Jordi Sierra i Fabra - Radiografia De Chica Con Tatuaje

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El novio de Carla ha sido acusado de asesinato. Todas las pruebas le incriminan, pero ella cree en su inocencia y decide emprender una investigación para dar con el auténtico culpable.

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Luego cerró la puerta de la cocina.

– Tu ropa está aquí -el señor Venancio le mostró la habitación de Diego, con la puerta abierta.

Carla no quiso entrar.

Tuvo que hacerlo.

– Sobre la cama. Mira sí está todo. Yo no sé…

Dos blusas, una camiseta, unos vaqueros… ¿Tanto? Ni lo recordaba. Sólo eran algunas cosas para estar cómoda cuando se quedaban en casa solos, cuando no tenían dinero para ir a ninguna parte, o cuando bebían cada minuto hasta emborracharse de sí mismos. Cosas para cambiarse y estar limpia, tener un recambio si le apetecía o si buscaba sentirse sexy sin tener que salir de casa vestida con ello. Su madre aún protestaba.

– Creo que… falta una camiseta, roja, muy holgada -consiguió decir sin apenas aliento.

El padre de Diego bajó las cejas hasta que formaron una delgada línea oscura sobre los ojos.

– ¿Muy grande? -preguntó despacio-. ¿Con unas letras amarillas por delante…?

– Sí.

– ¿Era tuya?

Carla no comprendió el alcance del comentario.

– ¿Cómo que si era mía?

La respuesta del señor Venancio cayó sobre ella como un mazazo.

– La llevaba puesta esa chica, cariño. Era todo lo que llevaba encima. La mataron con ella.

Veinticinco

No supo si era más fuerte la sospecha que la intuición. En cualquier caso ambas intensidades actuaban sincronizadas, formando dos partes únicas de un mismo poliedro. El yin y el yang en tres dimensiones.

Lo llevaba instalado en su cerebro desde que había salido de casa de Diego.

No cargaba con la ropa. No había podido con ella. Necesitaba tener las manos libres y la mente despejada. Le dijo al señor Venancio que volvería y había echado a correr. Una vez en la calle el tráfico la sepultó y el vértigo hizo que se detuviera para vomitar. Apenas si llevaba nada en el estómago, pero sacó hasta la última gota de bilis.

La cocina, una llave, la ropa, su camiseta roja tres tallas mayor…

Gabi.

Cuando se detuvo frente al edificio ni siquiera supo cómo había llegado hasta él. ¿A pie? ¿En taxi? ¿En autobús? Ni idea. Era incapaz de recordarlo. Pero estaba allí.

Y eso era lo único que contaba.

El portal estaba abierto.

Subió hasta el piso y llamó a la puerta. Nadie abrió. Una voz de mujer, al otro lado de la hoja de madera, le preguntó quién era. Se puso delante de la mirilla óptica, para que pudiera verla bien, y dijo de la forma más clara posible:

– ¿Está Solé?

La puerta se abrió. Dos cerrojos. Precauciones. En el recibidor de la casa, bañada por una tenue luz cenital, se dibujó la forma de una mujer parecida a su madre, aunque más bajita y redonda. Llevaba un delantal y tenía todo el aspecto de estar inmersa en una limpieza general de su casa. Carla comprendió que lo primero que tenía que hacer era serenarse.

– ¿Está Solé? -repitió.

– No, ahora no.

– Es muy importante, señora. ¿Es usted su madre?

– Sí, pero ya te digo que no está.

– ¿Cuándo regresará?

– Ha ido a un mandado, no creo que tarde, aunque tal y como es ella, a lo peor no viene hasta la noche.

– ¿Puedo localizarla? ¿Tiene móvil?

La mujer se inquietó.

– No quiere que le dé el número a nadie si no lo da ella, así que… ¿Pasa algo?

– ¿Podría ver una fotografía de su amiga Gabi?

– ¡Ay, Señor! -la madre de Solé se santiguó.

– ¿Puedo, por favor? -insistió Carla.

– No sé donde tiene las fotos, y si le revuelvo las cosas de la habitación luego se me enfada. No, no, vuelve cuando ella esté -venció la sorpresa que le producía la petición de su visitante y preguntó-: ¿Quién eres tú?

– Me llamo Carla.

