Javier Gómez Molero - El asesino del cordón de seda

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Roma. Año 1492.
Con la elección de Rodrigo Borgia como pontífice, bajo el nombre de Alejandro VI, el valenciano Michelotto es nombrado capitán de la guardia de la ciudad, así como guardaespaldas de los miembros de la familia papal. De costumbre escoltando a César Borgia, hijo de su santidad, Michelotto pondrá en liza su inteligencia y sangre fría, al objeto de resolver los peliagudos asuntos que se irán sucediendo, en unos años en los que la traición por alcanzar el poder está a la orden del día. Controlándolo y envolviéndolo todo, tal como si le distinguiera el don de la ubicuidad, el capitán Michelotto se revestirá de razones y argumentos para proclamar que, en el cumplimiento de las órdenes recibidas, por injustas o despiadadas que sean, está cumpliendo la voluntad de Dios.
El lector que se adentre en las páginas de «El asesino del cordón de seda», más allá de encontrarse con una fiel ambientación de la Roma renacentista, encontrará intriga y misterio, tesoros ocultos, odios eternos, traiciones, venganzas, sobornos, sectas clandestinas, fiestas sensuales, tabernas rijosas, prostitutas ajadas, enamoramientos a primera vista y mujeres aguerridas, dueñas de su destino.
Por medio de un lenguaje tan preciso como exquisito, el autor nos invita a una exploración de las relaciones humanas en sus múltiples facetas y a un recorrido por el día a día de hombres y mujeres con sus crisis existenciales y sus incertidumbres, en permanente lucha con ellos mismos y con el mundo que les ha caído en suerte.

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Un rodillazo en los testículos que lo forzó a replegarse sobre sí mismo, fue la evidencia palmaria de que Michelotto estaba lejos de creer a Stéfano, se le habían hinchado las narices y estaba rumiando tomar medidas de más largo alcance. Esperó unos segundos a que se recuperase del rodillazo y volvió a insistir, no sin antes obsequiarlo con otro puñetazo, esta vez en la nariz, que empezó a sangrar.

—¿De dónde has sacado el cofre? —los brazos de Michelotto se cruzaron delante de su pecho y la puntera de su pie izquierdo se puso a tamborilear sobre el suelo.

—Por más golpes que me deis, no voy a faltar a la verdad. Alguien lo ocultó debajo de la manta —Stéfano sacó un pañuelo y con él presionó la nariz, que no dejaba de sangrar.

Michelotto hurgó por debajo de su camisa a la altura del cuello y extrajo un cordón de seda, lo tensó cuanto daba de sí y lo puso ante los ojos del sorprendido Stéfano.

—¿Sabes lo que es? —el acre aliento de Michelotto se expandió por la cara de Stéfano.

—Un cordón —lo que Stéfano no sabía era que el cordón encarnaba el arma favorita de Michelotto que, con su descomunal fuerza, lo empleaba para triturar la tráquea de cuantos lo incordiaban.

Michelotto anduvo unos pasos, se plantó a la espalda de Stéfano, le enlazó el cuello con el cordón y apretó hasta que notó cómo su cuerpo entero temblaba y de su garganta salían estertores que presagiaban un desenlace más rápido del que cabía esperar. Lo aflojó y, sin desprenderlo del cuello, volvió a preguntar acerca de la procedencia del cofre.

—Si lo supiera, os lo diría —articuló con dificultad Stéfano, al tiempo que, sin dejar de toser, se llevaba las manos al cuello.

Ante la capacidad de aguante de Stéfano y su contumacia en la respuesta, a Michelotto se le planteó la eventualidad de que no estuviera mintiendo. Alguien, con la evidente voluntad de recuperarlo más adelante, había ocultado bajo la manta el cofre, al objeto de que fuese Stéfano y no él quien corriera el riesgo de pasarlo por delante del puesto de centinelas. No obstante sus sospechas, el capitán de la guardia resolvió intentarlo por última vez, recurriendo a un procedimiento más sutil y retorcido.

—Cuando me han hecho venir para interrogarte, estaba a la orilla del Tíber, en Torre di Nona, adonde me desplacé con idea de conocer de primera mano la prisión en que encierran a delincuentes y herejes. Nada más ser recibido por su carcelero, indagué si había algún desgraciado en su interior y para mi regocijo me respondió que sí, que había una bruja a la que se la había condenado por haberse entregado a demonios y a íncubos y, con sus hechizos y encantamientos, haber provocado la muerte de un niño que estaba todavía en el útero materno. Había atormentado asimismo a hombres y mujeres con terribles dolores, y mediante conjuros había impedido a varones realizar el acto sexual y a mujeres concebir. A la bruja la había denunciado otra bruja, con quien había intimado en frecuentes aquelarres, que no había aguantado la tortura y había acabado por confesar. Personados en la casa de la bruja ahora encerrada, los guardias se habían tropezado en un armario del sótano con pruebas que la incriminaban y daban la razón a la que se había ido de la lengua: desde cordones de nudos para la venganza, cráneos, costillas, dientes, ojos y pelo de cadáveres, hasta suelas de zapatos y tiras de ropa desenterradas de las tumbas.

Stéfano estaba empezando a barajar si, más allá de violento, su excelencia no andaría mal de la cabeza. No entendía a qué venía sacar ahora a colación Torre di Nona, al carcelero y a la bruja que habían encerrado en las mazmorras por el chivatazo de otra bruja. Por lo demás, estaba encantado de que la conversación entre ambos —si es que la paliza que había recibido cabía catalogarse de esa manera— hubiera tomado otra deriva, en vista de que al menos gozaría de un rato de calma, que falta le venía haciendo.

