Wolfgang Hohlbein - La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial: краткое содержание, описание и аннотация

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Como todos los chicos de su edad, Dulac sueña con una vida de caballero legendario. Pero lo más probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representación del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente héroe de sus sueños. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ejército del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania está en juego.

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– Y por eso tiene validez también para mí -le aclaró Arturo y bebió un trago-. Lo siento mucho, noble Mordred, pero ni vos ni vuestros acompañantes podréis traspasar las fronteras de Camelot.

– Oh, claro, claro que podremos, rey Arturo -respondió Mordred adoptando un tono ofensivo al llegar a la palabra «rey».

– Pero yo no puedo permitirlo -dijo Arturo con tranquilidad.

Dulac no estuvo muy seguro de si había ignorado el tono peyorativo de Mordred, o si, sencillamente, todavía no estaba lo suficientemente despierto para tomarlo en cuenta. Con excepción de Mordred había ya servido todas las copas y, por tanto, no le quedaba más que hacer allí. Pero no abandono la sala, sino que se retiró unos cuantos pasos y permaneció con la mirada baja y los oídos atentos.

– ¿Por qué nos negáis el derecho a pasar, Arturo? -quiso saber Mordred-. No estamos en guerra con vosotros. No os demandaremos ni alimentos ni tejado. ¡Rodear las fronteras de vuestro reino nos llevará tres semanas! Ese tiempo lo aprovecharán nuestros enemigos para prepararnos una emboscada. ¡Si nos cerráis el camino, estáis mandando a la muerte a cientos de nuestros soldados!

– Es vuestra guerra, no la nuestra, Mordred -respondió Gawain-. Si os dejásemos pasar, tendríais la oportunidad de llevar a la muerte a numerosos soldados del ejército de Cunningham.

– Vos…

– Nuestra ley nos impide interferir en el destino de nuestros vecinos, Mordred -le interrumpió Arturo-. A no ser que nos pidan ayuda.

– Vuestra ley, ¡No me hagáis reír! -dijo Mordred con hostilidad-. ¡Una ley que habéis establecido vos! ¡Sois el rey de este país! Podéis cambiar la ley cuando se os antoje.

– Por supuesto que no -respondió Arturo y bebió un nuevo sorbo de vino-. Mirad a vuestro alrededor: ¿veis esta mesa?

Mordred estaba irritado, a pesar de eso sus ojos vagaron por la mesa, en la que había quince sillas a cada lado. Encogió los hombros.

– ¿Y?

– ¿Imagino que habéis oído hablar de la Tabla Redonda del rey Arturo? -preguntó el rey-. Bueno, ésta es. En esta sala no hay ningún trono, a pesar de que es el salón del trono. En esta mesa todas las sillas son iguales, porque todos nosotros somos iguales. Cuando me siento aquí, no soy el rey, sino un igual entre iguales. Si incumplo una ley sólo porque soy el rey, ¿cómo podría demandar a cualquiera de mis súbditos que la acatara?

– ¡Palabrería! -dijo Mordred con desdén-. Ya me avisaron de que intentaríais embrollarme con las palabras -se levantó-. Bueno. Lo he intentado, he cumplido las reglas. Pero hay otras maneras. Cruzaremos vuestras tierras, Arturo, con o sin vuestro permiso. Mientras no intentéis retenernos, no sucederá nada. Si lo hacéis, hablarán nuestras armas.

– ¡Mordred, os lo suplico! -dijo Gawain conciliador-. Este es un lugar de paz. ¿Realmente habéis venido hasta aquí para amenazarnos? No puedo creerlo.

Dulac sí estuvo dispuesto a creerlo cuando levantó la mirada y vio el rostro de Mordred. El guerrero permanecía de pie con la mano derecha sobre la espada de su cincho. Sus ojos brillaban desafiantes.

– No amenazo. Sólo digo lo que va a ocurrir. En una semana nuestro ejército cruzará las fronteras del norte. No pensamos acercarnos ni a la ciudad ni al castillo. Pero si nos obligáis, lucharemos para liberar nuestro camino.

Sin una palabra de despedida, se dio la vuelta y salió de la estancia. Dulac tuvo la certeza de que habría dado un portazo si la puerta no hubiera sido tan pesada.

Gawain esperó a que hubiera desaparecido, luego suspiró y se giró con cara preocupada hacia Arturo.

– Podríamos tomarlo casi como una declaración de guerra.

