de Córdoba con tal cargo en la casa de su madrina, allí supo ganarse la confianza primero y luego el afecto incondicional de la soberana.
Se había casado doña Catalina de Láncaster (heredera de la rama legitimista) con el hijo de don Juan (de la rama bastarda de los Trastámara) en 1390, cuando ella contaba dieciséis años y su esposo Enrique, doce. El joven monarca había sido declarado mayor de edad, pese a lo frágil de su salud y constitución, a los catorce años, que es cuando los reales esposos pudieron cohabitar. A partir de ese año ya fue la reina Catalina la verdadera soberana, de quien se esperaba un heredero al trono.
Pero la quebradiza salud del jovencísimo monarca hizo que el esperado embarazo tardase nada menos que ocho años en producirse. El lunes 14 de noviembre de 1401, la reina dio a luz en Segovia a una princesa a la que llamaron María. Aún tuvo la reina Catalina dos hijos más, el más pequeño fue precisamente el infante heredero, Juan II.
El rey don Juan I de Castilla, de su primera esposa, Leonor de Aragón, había tenido dos hijos, el hasta ahora mencionado Enrique el Doliente y don Fernando el de Antequera. El previsor monarca, que con tanto cuidado había planeado el matrimonio de su primogénito con la heredera de los legitimistas, había pensado que dada la mala salud de Enrique quizá no llegaría a la edad de casarse y que si llegaba, era posible que no tuviera hijos. En previsión de que cualquiera de estos supuestos tuviese lugar, dispuso que su segundo hijo, Fernando, no contrajese matrimonio hasta que Enrique no tuviese sucesión, cosa que don Fernando cumplió por sentido del deber a la corona.
Aunque el rey don Enrique III llegó a tener hijos e hijas, su vida no fue larga. Un sábado 25 de diciembre de 1406 pasó a mejor vida cuando no había cumplido veintisiete años y la reina apenas había doblado la esquina de los treinta. La camarera, doña Leonor López de Córdoba, por su parte, contaba para entonces unos cuarenta y cuatro años, pues parece que nació, como dijimos, en 1362. Viuda la reina, se acercó más a Leonor en quien veía a una persona fiel y con quien podía hablar de cosas que no comentaría ni diría a ningún hombre.
A la muerte de su real esposo, doña Catalina de Láncaster ejerció de tutora, junto con su cuñado, don Fernando (al que la historia apoda el de Antequera), ya que el heredero de la corona e infante-rey, Juan II, tenía solo dos años de edad. El rey don Enrique así lo había dispuesto antes de morir. La tutela del príncipe heredero, hasta su mayoría de edad, sería compartida por la madre y el tío. Tan pronto como las Cortes de Toledo reconocieron al nuevo rey, en cumplimiento del testamento, ambos se hicieron cargo de la regencia y, ante las Cortes de Segovia, juraron cumplir lealmente su oficio.
Para entonces, doña Leonor se había ganado totalmente la voluntad de la reina, que comentaba con ella los asuntos de Estado, y se dejaba llevar por su criterio, de modo que en la Chronica de Juan II se llega a decir que la reina «entregó de tal suerte la llave de su arbitrio, que nada se abría o se cerraba en palacio si no por el favor de aquella mano». Ello, naturalmente, le acarreó los odios de aquellos que hubieran deseado para sí el lugar privilegiado de doña Leonor cerca de la reina Catalina.
Temerosa de que la regencia compartida entre su señora, doña Catalina y el infante don Fernando pudiese resultar en menoscabo de su influencia sobre la reina, doña Leonor empezó a oponerse casi por sistema a las decisiones del corregente. Al sobrevenir la muerte de don Enrique el Doliente, el infante, que se encontraba embarcado en una dura campaña contra los moros, tan pronto supo la noticia de la muerte del Doliente decidió continuar con ella. Para ello hubo de solicitar financiación a fin de subvenir los costes de la guerra. La reina, comprendiendo la necesidad del momento, ya que era consciente del peligro que había en la frontera para la seguridad de los reinos, con toda presteza hizo reunir veinte cuentos de maravedís para ser gastados exclusivamente en la ofensiva contra los moros, y así lo juraron todos, incluso don Fernando. Con este motivo la favorita manifestó su desconfianza a la reina y de tal modo le contagió con sus aprensiones que los contactos entre ambos corregentes se fueron haciendo cada vez más fríos y tirantes.