—Ordené al carcelero que me condujera cuanto antes donde estaba la bruja, no por el capricho de admirar su continente ni someterla a un interrogatorio, sino para tener ocasión de examinar los instrumentos con los que la habrían torturado y sopesar la conveniencia de reemplazarlos por otros o mandar adquirir alguno del que estuvieran necesitados para llevar a cabo su encomiable labor. Junto a la bruja, y con el ánimo de que confesara sus crímenes y se arrepintiera de ellos, aun cuando al final iba a acabar de todas maneras en la hoguera, se hallaba un monje que al enterarse de quién era yo se me acercó y me suplicó medio llorando que mandara a mis hombres salir tras la pista de un hermano suyo del convento, que con él compartía las tareas espirituales de la cárcel y proporcionaba consuelo a los condenados, y que había desaparecido misteriosamente. Y me recalcó, a fin de facilitar la búsqueda, que el tal monje era gordo, sonrosado y bien parecido.

Que a Torre di Nona, al carcelero y a la bruja, su excelencia viniese a agregar ahora a un monje que andaba angustiado por la desaparición de otro monje, con el que seguro mantenía una relación pecaminosa, ratificó a Stéfano en la tesis de que el tal Michelotto estaba loco de atar. Y siguió rezando para que persistiera en ese camino y no reparara en las partes de su cuerpo, que aún no se había dignado marcar con sus golpes.

—Los instrumentos de tortura que el carcelero me fue mostrando, y que ya había sufrido en carne propia la bruja, los juzgué sencillamente insuperables, dignos de una cárcel de tal renombre y muy bien cuidados, halago este último que caló hondo en el ánimo de aquel hombre, que me lo agradeció con unos lagrimones y pasó a pormenorizar su funcionamiento y los efectos que sobre los delincuentes y herejes ejercían.

La calma que durante un rato se había reflejado en el semblante de Stéfano fue poco a poco desvaneciéndose, hasta degenerar en un destello de desasosiego que a Michelotto le provocó una sonrisilla de ida y vuelta. Las cosas pintaban mal, de un momento a otro fijo que el capitán se descolgaba con la descripción de los instrumentos de tortura. Y el labriego no erró en su suposición.

—Entre las dos planchas de hierro de la empulguera pones los dedos y esperas a que el torturador, dando vueltas a una manivela, los vaya apretando y apretando hasta que termina por aplastarte las uñas, las falanges y los nudillos; la pera veneciana, de metal y revestida de púas, te la introducen por el ano y girando un tornillo la van ensanchando y ensanchando, hasta que te desgarra por dentro; en la bota española, te colocan las dos piernas entre dos tablones de madera que golpean con un martillo, y a cada martillazo te van destrozando el hueso de la espinilla, hasta que se desgajan fragmentos que van a parar a la piel que hace de bolsa para contenerlos; el potro y la rueda te serán de sobra conocidos como para que malgaste mi tiempo y mi saliva en describírtelos, y otro tanto sucede con el tormento del embudo y el agua.

Stéfano se había puesto blanco como la cal, el labio de abajo le temblaba y un río de lágrimas corría mejillas abajo, hasta desembocar en los labios.

—Así que, como ya te supongo bien informado de lo que te espera, cuando lo estimes oportuno, amigo Stéfano, salimos para Torre di Nona, donde el verdugo se muere de ganas de empezar contigo.

8

Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492

Stéfano acaba por confesar la verdad a Michelotto, nuevo capitán del cuerpo de guardia de Roma y mano derecha del papa

—Hará cosa de quince o veinte días enganché el mulo al carro que la noche de antes había cargado de melocotones, sandías y melones y, dejando atrás las tierras que cultivo, me encaminé en dirección a Roma. Estaba amaneciendo cuando llegué a Porta San Paolo, por la que crucé sin que nadie me molestara, a lo mejor porque a esas horas los guardias suelen estar medio dormidos y lo que menos les apetece es interrogar a alguien o fisgonear. Las tiendas y talleres de las calles por las que iba circulando estaban abriendo sus puertas, y los patrones y aprendices se aprestaban a exponer al público sus productos; los banqueros pesaban, cambiaban monedas y vendían mentiras; los tejedores extendían sobre bancos de madera sus telas y madejas de lana; de las tintorerías escapaba un insufrible olor a lejía y alumbre; niños y no tan niños, con sus bártulos a cuestas, iban camino de sus clases; más de un carruaje tirado por caballos engalanados anunciaba la presencia de alguien importante, y de casas de relumbrón emergían criados con sus cestos rumbo al mercado, lo que me hizo arrear al mulo para llegar cuanto antes. Nada más pisar Campo dei Fiori, en medio de dos campesinas que vendían conejos, pollos y gallinas de sus granjas, ocupé mi sitio de costumbre y en un ora pro nobis monté el puesto y vacié el carro de su carga. Antes de que se me adelantaran, me apresuré hacia el abrevadero y en una de las argollas de sus bordes amarré el mulo con el carro detrás. Sin pérdida de tiempo, regresé al puesto y me puse a pregonar a gritos mis mercancías. Aun cuando a esas horas tan tempranas todavía se pueda respirar y el sol no aprieta con el ensañamiento de después del rezo del ángelus, la mayoría de los que iban o venían protegían sus cabezas con sombreros y se daban aire con abanicos de paja y espejitos incrustados. Por delante de mi puesto desfilaban músicos, danzarines, comediantes, sacamuelas, vendedores de remedios milagrosos, buhoneros, mendigos y patrullas de soldados, que no perdían detalle para que no se cobrara más de lo estipulado, no se salieran con la suya los ladronzuelos y no estallaran altercados.

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