Wolfgang Hohlbein - La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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Como todos los chicos de su edad, Dulac sueña con una vida de caballero legendario. Pero lo más probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representación del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente héroe de sus sueños. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ejército del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania está en juego.

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«Y tienes toda la razón», pensó Dulac. Tal vez había llegado la ocasión de decirle a Arturo lo que sabía de Evan, pero dudó. Si le contaba la traición de Evan, éste podría ser castigado con la muerte.

– Lo haré; no os preocupéis, señor -afirmó.

– Está bien -respondió el monarca. Parecía no haber esperado otra cosa-. Lo que tengo que decir a los caballeros no es cosa que deban oír ellos. Ahora vete y dile a ese ladronzuelo de mi cocinero que te libero de tus obligaciones el resto del día, para que esta noche estés despejado y con fuerzas. Te espero dentro de media hora en la puerta de la cámara del tesoro.

– ¿La… cámara del tesoro?

Arturo sonrió conciso.

– Hay algo más que quiero de ti, chico -dijo-. Pero ahora vete. Tengo que pensar sobre varias cosas. Sé puntual. Y procura que no te vea nadie.

Dulac evitó transmitir a Tander la orden de Arturo, porque eso desembocaría en las consabidas discusiones y ataques de ira. Además, sospechaba que al posadero le alegraría dejar de verlo durante toda la tarde.

Con tiempo por delante, se dirigió a la cámara del tesoro, que se encontraba en el sótano de la torre y era un pequeñísimo cuartito en el que cualquier persona tendría serias dificultades para moverse con libertad. No era la primera vez que Dulac estaba allí. Por eso, le sorprendió tanto ver el macizo candado que colgaba de la gruesa puerta de roble.

Las dos cosas eran nuevas. La última vez que estuvo allí -hacía por lo menos medio año, o más-, la puerta estaba formada por unos simples tablones mohosos y el candado era tan minúsculo que daba apuro hasta llamarlo por su nombre. Ahora, tanto la puerta como el candado eran nuevos y robustos. Aquello le llamó la atención. No era ninguna casualidad que la cámara del tesoro de Arturo estuviera tan desprotegida. En Camelot nadie tenía por qué temer a los ladrones y, además, la cámara se hallaba prácticamente vacía; Camelot no disponía de muchos tesoros, ¿para qué?

Dulac esperó a que llegara la hora acordada, un cuarto de hora más y, luego, otro. El rey no apareció y el muchacho comenzó a sorprenderse, luego a preocuparse, porque Arturo acostumbraba a ser un hombre muy formal, que solía llegar más bien pronto que tarde a las citas. Pensó si ir a buscarle, pero en el último momento se arrepintió al darse cuenta de que tan sólo era un sencillo mozo de cocina y Arturo, el rey. Si quería, podría dejarlo todo el día esperando allí abajo, y él no tendría derecho ni a preguntar el motivo.

Aguardó media hora más, luego renunció y subió las escaleras.

A mitad de camino, se encontró con Ginebra.

Dulac se sintió tan sorprendido que se paró en medio de un escalón, y también algo asustado. Hasta entonces había logrado apartar de su cabeza cualquier pensamiento que se refiriera a Ginebra, pero ahora, al encontrársela y mirarla a la cara, ya no pudo ser.

Su corazón empezó a latir a mucha velocidad. Aunque se hubiera convertido en una estatua, interiormente sentía cómo temblaba y las palmas de sus manos estaban húmedas y frías. Por muy absurdo que le pareciera, la realidad es que tenía miedo de estar a solas con ella.

Tenía la impresión de que no sólo su cuerpo, sino también su cara se había vuelto de piedra, pero no debía de ser así; en todo caso, Ginebra también se paró dos o tres escalones por encima de él y en su rostro se mezcló una sonrisa amistosa con una ligera expresión de sorpresa. Ladeó la cabeza para mirarlo pensativa.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó por fin, en lugar de saludarlo formalmente o dirigirle un sencillo «Hola»-. Parece que hayas visto un fantasma. ¿Me he vuelto horrorosa esta noche?

– ¡No! -aseguró Dulac deprisa-. ¡Todo lo contrario, Mylady! ¡Perdón! ¡Vos… sois más bella que nunca!

