Efectivamente, acudió don Enrique de Trastámara a pedir la entrega de las hijas de don Pedro, pero el fiel maestre se negó a entregarlas; al contrario, se fortificó y resistió el asedio a que lo sometió el nuevo rey. Desalmado era el tiempo y desalmados sus protagonistas. Durante el asedio, una noche, cuarenta caballeros de don Enrique lograron escalar la muralla, pero fueron descubiertos y llevados a presencia de don Martín, el cual al saber que los infiltrados pretendían abrir la puerta al enemigo los hizo matar a todos a lanzadas. Gran enojo y consternación causó este hecho al rey don Enrique y quizá fue esa la razón de su inhumano proceder posterior.
Después de intentarlo repetidas veces, apreciando el Trastámara que le sería muy costoso en vidas tomar por la fuerza la villa, llegó a un trato con el defensor de la plaza fuerte: las hijas de don Pedro podrían abandonar Carmona con el tesoro de su padre e irse a Inglaterra, como solicitaba don Martín. En cuanto a los defensores de la villa, sus vidas y bienes serían respetadas; don Pedro y su familia tendrían carta salva y podrían salir sin ser molestados. Quizá el maestre de Calatrava no confiaba del todo en la palabra del rey, pues antes de abrir las puertas de Carmona (10 de mayo de 1371) hizo salir a las hijas de su difunto señor don Pedro, y de María de Padilla, acompañadas por el obispo de Jaén con el tesoro real. Todos juntos se hicieron a la mar rumbo a Inglaterra. Luego, siguiendo los pasos de lo pactado, se abrieron las puertas de Carmona para que entrase el nuevo rey.
Para deshonra de este, el soberano no cumplió nada de lo acordado y convenido; al contrario, nada más entrar en la villa, hizo tomar preso al fiel maestre de Calatrava, don Martín López de Córdoba, a su familia y a los defensores de Carmona. La matanza de los cuarenta hombres de Enrique fue vengada con un acto de crueldad que no desmerecía de lo que acostumbraba el difunto Pedro I el Cruel. Según la Crónica abreviada:
Mandó el rey arrastrar por toda Sevilla á Matheos Fernández, secretario del sello de la poridad del rey don Pedro, é cortáronle pies é manos, é degolláronle; é el lunes doce días de junio arrastraron á Martín López por toda Sevilla, é le cortaron pies é manos en la plaza de San Francisco, é le quemaron.
No se contentó el de Trastámara con tamaña felonía, pues en esos tiempos dar muerte ignominiosa a un noble era peor que la muerte misma, sino que tomó presos a todos sus servidores, parientes, hijos e hijas, yernos, sobrinos y encomendados y los hizo conducir a las Reales Atarazanas de Sevilla, en donde los sepultó para siempre, incomunicados en la más rigurosa prisión. Algunos de los hijos del infeliz maestre, como doña Leonor, tenían solo ocho años; el esposo que le había dado su padre, unos veintiséis; y su hermano Lope, diez. Además de condenarlos a la pena de prisión el rey se incautó de todos sus bienes, villas, propiedades y cualesquier otra posesión o pertenencia de la familia del que él consideraba un traidor a su causa.
Nos relata doña Leonor que estaban en prisión encadenados a los muros y, con gran crueldad, de vez en cuando se les retiraba la comida o la bebida. Las peores penas y castigos los sufría el esposo de doña Leonor, porque era pariente directo de don Pedro; a él se le encadenaba al brocal de un pozo durante ocho o más días, cargado de hierros en manos y pies, y según cuenta en sus memorias «se le negaba el agua durante todo ese tiempo, mientras podía ver el agua no podía tomarla. […] y mi hermano Lope, de trece años, murió y tenía sobre sí una cadena de más de setenta eslabones de hierro y era el niño más hermoso y bueno habían visto ojos».
