Javier Gómez Molero - El asesino del cordón de seda

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Roma. Año 1492.
Con la elección de Rodrigo Borgia como pontífice, bajo el nombre de Alejandro VI, el valenciano Michelotto es nombrado capitán de la guardia de la ciudad, así como guardaespaldas de los miembros de la familia papal. De costumbre escoltando a César Borgia, hijo de su santidad, Michelotto pondrá en liza su inteligencia y sangre fría, al objeto de resolver los peliagudos asuntos que se irán sucediendo, en unos años en los que la traición por alcanzar el poder está a la orden del día. Controlándolo y envolviéndolo todo, tal como si le distinguiera el don de la ubicuidad, el capitán Michelotto se revestirá de razones y argumentos para proclamar que, en el cumplimiento de las órdenes recibidas, por injustas o despiadadas que sean, está cumpliendo la voluntad de Dios.
El lector que se adentre en las páginas de «El asesino del cordón de seda», más allá de encontrarse con una fiel ambientación de la Roma renacentista, encontrará intriga y misterio, tesoros ocultos, odios eternos, traiciones, venganzas, sobornos, sectas clandestinas, fiestas sensuales, tabernas rijosas, prostitutas ajadas, enamoramientos a primera vista y mujeres aguerridas, dueñas de su destino.
Por medio de un lenguaje tan preciso como exquisito, el autor nos invita a una exploración de las relaciones humanas en sus múltiples facetas y a un recorrido por el día a día de hombres y mujeres con sus crisis existenciales y sus incertidumbres, en permanente lucha con ellos mismos y con el mundo que les ha caído en suerte.

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—Santo padre, que hayáis reparado en mi humilde persona para tan elevado cometido lo considero un honor inmerecido. Detrás de vuestras palabras, de vuestros deseos, se esconde la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo y como tal he de acatarla. No sé si sabré estar a la altura de lo que me pedís, pero tened la seguridad de que me dejaré hasta la última gota de mi sangre por daros satisfacción.

Alejandro VI cogió la campanilla de la mesita que había tomado el vaso de agua y la hizo sonar poniendo así fin a la entrevista con Michelotto, que de ser el guardaespaldas de su hijo César pasaba a convertirse en el responsable de la seguridad de todos los miembros de la familia y el garante del orden en la capital de los Estados Pontificios. A la vez que hacía una reverencia y se dirigía a la puerta de salida sin perderle la cara a su santidad, su mente ya maquinaba el modo de hacer frente a la ardua misión que se le había asignado. Y fue al pasar bajo el dintel y atacar el pasillo por el que había venido, cuando le volvieron dos de las frases que habían salido de los labios del representante de Cristo en la tierra: «Los procedimientos que emplees para conseguirlo, por expeditivos que sean, nunca los vamos a poner en cuestión». «Queremos que tomes las medidas que estimes oportunas, por crueles e impopulares que sean, para restablecer el orden».

7

Roma, 25 de agosto del año del Señor de 1492

Stéfano, el labriego caído en un agujero, es detenido cuando intenta salir de Roma

Las providencias habían sido lo suficientemente explícitas y tajantes, como para que los guardias que custodiaban las puertas de acceso a la ciudad las cumpliesen a rajatabla. El nuevo capitán que, desde que Alejandro VI se hubiera sentado en la silla de Pedro, los mandaba, no se andaba con minucias a la hora de exigir el acatamiento de las mismas. En la semana escasa que llevaba al frente de las fuerzas de seguridad de Roma había dejado traslucir un rigor, que derivaba en crueldad al ir a tomar medidas contra aquellos que las infringían.

Michelotto había impartido órdenes de que patrullaran día y noche por los barrios más inseguros de la ciudad, se detuviera sin la menor consideración a cuantos presentaran una actitud sospechosa y se vigilara el paso por las puertas que, a través de las murallas, enlazaban la sede de los Estados Pontificios con el exterior. Inserta en la tarea encomendada iba el registro concienzudo de carros, carruajes y cabalgaduras, que hasta entonces habían entrado y salido como si nada y aprovechado para traficar con armas, oro o dinero, que en no pocas ocasiones se desviaban con la voluntad de financiar revueltas.

Porta San Paolo recibía a una ola de campesinos que, procedentes de los predios que prolongaban la ciudad, traían sus productos extraídos de la tierra o arrancados a los árboles para venderlos o intercambiarlos por otros productos en el mercado, que al romper la mañana se abría en Campo dei Fiori. Por más que la férrea vigilancia de los centinelas y los registros a la entrada los incomodasen y retardasen el arranque de su actividad, aquellos hombres del campo no ocultaban su contento porque, merced a estas medidas, se estaba ganando en seguridad, lo que traía aparejado un incremento de las ventas. Eran medidas penosas, pero eficaces.