– Ya entiendo -entre las cejas de Ginebra apareció un pequeño pliegue-. Hasta ayer era horrorosa.

– No, yo… no he dicho eso… -Dulac trató de dominar sus tartamudeos, se calló y se sintió cada vez más desamparado. Tenía claro que Ginebra le estaba tomando el pelo, pero él no estaba de humor para ello. Hubiera preferido desplomarse sin más, aunque habría sido por unas causas muy diferentes a las que Ginebra hubiera supuesto.

Cuando comprendió que no iba a recibir respuesta, Ginebra bajó dos escalones más y asintió gravemente.

– Ya entiendo -dijo-. Esperabas a otra persona.

– Sí, Mylady -contestó Dulac con la mirada baja-. Al… rey.

– Ginebra -le recordó ella con suavidad-. Ya habíamos quedado en eso, si no me equivoco.

– Como ordenéis, Mylady… -empezó Dulac, se paró y se corrigió rápidamente-: Ginebra.

– No, yo no te ordeno nada -suspiró Ginebra-. Me alegraría si lo hicieras, eso es todo.

– Si es vuestro deseo.

Ginebra suspiró más profundamente.

– No era eso a lo que yo me refería -dijo en un tono resignado-. Pero, bueno. Arturo me ha enviado. Quería que te dijera que no puede venir. Que no le esperes más, y que empieces con los preparativos para esta noche… sea lo que sea eso que tienes que hacer.

Dulac ignoró la pregunta velada que se escondía tras ese comentario, y asintió en silencio. No quería hablar con Ginebra. No podía. Algo le decía que habría sido un gran error romper su silencio. Si empezaba a hablar, sería incapaz de dominarse y acabaría soltando alguna tontería de la que podría arrepentirse después.

– ¿Te has tragado la lengua? -interrogó Ginebra.

– No, Mylady -contestó Dulac-. Perdonad.

– Ginebra -como si se tratara de un juego, ella le amenazó con el dedo levantado-. Si vuelves a llamarme Mylady, hago que te azoten.

Dulac levantó la mirada asustado y, por un instante, también ella pareció sobrecogida, como si de pronto asimilara lo que había dicho. Luego, se refugió tras una sonrisa tímida.

– Sólo era una broma -dijo.

Claro que lo era. En ningún momento Dulac había tomado de otra manera sus palabras. Y, sin embargo…, le habían hecho daño.

– Lo siento -dijo Ginebra, tras varios segundos sin que ninguno de los dos hablara-. No quería herirte.

– No lo habéis hecho -aseguró Dulac con rapidez-. De verdad -era una mentira. No sabía por qué; pero sí, sus palabras le habían herido.

Ginebra hizo un movimiento, como si fuera a levantar la mano para rozarle la mejilla, pero dejó caer el brazo de nuevo. Parecía algo triste. Dulac hizo un gran esfuerzo para fijar sus ojos en los de ella y mantener esa mirada, pero de pronto vio a alguien más. Vio a Arturo y a Morgana, y creyó asistir de nuevo a la conversación entre ambos que había escuchado aquella mañana. Su corazón pareció transformarse en una fría piedra que ahogaba su pecho. No estaba seguro de si todavía latía.

– ¿Qué sucede contigo? -preguntó Ginebra.

– Nada -respondió Dulac-. De verdad, yo…

– No me mientas -le interrumpió Ginebra. Tal vez medio segundo demasiado tarde, añadió-: por favor.

– Yo no miento -aseguró Dulac-. Sólo que…

– ¿Sí?

– Arturo -dijo Dulac-. No deberías casarte con él.

Ya estaba, lo había dicho. Dulac se dobló del horror al comprender que, con aquella media docena de palabras, tal vez lo había estropeado todo. Pero, al mismo tiempo, se sentía inmensamente reconfortado.

Para su asombro, Ginebra no reaccionó ni con enfado ni tan siquiera con sorpresa, que habría sido lo mínimo ante la monstruosidad que acababa de sugerir. Durante largo tiempo -minutos que se prolongaron una eternidad- lo miró en silencio y sus ojos se cubrieron con una expresión de tanto dolor, que el corazón de Dulac se contrajo todavía más.

– Pero tengo que hacerlo, Dulac -murmuró ella finalmente. En sus ojos se vislumbraban las lágrimas.

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