Jordi Sierra i Fabra - Radiografia De Chica Con Tatuaje

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El novio de Carla ha sido acusado de asesinato. Todas las pruebas le incriminan, pero ella cree en su inocencia y decide emprender una investigación para dar con el auténtico culpable.

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Carla le observó. Tenía pinta de intelectual. Veintidós, veintitrés, cabello algo largo, gafas negras de concha, un poco de barba, un poco de bigote, sonrisa franca, piel blanca, manos de poeta.

Para ella, unas manos largas y finas eran manos de poeta.

– No quiero molestarte -se excusó.

– Qué va -la cubrió con una mirada de ensoñación que resultó demasiado transparente, a caballo de una timidez palpable y un cierto toque de seguridad por aquello de la edad-. ¿Dices que has ido… a mi casa?

– Sí, tu madre es muy amable.

– Lo es con todas las chicas -hizo un gesto expresivo.

– Pues lamento haberte puesto en un compromiso.

– Bueno, me haré el misterioso.

Liberaron un poco los nervios riendo al unísono. Carla no quiso prolongar los prolegómenos. Un camarero se les acercó para preguntar si querían algo más y ella se apresuró en decir que no. La cerveza de Dimas estaba a la mitad.

– Quería hablar contigo, hacerte unas preguntas.

– ¿Conmigo?

– Sobre la noche en casa de Lucas y Alberto.

– ¿Y por qué a mí? -mostró su sorpresa.

– Me ha dicho Alberto que tú llevaste a Diego y a esa chica a casa de él.

– Sí, bueno…

– Sé todo lo que pasó, tranquilo -manifestó con calma-. Sólo intento reconstruir los últimos pasos de Diego y ella.

– ¿Por qué?

– Porque él no lo hizo.

– ¿Ah, no?

Lo dijo como si se hubiera perdido algo.

– No -quiso dejarlo claro Carla.

No hubo respuesta, ni reacción, salvo que Dimas alargó la mano derecha, agarró el vaso de cerveza y le dio un largo sorbo.

– Pues no se qué puedo contarte que no te imagines tú -volvió a dejarlo en la mesa-. Los vi tan a tope que como me venía de paso… me ofrecí a llevarlos, nada más.

– ¿Cómo fue el trayecto?

– Pues…

– Sé que iban pasados de vueltas, que montaron el número en el piso y probablemente en tu coche, pero necesito estar segura.

– Es que… no es agradable.

– Ya.

– ¿Aún eres… su novia?

– Sí, y déjame decirte algo: hablé con Diego en la cárcel, y con Gustín, con Lucas, con Alberto… Con todos. Sólo quiero entender qué pasó y ayudarlo. Tú fuiste la última persona que los vio, ¿no?

Dimas se puso pálido.

– ¡Joder! -suspiró.

– Cuéntame qué hicieron en tu coche, si estaban felices, si se pelearon…

– Sólo los llevé, bastante hacía con conducir mientras gritaban y…

– ¿Se sentó él contigo y ella detrás?

– No, no, los dos detrás.

– ¿Y? -se vio obligada a arrancarle las palabras.

– Bueno, si lo sé no los llevo -se resignó Dimas.

– ¿Tan fuerte fue?

– Casi lo hicieron en el coche. Tuve que decirles que no se pasaran, que si nos paraba la policía yo no quería marrones, que encima de que les hacía un favor, se esperasen.

– Así que les dejaste a punto.

– Sí.

– Muy a punto.

– Como para no llegar a la cama -suspiró Dimas.

Carla tragó saliva.

– Lo siento -dijo él.

– Yo he preguntado, no lo sientas. ¿Dijeron algo?

– Aparte de las burradas que se dicen en estos casos… no, que yo recuerde.

– Algo, lo que sea.

– Inteligible… -hizo un esfuerzo-. Diego le preguntó cómo estaba sola una tía como ella, y ella le contestó que había tenido novio, pero que le acababa de dar puerta, por plasta y celoso.

– ¿Celoso?

– Sí.

Recordó a Brandon el guaperas. Cuando habló con él en la tintorería le había parecido todo menos celoso.

Claro que Gabi, su ex, estaba muerta. Y él tenía que aguantar el tipo.