De ahí que no comulgaran con la postura de aquel individuo mal encarado y desabrido que, cuando la tarde ya moría, se manifestaba reacio a que le registraran el carro unos pasos antes de salir por Porta San Paolo que, junto a Porta San Sebastiano, ponía en comunicación la ciudad con las tierras del sur. Como tampoco entendieran el revuelo que, instantes después de que uno de los vigilantes se introdujera en el interior del vehículo, se formó alrededor y concitó la atención de sus compañeros del puesto de guardia. Que se habían tropezado con algo que no esperaban se palpaba en el ambiente. Y la presencia al cabo de un rato de Michelotto, el hombre al que ya empezaban a respetar y llamar su excelencia, vino a corroborar tal suposición.

—Tú y yo tenemos que hablar —fueron las primeras palabras que escaparon de los labios de su excelencia. Su mandíbula se tensó y sus ojos taladraron los de aquel pobre diablo, que no sabía con quién se la estaba jugando.

—Yo no he hecho nada malo —el propietario del carro que acababan de registrar no quitaba ojo de la cicatriz que cruzaba la cara de Michelotto.

—¿Y lo que mis guardias han descubierto debajo de la manta? —Michelotto se empinó sobre las punteras de sus botas de cuero—.

—El primer sorprendido he sido yo. Alguien lo ha colocado en el interior del carro cuando yo no estaba —el hombre del carro puso cara de no haber roto un plato en su vida.

—Ya. Suena muy convincente. Empecemos por el principio. ¿Qué hacías en Roma? —mientras Michelotto lo interrogaba, los guardias se apuraban en agilizar la salida de cabalgaduras y carros, cuyos dueños volvían la cabeza para examinar al recortado capitán de veintitantos años, que se apoyaba en el muro a la izquierda de la puerta.

—Vender mis melones, mis sandías, mis melocotones. Labro unas tierras que pertenecen a su eminencia el cardenal Riario y conforme a la temporada traigo unos productos u otros. De aquí a nada le tocará a la uva y a continuación a la aceituna.

—Por lo que me estás contando, eres un hombre rico. Empiezo a comprender por qué nos querías ocultar el cofre — Michelotto escoró la mirada hacia el carro.

—¿Rico? Si tomáis por rico a quien trabaja de sol a sol, vive en una casucha de muros de adobe y techo de paja, duerme en la misma pieza que los animales y, cuando la cosecha se viene abajo, no puede hacer frente al pago del arrendamiento y pasa hambre, soy ciertamente rico.

Michelotto, a quien las reivindicaciones del individuo del carro le importaban poco, no estaba por apresurarse, tiempo le sobraba. Y le divertía observar la manera en que la seguridad y el aplomo que al inicio del interrogatorio delataban todos, iba debilitándose a medida que avanzaba y les apretaba lo justo.

—¿Y la manta? ¿En agosto?

—Hay jornadas en que se me echa la noche encima y, como a esas horas las puertas de la muralla ya están cerradas, no me queda otra que dormir en el carro. Y de madrugada el relente aprieta —el labriego se guardó de apuntalar su respuesta, con el detalle de que si pernoctaba en Roma era por mor de las cogorzas que agarraba.

—Hay dos cosas de las que no me has hecho mención y que mi curiosidad me impulsa a preguntar: ¿cómo te llamas y por qué andas renqueante? —los ojos verdes de Michelotto viajaron por la pierna derecha del campesino.

—Vos no me lo habíais preguntado, excelencia. Mi nombre es Stéfano y si ando medio cojo es porque tropecé con una piedra, caí al suelo y a consecuencia del porrazo me destrocé la pierna. Espero recuperarme de aquí a poco y volver a andar con normalidad. Malamente un tullido podría cumplir con las labores que el campo requiere —replicó el que decía llamarse Stéfano.

—Ya vamos avanzando —ironizó Michelotto, que si había propuesto interrogantes tan simples era para que el tal Stéfano se confiase.

La bofetada que le propinó en la mejilla derecha por poco si le vuelve la cara. En décimas de segundos, a la bofetada siguió un puñetazo en la mandíbula, que más parecía la coz de una mula.

—Hasta aquí hemos llegado. Bastante paciencia estoy teniendo contigo. Te lo preguntaré otra vez. ¿Dónde has encontrado el cofre? O, te lo diré de otra forma, ¿a quién has desvalijado? —los ojos de Michelotto echaban fuego y la morenez de su rostro había dado paso al color de las amapolas.

—Si lo supiera, os lo diría. Os repito que quienquiera que fuese lo escondió debajo de la manta en mi ausencia, cuando dejé el carro con el mulo atado al abrevadero de Campo dei Fiori —Stéfano continuaba más entero de lo que cabía esperar, después de los dos sopapos que Michelotto le había endilgado.

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