– Ves las cosas demasiado negras -contestó Arturo. Bebió un sorbo y apuró la copa de un segundo trago, luego alargó la copa en la dirección de Dulac-. Más vino, chico. Y en lo que se refiere al tal Mordred, no es el primero que llega aquí y cree que puede impresionarnos con su ejército, con su reino o sólo con su osadía. ¿Quién es, al fin y al cabo?

Dulac llenó la copa y Perceval respondió:

– Nadie sabe a ciencia cierta quién es. Pero yo os puedo decir lo que es: desde hace un año sirve a Denold, el rey de los pictos.

– Y los pictos están en guerra con Cunningham -añadió Gawain con tono preocupado.

– Esa lucha no nos atañe -dijo Arturo-. No vamos a inmiscuirnos.

– Me temo que no es tan sencillo -suspiró Perceval-. Si es cierto lo que he oído, Mordred marcha con un ejército de quinientos hombres contra Cunningham. Y su camino le traerá a Camelot en menos de un día a caballo -se rió levemente, pero su risa no sonó demasiado divertida-. Me temo que las circunstancias sí nos obligarán a inmiscuirnos, eso es lo que hay.

– Eso sin contar con que Cunningham es nuestro amigo -dijo Gawain-. Si nos pide ayuda, debemos ofrecérsela -suspiró con rotundidad-. Habrá guerra.

– ¿Guerra? -Arturo rió, se levantó y golpeó con la rodilla el canto de la mesa con tanto ímpetu que el dolor le hizo tirar la copa y a punto estuvo de derribarle al suelo. Dulac saltó hacia delante intentando agarrar el recipiente, pero sólo consiguió rozarlo y éste se hizo añicos en el suelo-. ¿Guerra? -repitió Arturo impresionado-. No hemos llegado tan lejos -apoyó la mano izquierda sobre la mesa, cojeó unos cuantos pasos con expresión de dolor y sacudió la cabeza-. No, todavía no hemos llegado tan lejos. Chico… limpia esa porquería. Y luego vete y dile a Dagda que tengo que hablar con él.

– ¿Guerra? -Dagda sacó el cazo lleno del caldero, probó la sopa caliente y su cara adoptó una expresión de repugnancia-. ¿Guerra? -dijo de nuevo-. Ese cabeza de chorlito lleva diez años sin pelear. Y cuando lo hacía…

– Yo no creo que Arturo quiera -dijo Dulac con precipitación-. Pero Perceval y Gawain parecían muy convencidos.

Dagda miró la olla con la frente fruncida, tiró un puñado de sal y removió con fuerza.

– Gawain y Perceval son jóvenes locos, con la sangre caliente, y no saben lo que realmente significa la palabra «guerra» -dijo-. No te preocupes. Hablaré con Arturo. No habrá guerra.

– Eso espero -respondió Dulac y saltó con las rodillas dobladas sobre el alféizar de la única ventana que había en la cocina. Estaba justo debajo del techo. Como la cocina se encontraba en el sótano del castillo, lo único que podía ver desde allí era el tosco empedrado del patio y algún zapato que iba y venía de vez en cuando. Era su asiento preferido cuando Dagda cocinaba. La sopa hervía en el caldero sobre el fuego y toda la cocina se había llenado de vapor. El poyete de la ventana era el único lugar en el que se podía respirar sin problemas. Y desde el que se tenía una panorámica, no sólo del sótano, sino también de las escaleras, de tal modo que Dulac descubría a quien entraba mucho antes que el propio Dagda. Y también con tiempo suficiente para saltar de nuevo al suelo y disimular que estaba ocupado si aparecía algún visitante sin anunciarse. Si había algo que Arturo odiaba todavía más que levantarse temprano, era la holgazanería de la servidumbre.

De momento no había peligro. Arturo iba poco por allí y aquel día seguro que no aparecería; seguiría rompiéndose la cabeza con sus caballeros tratando de imaginar qué les depararía el futuro. Y, mientras, el vino correría por la mesa…

Con esos pensamientos la mirada de Dulac -no por primera vez- se quedó prendida del anaquel que Dagda había colgado en la pared junto a la puerta. Contenía una gran cantidad de recipientes, que iban desde sencillos vasos de estaño hasta una lujosa copa de oro puro, decorada con abundantes piedras preciosas. Dagda le había explicado en una ocasión que Arturo había traído cada uno de aquellos vasos de sus distintos viajes y, por tanto, todos tenían su propia historia. Unas las conocía Dulac, otras no; unas eran emocionantes, otras menos, y la mayoría seguramente inventadas.

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