Estando la infeliz familia encarcelada en las Atarazanas hubo un brote de peste y murieron todos, excepto la misma doña Leonor y su marido. Ella dice que sus hermanas presas y sus maridos murieron y que «los arrojaron fuera como si de moros se tratase». Quizá con los ojos de hoy no podamos ver lo que significaba en el siglo XIV tal proceder, pues todo cristiano aspiraba a un confesor en su lecho de muerte y a ser enterrado en sagrado. Esto, desde los más poderosos hasta los más humildes. Era impensable que nadie, en su sano juicio, negase los sacramentos y entierro en tierra sagrada a un cristiano. Pero quizá la venganza de don Enrique estipulaba y disponía que si moría alguno de los presos se le negasen todos estos consuelos, solo así se explica que los carceleros arrojasen los cuerpos a un foso sin misas, sin bendiciones, sin plegarias y lo que es peor, sin haber llamado a un confesor antes.
En esta rigurosa prisión permaneció doña Leonor durante años, años en los que no pudo educarse como a su alcurnia correspondía, por ello es de maravillarse cómo en el futuro ella sería capaz de escribir unas memorias que le dieron un puesto de honor en las letras españolas, y cómo su preparación e inteligencia la hicieron digna de la confianza de la reina doña Catalina de Láncaster, de quien fue amiga y valida, pero no adelantemos los hechos.
Nueve años permanecieron doña Leonor y su esposo en las Reales Atarazanas sin ninguna esperanza de poder salir de sus profundidades. La niña de ocho años ya tenía diecisiete y el esposo, de quien se dice tenía veintiséis años al ingresar en prisión, treinta y cinco. Toda una vida.
El rey don Enrique reinó desde 1369 hasta 1379. Ante la llegada de su muerte, por sorpresa, los cautivos fueron puestos en libertad. No se sabe si arrepentido de su dureza, y viéndose próximo a rendir cuentas de sus actos ante el tribunal de Dios, decidió, en lo posible, deshacer el mal cometido y no solo dispuso que se les soltase, sino que se les restituyese lo que se les había quitado.
Las Reales Atarazanas de Sevilla convertidas en almacén
Es cierto que recuperaron su libertad, aunque no pudieron recobrar absolutamente nada de lo que habían sido despojados. Otra larga condena les llegaba: la de la miseria, y ello, para una familia noble, entrañaba el deshonor. Como el deshonor de un miembro de la familia llegaba a todos por extensión, una altiva tía de doña Leonor, doña Mencía García de Carrillo, rica señora de Córdoba, tomó sobre sí el peso de su manutención y alojamiento, no por amor a ella, sino por no ver a su pariente, quizá, pidiendo por las calles. Se llevó a la joven a su casa, en donde no fue bien recibida ni por sus primos ni por la servidumbre, que veía en la presencia de doña Leonor más trabajo y ninguna recompensa. Servir a una pobretona no era privilegio. El marido, esperanzado en recuperar algo de su gran patrimonio, no se quedó con ella, sino que se fue a sus antiguos territorios por ver si podía rescatar algo de sus dineros y riquezas o reconstruir su posición; o al menos recobrar alguna propiedad o bienes con los que subvenir a su propia supervivencia y si había suficiente a la de su esposa, alojada por caridad en casa de una tía que ni la quería, ni tan siquiera la apreciaba. Abandonar a una esposa por no poder alimentarla era el colmo de la degradación y la ignominia y la desgracia para un caballero hijodalgo, y aun para un hombre cualquiera.
No tuvo don Ruy Gutiérrez de Finestrosa la menor suerte, igual que su mujer, todo lo que antaño poseyera parecía haberse disuelto en el aire, nadie sabía a dónde había ido a parar tanto esclavo, tanta perla, tanto moro y tanto poder. Avergonzado, no volvió a recoger a su consorte que, en vano, en casa ajena esperaba que el esposo la salvara de la humillación de recibir comida de la desabrida caridad de su señora tía. Años después, cuando su esposa doña Leonor contaba ya veinticinco años de edad, quebrantado el orgullo por la miseria, volvió don Ruy a Sevilla, en donde su mujer comía el amargo pan que le facilitaba su tía, a cuyo capricho estaba sometida. Apareció el marido con la cabeza gacha y hubo de acogerse también a la fría caridad de doña Mencía García de Carrillo.
Читать дальше