Arturo Pérez-Reverte - Limpieza De Sangre

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Con las prisas, incluso, simplificáronse trámites del complicado protocolo. Las sentencias, que se leían a los penitenciados la noche anterior tras una solemne procesión de las autoridades, llevando éstas la cruz verde destinada a la plaza y la blanca que se levantaba en el quemadero, dejáronse para hacerse públicas en el mismo auto de fe, con todo el mundo ya presente en el festejo. El día anterior habían llegado desde las cárceles de Toledo los presos destinados al acto, que eran -éramos- una veintena, alojándonos en los calabozos que el Santo Oficio tenía en la calle de los Premostenses, por mal nombre calle de la Inquisición, muy cerca de la plazuela de Santo Domingo.

Llegué así la noche del sábado, sin comunicarme con nadie desde que fui sacado de mi celda y puesto en un coche, con las cortinillas cerradas y fuerte escolta, del que no salí hasta que, a la luz de teas encendidas, me hicieron descender en Madrid, entre familiares de la Inquisición armados. Bajáronme a un nuevo calabozo donde cené de forma razonable; y con eso, una manta y un jergón, aviéme la incierta noche, que fue toda de pasos y ruido de cerrojos al otro lado de la puerta, voces que iban y venían, mucho trajín y aparato. Con lo que empecé a temer muy por lo serio que la siguiente jornada íbame a deparar pesados trabajos. Me estrujaba el seso rebuscando en los lances apretados que había visto en los corrales de comedias, a la espera, como siempre ocurría en ellos, de una traza oportuna con que salir. A esas alturas tenía la certeza de que, fuera cual fuese mi culpa, no podía ser quemado a causa de mi edad. Pero las penas de azotes y el encarcelamiento, incluso de por vida, entraban en los usos del caso; y no andaba yo cierto de cuál iba a resultar mejor libranza. Sin embargo -cosas de la prodigiosa naturaleza- los buenos humores de mi mocedad, las penurias pasadas y el agotamiento del viaje hicieron pronto su natural efecto, y tras un largo rato en vela, sin cesar de interrogarme por mi triste suerte, vencióme un sueño piadoso y reparador que alivió las inquietudes de mi entendimiento.

Dos mil personas habían velado para asegurarse un sitio. Y a las siete de la mañana en la plaza Mayor no cabía un alma. Disimulado entre la multitud, con el chapeo de ala ancha bien puesto sobre la cara y un herreruelo vuelto sobre el hombro a modo de discreto embozo, Diego Alatriste abrióse paso hasta asomarse al portal de la Carne. Los arcos estaban abarrotados de gente de todo estado y condición. Hidalgos, clérigos, artesanos, criadas, comerciantes, lacayos, estudiantes, pícaros, mendigos y chusma varia se empujaban unos a otros buscando situarse bien. Negreaban las ventanas de gente de calidad, cadenas de oro, argentados, ruanes, puntas de a cien escudos, hábitos y toisones. Y abajo, familias enteras, niños incluidos, acudían con cestas de vituallas y refrescos destinados a la comida y la merienda, mientras alojeros, aguadores y vendedores de golosinas empezaban a hacer su agosto. Un merchante de estampas religiosas y rosarios pregonaba a voces su mercancía, que en jornada como aquélla, aseguraba, traía bendición del Papa e indulgencias plenarias. Más allá, un supuesto mutilado de Flandes, que en su vida había visto una pica ni de lejos, limosneaba plañidero, disputándose el lugar con otro falso tullido y otro que fingía burdamente tener la tiña con una capa de pez sobre la cabeza rapada. jugaban de vocablo los galanes y gitaneaban las busconas. Y dos mujeres, una bonita sin manto y otra caríazogada y fea con él, de las que juran no sentarse en ramo verde hasta enamorar a un grande de España o a un genovés, convencían a un menestral aficionado a bizarrear de espada y dárselas de galán y caballero, de que aflojara la bolsa para regalarlas con unos azafates de fruta y unas peladillas. Y el pobre hombre, en la esperanza del lance, había aflojado ya dos de a ocho que llevaba encima, alegrándose para su coleto de no llevar más. Ignorante, el menguado, de que los verdaderos señores nunca dan, ni amagan; antes hacen gala de no dar, y después, también.

