Jordi Sierra i Fabra - Radiografia De Chica Con Tatuaje
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– Del mío.
Brandon sostuvo su mirada.
– ¿De verdad lo quieres?
– Eso es cosa mía.
– Las tías estáis locas. Dejáis pasar a los buenos y os fijáis en los malos. Os va la marcha.
– ¿Dónde estabas esa noche?
Se lo soltó sin más, como un trallazo. La mirada del joven se hizo oscura. Soltó un pequeño bufido de sarcasmo y se apoyó en la pared, con las manos en los bolsillos de la bata blanca. Movió la cabeza horizontalmente un par de veces.
– Te diré lo mismo que le dije a la policía: en el cine.
– ¿La… policía?
– ¿Crees que sólo tú atas cabos?
– ¿Cuándo vinieron a verte?
– Un par de días después de morir Gabi. Y, ¿sabes?, tengo una hermosa coartada: la entrada del cine, pagada con tarjeta de crédito, y después veinte testigos que me vieron bailar en una disco hasta que cerró, y más tarde otros veinte en un after hasta después de amanecer. ¿Satisfecha?
Aprovechó el desconcierto y el silencio de Carla para ponerse en movimiento y regresar a la tintorería.
– Espera…
– No, se acabó. Chao, niña, y que tiren la llave de la celda en la que encierren a ese violador y asesino.
– Me dijiste que me parecía a Gabi -pasó por alto la visceralidad de su comentario.
– Sí, ¿y qué?
– Me lo ha dicho más gente.
– ¿La idiota de Solé?
– Dijo que podíamos haber sido hermanas.
– ¿Eso que prueba, que tu novio creía estar haciéndoselo contigo?
Era la idea que le rondaba por la cabeza. Diego frustrado porque ella se había quedado a estudiar. Diego con una chica fascinante, mayor, pero parecida a ella. Diego enloquecido bajo el efecto de las pastillas que le suministraba Gustín.
Diego, Diego, Diego.
– No lo justifiques -se despidió Brandon-. Gabi era como era, tal vez algo más que loca, pero estaba viva y daba vida a los demás.
Entró en la tintorería y la dejó sola en mitad de una calle vacía.
Veintidós
Lorena abrió los brazos de par en par y aspiró el aire del anochecer. Hacía calor, pero en la azotea parecía existir un microclima perfecto, con una temperatura ambiente muy agradable. Llegó al extremo más apartado del lugar, en el ángulo que formaba el muro con el edificio contiguo, y a Carla le recordó la escena en la que Leonardo DiCaprio y Kate Winslet se subían a la proa del Titanic para sentir el viento del mar en sus rostros.
Los amos del mundo.
El Titanic se hundió, y ella estaba a punto de hacerlo.
Se aferró a la contagiosa imagen de su amiga, feliz por estar allí.
– Hacía tanto tiempo… -cantó ella en voz alta.
– Lo siento.
– Va, calla -Lorena le dio un golpe con la cadera.
– Gonzalo no tardará en subir.
– ¡Quieres hacer el favor de no decir tonterías! -los ojos le brillaron en la cálida penumbra-. ¡He venido a verte a ti!
– Vale.
– ¡En serio!
Se echaron a reír. Carla se dio cuenta de lo mucho que necesitaba reír, y de lo mucho que había perdido distanciándose de Lorena a causa de su relación exhaustiva con Diego. Un duro precio a pagar. Ahora que estaba a punto de perder a su novio, recuperaba a Lorena. Otro precio.
¿Y el equilibrio?
¿Existía?
– ¿Has seguido haciendo preguntas? -quiso saber Lorena bajando los brazos y apoyándose en el muro.
– Sí.
– ¿Alguna conclusión?
– Gabi se parecía a mí.
– ¿Y eso qué significa?
– Pues que Diego estaba enfadado porque yo me quedé a estudiar, y al aparecer una loca potente que le recordó a mí…
– ¿Lo estás excusando?
– No, no.
– Sí, lo estás excusando.
– Que no, que no es eso.
– ¿Qué más has averiguado?
