Arturo Pérez-Reverte - Limpieza De Sangre

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– Una última cosa -dijo Saldaña-. Hay un fulano. Cierto espadachín del que debes precaverte… Por lo visto, en este negocio, paralela a la trama oficial hay trama oficiosa.

– ¿En qué negocio?… -en la oscuridad, Alatriste torcía el mostacho, burlón-. Acabo de oírte decir que no sabes nada.

– Vete al diablo, capitán.

– Con el diablo quieren madrugarme, por cierto.

– Pues no te dejes, diantre -Saldaña se acomodó mejor el herreruelo sobre los hombros, y las pistolas y todo el hierro que llevaba al cinto tintinearon lúgubremente-. Ése de quien te hablo anda haciendo pesquisas sobre tu paradero. También ha reclutado a media docena de bravoneles para filetear tus asaduras sin que tengas tiempo a decir hola. El fulano se llama…

– Malatesta. Gualterio Malatesta.

Volvió a sonar la risa queda de Martín Saldaña.

– El mismo -confirmó-. Es italiano, creo.

– De Sicilia. Una vez hicimos un trabajo juntos. O más bien lo hicimos a medias… Después nos tropezamos un par de veces.

– Pues no le dejaste buen recuerdo, voto a Cristo. Creo que te tiene muchísimas ganas.

– ¿Qué más sabes de él?

– Poca cosa. Cuenta con padrinos poderosos y es bueno en su oficio de matarife. Por lo visto anduvo en Génova y Nápoles degollando mucho y bien por cuenta ajena. Dicen que hasta lo disfruta. Vivió un tiempo en Sevilla, y en Madrid lleva cosa de un año… Si quieres puedo hacer algunas averiguaciones.

Alatriste no respondió. Habían llegado al extremo del Prado de Atocha, y ante ellos se extendía la despoblada oscuridad de los huertos, el campo y el arranque del camino de Vallecas. Se quedaron un rato quietos, oyendo el chirriar de los grillos. Al cabo fue Saldaña quien habló de nuevo.

– Ten cuidado el domingo -dijo en voz baja, como si el lugar estuviese lleno de oídos indiscretos-. No quisiera tener que ponerte grilletes. O matarte.

El capitán seguía sin decir nada. Continuaba inmóvil, envuelto en su capa, el ala del chapeo oscureciéndole aún más el rostro. Saldaña suspiró ronco, dio unos pasos como para irse, suspiró de nuevo y se detuvo con un malhumorado voto a Dios.

– Oye, Diego -miraba, como Alatriste, hacia la oscuridad del campo-. Ni tú ni yo nos hacemos demasiadas ilusiones sobre el mundo en que nos toca vivir. Yo estoy cansado. Tengo una mujer hermosa, un trabajo que me gusta y me permite ahorrar. Eso hace que, cuando llevo la vara de teniente, no conozca ni a mi padre… Puedo perfectamente ser un hideputa, cierto; pero en cualquier caso soy mi propio hideputa. Me gustaría que tú…

– Hablas demasiado, Martín.

El capitán lo había dicho suavemente, en tono abstraído. Quitóse Saldaña el fieltro y se pasó una de sus manos cortas y anchas por el cráneo, donde el pelo le escaseaba.

– Tienes razón. Hablo demasiado. Tal vez porque me hago viejo -suspiró por tercera vez sin apartar los ojos de la oscuridad, atento a los grillos-. Nos hacemos viejos, capitán. Tú y yo.

Se oyeron las lejanas campanadas de un reloj. Alatriste seguía inmóvil.

– Vamos quedando pocos -dijo.

– Muy pocos, pardiez -el teniente de alguaciles se puso de nuevo el sombrero, dudó unos instantes y luego vino hasta el capitán, deteniéndose otra vez a su lado-. Pocos con quienes compartir recuerdos y silencios. Y además, escasamente parecidos a quienes fuimos.

Se puso a silbar bajito un antiguo aire militar. Una coplilla que hablaba de viejos tercios, asaltos, botines y victorias. La habían cantado juntos, con mi padre y otros camaradas, dieciocho años atrás, en el saqueo de Ostende y la marcha a lo largo del Rhin hacia Frisla con Don Ambrosio Spínola, cuando las tomas de Oldensen y Linghen.