– ¿Eres amiga de Solé?

– Soy la novia del chico que mató a su amiga Gabi.

Fue una reacción instintiva. La mujer se puso en guardia. Enderezó la espalda y endureció la mirada. Su gesto fue el de ir a cerrar la puerta de inmediato.

– Llama esta noche -dijo.

– Por favor, es muy importante, ¡por favor! Sólo necesito ver esa foto para estar segura…

No supo qué hacer. La puerta ya estaba a la mitad del recorrido.

Entonces sonó otra voz, subiendo la escalera, casi en su rellano.

– ¿Mamá? ¿Qué está pasando aquí?

Carla volvió la cabeza.

Solé.

Se quedaron mirando con fijeza. Solé en el último tramo, Carla desde arriba. La puerta del piso ya no llegó a cerrarse. Por el quicio apareció la madre de la aparecida con cara de susto, pero sin abrir ya la boca. Su hija subió los últimos peldaños que la conducían hasta su casa, sin apartar los ojos de Carla. La pregunta fue directa, y sin simpatías.

– ¿Qué estás haciendo aquí otra vez?

– Necesito ver una foto de Gabi.

– ¿Por qué?

– Para estar segura de una cosa.

– ¿Qué cosa?

– Por favor…

La escena se congeló un par de segundos. Las miradas eran divergentes. Una de súplica. Otra de recelo. La madre de Solé continuaba en la puerta, igual que una fiel celadora. Alguien bajaba por la escalera en ese momento, y la amiga de Gabi acabó reaccionando.

– Pasa.

Entraron en el piso. Solé besó a su madre.

– Tranquila, mamá -le dijo-. No está loca, sólo lo parece.

Solé la precedió hasta su habitación. Le franqueó el paso y, cuando ella hubo cruzado la puerta, la cerró. El lugar era pequeño, como cualquier habitación de cualquier chica, salvo por la ausencia de libros. Compactos, un reproductor, recuerdos, algunas fotografías y pósteres por las paredes… Nada fuera de lo común.

– Y ahora dime, ¿qué buscas? -Solé se le cruzó de brazos.

– Aún no estoy segura.

– ¿Para qué quieres ver esa foto?

– Dijiste que parecíamos hermanas, y Brandon casi lo mismo.

– Bueno, ¿y qué?

– No puedo explicártelo -se sintió perdida.

– Eres masoquista, ¿vale? -Solé se rindió-. Te estás comiendo el tarro con lo de que tu novio se lo montara con Gabi. ¿Qué quieres? ¿Imaginar la escena al completo?

No esperó la respuesta de su visitante. Se dirigió al armario, lo abrió, se agachó y extrajo una caja del fondo. La depositó sobre la cama y le quitó la tapa. No tuvo que buscar demasiado. Encontró la imagen que buscaba y se la tendió a Carla.

– Es reciente -le dijo-, y se la ve bastante bien.

Tomó la fotografía. Un primer plano de ellas dos, Solé y Gabi, sonrientes, vivas. No era una imagen pequeña, sino relativamente grande, una ampliación. Se veía a la perfección a las dos.

La belleza de Gabi, su cabello, sus ojos, sus labios, su complexión…

Hermanas.

– Dios… -gimió.

– No vas a llevártela -la previno Solé.

Se la devolvió. No hacía falta más. Bajo la luz de la habitación, su palidez era un sudario.

Casi todo encajaba.

– Oye, ¿estás bien? -le preguntó Solé.

– Sí -logró articular.

– ¿Me dirás qué…?

– No puedo, todavía no, pero gracias -susurró ella con una voz muy débil.

– Entonces, vete, por favor.

Era lo que quería. Irse.

Para ordenar sus ideas, serenarse y saber por fin quién había matado a Gabi.

Veintiséis

Tuvo que sentarse en un bordillo porque las piernas se le doblaban. Sentía una demoledora excitación nerviosa, capaz de aplastarla. Por su cabeza estaban pasando tantas cosas que no lograba centrarse en una sola; eran cometas, iban a toda velocidad dejando estelas a su paso. Le resultaba imposible atrapar uno y examinarlo. A veces chocaban entre sí, y el estallido la aturdía interiormente.

La danza de todos los partícipes en la gran comedia también formaba un aquelarre dantesco.

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