Era un día luminoso, perfecto para la jornada, y el capitán entornaba los ojos claros, deslumbrados por el azul que se derramaba por los aleros de la plaza. Anduvo entre la gente abriéndose paso a codazos. Olía a sudor, a multitud, a fiesta. Sentía crecerle una desesperación sin consuelo posible; la impotencia ante algo que escapaba a sus limitadas fuerzas. Aquella maquinaria que se movía inexorable no dejaba resquicio para otra cosa que la resignación y el espanto. Nada podía hacer, y ni siquiera él estaba seguro allí. Andaba con el mostacho sobre el hombro, retirándose apenas alguien lo miraba un poco más de lo debido. En realidad se movía por hacer algo, por no estarse quieto pegado a la columna de un soportal. Se preguntó dónde diablos andaría a tales horas Don Francisco de Quevedo, cuyo viaje, resultara lo que resultase, era ya el único hilo de esperanza frente a lo inevitable. Un hilo que sintió romperse cuando sonaron las cornetas de la guardia, haciéndole mirar la ventana cubierta con un dosel carmesí en la fachada de los Mercaderes. El Rey nuestro señor, la reina y la Corte ocupaban ya sus asientos entre los aplausos de la multitud: de terciopelo negro el cuarto Felipe, grave, sin mover pie, mano ni cabeza, tan rubio como la pasamanería de oro y la cadena que le cruzaba el pecho; de raso amarillo la reina nuestra señora, tocada con garzota de plumas y joyas. Formaban las guardias con alabardas bajo su ventana, a un lado la española y al otro la tudesca, con la de arqueros en el centro, imponentes todas en su orden impasible. Aquello era un gallardo espectáculo para todo el que no corría peligro de que lo quemasen. La cruz verde estaba instalada sobre el tablado, y pendían de las fachadas, sembradas a trechos, las armas de Su Majestad y las de la Inquisición: una cruz entre una espada y una rama de olivo. Todo era rigurosamente canónico. El espectáculo podía comenzar.

Nos habían sacado a las seis y media, entre alguaciles y familiares del Santo Oficio armados con espadas, picas y arcabuces, y llevado en procesión por la plazuela de Santo Domingo para bajar a San Ginés y de ahí, cruzando la calle Mayor, entrar a la plaza por la calle de los Boteros. Marchábamos en fila, cada uno con su escolta de guardias armados y familiares enlutados de la Inquisición con siniestros bastones negros. Había clérigos con sobrepellices, gori-gori, lúgubres tambores, cruces cubiertas con velos y gente mirando por las calles. Y allí, en el centro, caminábamos primero los blasfemos, luego los casados dos veces, tras ellos los sodomitas, los judaizantes y los adeptos a la secta de Mahoma, y por último los reos de brujería; y cada grupo incluía las estatuas de cera, cartón y trapo de los que habían muerto en prisión o andaban fugitivos e iban a ser quemados en cadáver o en efigie. Yo estaba hacia la mitad de la procesión, entre los judaizantes menores, tan aturdido que me creía en mitad de un sueño del que, con algún esfuerzo, iba a despertar aliviado de un momento a otro. Todos lucíamos sambenitos: una especie de camisones que nos habían vestido los guardias al sacarnos de los calabozos. El mío llevaba un aspa roja, pero otros estaban pintados con las llamas del infierno. Había hombres, mujeres y hasta una niña de casi mi edad. Algunos lloraban y otros se mantenían impasibles, como un clérigo joven que había negado en misa que Dios estuviese dentro de la sagrada forma, y se resistía a retractarse. Una vieja a la que sus vecinos denunciaban por bruja, que por su mucha edad no podía tenerse, y un hombre a quien el tormento había tullido los pies, iban a lomos de mulas. Los acusados más graves llevaban corozas, y a todos nos habían puesto una vela en las manos. A Elvira de la Cruz la había visto con sambenito y encorozada, cuando nos formaban para la procesión y situábanla a ella entre los últimos. Después echamos a andar, y ya no pude verla más. Yo iba con el rostro inclinado, temiendo encontrar algún conocido entre la gente que nos miraba pasar. Iba, como pueden suponer vuestras mercedes, muerto de vergüenza.

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