– Pero tal vez este siglo -apuntó al terminar- ya no merezca hombres como nosotros… Me refiero a quienes en otro tiempo fuimos.

Volvióse a mirar a Alatriste. Este asentía lentamente. La estrecha luna arrojaba a sus pies una vaga sombra sin contornos, difusa.

– Quizá -murmuró el capitán- nosotros no los merezcamos tampoco.

IX. EL AUTO DE FE

A la España del cuarto Felipe, como a la de sus antecesores, le encantaba quemar herejes y judaizantes. El auto de fe atraía a miles de personas, desde la aristocracia al pueblo más villano; Y cuando se celebraba en Madrid era presenciado, en palcos de honor, por sus majestades los reyes. Incluso la reina doña Isabel, nuestra señora, que por joven y gabacha hizo al principio de su matrimonio ciertos ascos a ese género de cosas, terminó aficionándose como todo el mundo. Por lo único español que la hija de Enrique el Bearnés no pasó nunca fue por vivir en El Escorial -todavía bajo la ilustre sombra del Rey Prudente-, que siempre encontró demasiado frío, grande y siniestro para su gusto. Aunque de cualquier modo la francesa terminó fastidiándose a título póstumo; pues, pese a que nunca quiso hollarlo viva, allí terminó enterrada a su muerte. Que no es mal sitio, vive Dios, junto a las imponentes sepulturas del emperador Carlos y de su hijo el gran Felipe, abuelos de nuestro cuarto Austria. Merced a quienes, para bien o para mal, a despecho del turco, el francés, el holandés, el inglés y la puta que los parió, España tuvo, durante un siglo y medio, bien agarrados a Europa y al mundo por las pelotas.

Pero volvamos a la chamusquina. La fiesta, donde para mi desgracia yo mismo tenía lugar reservado, empezó a prepararse un par de días antes, con mucho ir y venir de carpinteros y sus oficiales en la plaza Mayor, construyendo un tablado alto, de cincuenta pies de largo, con anfiteatro de gradas, colgaduras, tapices y damascos, que ni en la boda de sus majestades los reyes viose tanta industria y tanta máquina. Atajaron todas las bocas de calles para que coches y caballos no embarazasen el paso; y para la familia real se previno un dosel en la acera de los Mercaderes, por ser esta más pródiga en sombra. Como el desarrollo del auto era prolijo, llevándose todo el día, previniéronse aposentos para que se refrescaran y comieran, con toldos que hicieran resguardo; y decidióse que, para comodidad de las augustas personas, ingresaran a su palco desde el palacio del conde de Barajas, por el pasadizo elevado que, sobre la cava de San Miguel, lo comunicaba con las casas que el conde tenía en la plaza. Era tal la expectación causada por esta clase de sucesos, que las boletas para conseguir ventana solían convertirse en codiciadísima materia; y hubo quien pagó buenos ducados al alcalde de Casa y Corte por hacerse con las mejor situadas, incluyendo embajadores, grandes, gentiles hombres de cámara, presidentes de los consejos, y hasta el Nuncio de Su Santidad, que no se perdía fiesta de toros, cañas o chicharrones ni por una fumata blanca.

En tal jornada, que pretendía memorable, el Santo Oficio quiso matar varias perdices de un solo escopetazo. Resueltos a minar la política de acercamiento del conde de Olivares a los banqueros judíos portugueses, los más radicales inquisidores de la Suprema habían planeado un auto de fe espectacular, que metiera el miedo en el cuerpo a quienes no andaban ciertos en limpieza de sangre. Y el mensaje era nítido: por mucho dinero y favor del valido que tuvieran, los portugueses de origen hebreo nunca estarían seguros en España. La Inquisición, apelando siempre en último extremo a la conciencia religiosa del Rey nuestro señor -tan irresoluto e influenciable de joven como de viejo, de buena naturaleza y ningún carácter-, prefería un país arruinado pero con la fe intacta. Y esa, que a la larga tuvo efecto, y muy desastroso por cierto, en los planes económicos de Olivares, fue razón principal de que el proceso de la Adoración Benita, así como otras causas similares, se acelerase para eficaz y público escarmiento. De modo que resolvieron en pocas semanas lo que otras veces ocupaba meses, e incluso años de minuciosa instrucción.

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