– Que el ex novio de Gabi era muy celoso pero tiene una coartada perfecta, que la amiga de Gabi se enfadó con ella por montárselo con Diego y plantarla, y que Gustín trató de ligarse a la chica en un momento dado, en casa de Lucas y Alberto. No paró de darle pastillas a Diego y pienso que era para sacarlo de la circulación, aunque él tiene mucho aguante.
– Ese tío es un cerdo.
– Lo sé, pero es su amigo, y para él ni tocarlo. Sin embargo, Gustín iba a por Gabi, y Gabi prefirió a Diego. Luego he sabido que un tal Dimas los llevó en coche hasta su casa y los dejó allí. Según él, iban lanzados, como para no llegar al piso y montárselo como quien dice en la escalera.
– O sea que…
– O sea que es imposible que ella dijera que no en el último momento, que lo hizo consintiendo.
– ¿Y no usaron preservativo?
Carla desvió la mirada.
– La amiga de Gabi, Solé, me dijo que ella siempre llevaba uno encima. Puede que se les rompiera, o se le olvidara, o no lo llevara esa noche porque no pensaban más que en pasarlo bien ellas dos, o que lo utilizaran una vez y luego volvieran a liarse… No sé. Diego me dijo que lo hicieron y nada más. No hablamos de preservativos.
– Está loco.
Carla no dijo nada.
– Perdona -susurró su amiga.
– No, yo también se lo dije -suspiró abatida-. Juramos que nos seríamos fieles, y así, de esta forma, no habría riesgos como el de pillar el sida. Diego se hizo un análisis cuando empezamos a tener relaciones, para demostrarme que estaba limpio.
– No lo sabía.
– Claro.
– Nunca me contaste nada del pasado de Diego, de sus detenciones y todo eso.
– No hay mucho que contar. Viene a ser la crónica de una mala suerte anunciada -parafraseó a García Márquez-. Diego es el super colega, ¿entiendes? Para él los amigos han sido más importantes que la familia. Una madre pasota y medio loca, un padre sin agallas… Creció muy solo, en la calle, y se las ingenió para sobrevivir más que para vivir, como muchos. La primera vez que lo detuvieron fue por hacerle un favor a un colega. Llevó un paquete con drogas a una dirección sin saber que la policía estaba siguiendo a toda la red. Lo pillaron y no hubo excusas. La segunda fue por conducir un coche robado, pero él no lo sabía. El que lo acompañaba apareció con el vehículo, le dijo si quería probarlo, Diego se puso al volante y a los dos o tres kilómetros los paró la policía. Teniendo antecedentes, ¿quién se cree a un tipo que dice que no tenía ni idea de que el coche fuera robado?
– Y éste es el tercer delito.
– Aja.
– En Estados Unidos, por tres delitos creo que te meten veinte o treinta años, o la perpetua.
– Esto no es Estados Unidos, afortunadamente -repuso Carla-. Aquí hay gente con setenta detenciones que está en la calle.
– Qué bien -Lorena miró en dirección a la calle.
Carla, a su lado, hizo lo mismo.
Su amiga le pasó un brazo por encima de los hombros.
– Al principio de salir Diego y yo -musitó como en un rezo-, hubo una pelea en un bar. Una pelea muy violenta. ¿Sabes que hizo Diego? Pues tratar de separar a los dos contendientes. Fue el único. Nadie se movió, sólo él. Y entonces uno de los que se peleaba se le rebotó. Tuvo que defenderse y por poco lo mata. El tipo cayó hacía atrás y se golpeó la cabeza. No pasó nada, pero fue de un pelo. Ni siquiera lo denunció, porque la pelea la empezó él y llevaba una navaja.
– El atrapalíos -comentó Lorena.
– Esa noche todos tenían motivos menos Diego -dijo Carla-. El ex novio, la amiga, Gustín, cualquiera de los otros que le echó el ojo encima a la explosiva Gabi…
– ¿Y cómo entró el asesino en casa de Diego? Según los periódicos, nadie forzó la puerta o una ventana.
– ¿Y si llamaron y ella le abrió?
– ¿A las tantas? Además, el que habría ido a abrir sería él.
– No, si estaba para el arrastre.
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