Modesto Lafuente nos describe así las relaciones entre ambos:
Pronto nacieron desconfianzas entre los dos regentes, ya por obra de algunos malintencionados, que se complacían en turbar su armonía, sembrando entre ellos mutuos recelos y sospechas, ya por el carácter de la reina doña Catalina, la cual por otra parte se hallaba de todo punto supeditada a una dama de su corte llamada doña Leonor de López de Córdoba, sin cuyo consejo nada hacía, y que de tal manera dominaba en el ánimo de la reina, que nada servía cuanto se determinara en materia de gobierno, si no merecía la aprobación de la dama favorita; a tal punto que lo que un día se deliberaba, otro se revocaba o contradecía si no era del agrado de doña Leonor López, con mengua del reino y no poco disgusto del infante don Fernando.
A pesar de contar con la amistad y la confianza de doña Catalina, doña Leonor se tomó demasiado en serio su papel de dispensadora de gracias y prebendas e incluso se atrevió a contradecir en varias ocasiones las órdenes del infante, sembrando siempre la desconfianza en el ánimo de la reina contra su cuñado, don Fernando. A tal punto llegó la tirantez entre la reina y el infante-tutor que «fiábanse, pues, tan poco uno de otro que cada cual de los regentes tenía su guardia propia y cuando iban al consejo cada cual llevaba sus hombres de armas para su defensa».
Incapaces de gobernar juntos, finalmente, ambos decidieron dividirse el reino por zonas de obediencia para no intervenir uno en el mandato del otro, como venía sucediendo. Doña Leonor aprobó esta decisión por la que la reina tomó bajo su gobierno directo la zona que hay de los puertos allá por Segovia, es decir, Castilla la Vieja y León, y don Fernando la de los puertos acá, hacia Andalucía: Toledo, Extremadura, Murcia y Andalucía.
Aunque se tomó esta sabia decisión, continuaron los motivos de roce y desavenencia entre ambos tutores alentados por la actitud poco amistosa de doña Leonor hacia el infante, a quien en todo contradecía. Una de las razones de la discordia era la obediencia o no al papa Luna, Benedicto XIII, pues mientras don Fernando estaba a favor de sustraerse a su obediencia y acatar en todo la decisión del concilio de Constanza, la reina lo reconocía como papa legítimo y retrasaba el cumplimiento de las órdenes conciliares, lo que favorecía, indirectamente, los planes de Benedicto XIII. Doña Leonor, no sabemos si de corazón o por oponerse a don Fernando, apoyaba también al papa Luna. Esta circunstancia añadió roces y dificultades entre ambos tutores.
En febrero de 1410, don Fernando volvió a cruzar la frontera granadina. Era su objetivo tomar la ciudad de Antequera. Después de varios conatos y tentativas, se ordenó el asalto general el 16 de septiembre de 1410, quedando la ciudad en poder del infante, que se ganó allí el sobrenombre por el que le conoce la historia: don Fernando el de Antequera. La importante plaza quedó para siempre en poder de Castilla. Grandes fueron la alegría y la conmoción que produjo esta noticia en todo el reino. Con esta victoria el infante don Fernando contrastó una vez más su probidad y fidelidad a los reyes de Castilla y al reino cuyas fronteras defendía con peligro de su vida. Es posible que fuera, al menos en parte, esta acción guerrera la que hizo ver a doña Catalina que la actitud de la favorita, siempre opuesta a don Fernando, había sido injusta, y que sus consejos en contra de la acción del tutor habían sido más intrigas que opiniones leales; también le habían llegado a la soberana otras voces que se quejaban de la altivez de la dama. Como quiera que fuese, a partir de entonces, según Fernán Pérez de Guzmán, la reina «le tomó gran desamor».
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