– La chica dijo que él aún la llamaba a todas horas, pidiéndole que volviera, y que a veces la seguía.

– ¿Dijo eso?

– Sí.

– ¿Algo más?

Dimas hizo memoria. Se acabó la cerveza y dejó transcurrir dos o tres segundos.

– Que se les entendiera, no -fue concluyente.

Carla ya no esperó. En otras circunstancias hubiera seguido hablando con Dimas. Tenía aspecto de universitario, o de intelectual discreto. No era su tipo, los prefería más radicales y rompedores, pero él parecía un alma un tanto perdida. Se dio cuenta de que leía a Delibes. Había en él algo de candor.

– Gracias -se puso en pie casi de un salto.

– Caray, ¿ya te vas? -lo lamentó él.

– Lo siento -volvió a darle un beso en cada mejilla.

Esta vez Dimas aspiró el aire que la envolvía.

Veintiuno

En la tintorería, el compañero de Brandon atendía a una mujer mayor, cabello entrecano, que insistía en recomendarle cómo sacar mejor la mancha que se había hecho en su abrigo de piel de conejo. La parroquiana le explicaba, además, que prefería guardarlo ya en condiciones todo el verano, y así, al llegar los fríos invernales, no tendría que correr ni bajárselo con urgencia. Al parecer, el abrigo era más un recuerdo que una prenda necesaria, pero la prefería a otras más nuevas. El dependiente asentía con la mejor de sus sonrisas y le decía que sí a todo.

Reconoció a Carla nada más entrar y la miró de arriba abajo, con insistencia.

– ¿Está Brandon?

– Sí -le mostró su insatisfacción-. Un momento.

La mujer también miraba a Carla por encima de sus gafas, de forma que parecía una maestra decimonónica mostrando su severidad a una pupila. Acababa de ser interrumpida y no le gustaba.

– Bueno, pues te lo dejo, ¿eh? -se despidió echándole un último vistazo a su abrigo.

– En tres días, listo, señora Bernabé.

– Que no, que no corre prisa. Ya pasaré.

Caminó hasta la puerta sin decir adiós. El dependiente tomó el abrigo y se dispuso a llevarlo a la parte de atrás. Fue entonces cuando lo llamó:

– ¡Brandon, te buscan!

No hubo respuesta. Pasaron diez segundos. Lo primero que hizo Brandon al verla fue fruncir el ceño con extrañeza. La expresión que salió de sus labios fue rotunda.

– ¿Otra vez tú?

Carla se mantuvo firme.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Estoy trabajando -protestó el joven, envolviendo sus palabras con desidia.

– Sólo será un minuto.

– Nunca es un minuto.

– Por favor, es importante.

– ¿Para quién?

No supo que responderle, pero ya daba lo mismo. Brandon miró a su compañero y curvó hacia arriba la parte derecha de los labios. El otro dependiente le expresó algo más que resignación, comprensión o aliento con su mirada. Proclamaba abiertamente que si ella fuese a verlo a él, no le pondría tantas pegas, y que lo envidiaba sanamente.

O quizás no.

Quizás lo odiase por aquello de que Dios daba pan a quien no tenía dientes.

– Ahora vuelvo.

Su compañero no apartaba los ojos de Carla. Ella le dio la espalda y salió al exterior, como la otra vez que estuvo allí con él. Se detuvieron en la misma puerta, a un lado, por si llegaba alguien.

– Vas a hacer que me despidan -le endilgó de buenas a primeras Brandon-. ¿Qué quieres?

No podía irse por las ramas, ni dar rodeos, así que se lo soltó sin más.

– Gabi comentó que tú no la dejabas en paz, que la llamabas y la seguías.

– ¿A quién le dijo eso? -endureció el gesto Brandon.

– A Diego, esa misma noche.

– Estaba loca, por Dios. Me enamoré de ella, me colgué, pero estaba loca, ya te lo dije. Tenía manía persecutoria. Creía que todo el mundo estaba pendiente de su persona, como si no hubiera nadie más en el mundo.

– También dijo que tú eras muy celoso.

– Cuando éramos novios, sí, lo estaba. Todos querían… lo que querían.

– Lo que Diego consiguió.

– Oye, niña, ya está bien -se puso tenso-. No te pases, ¿vale? Encima estás hablando de tu novio, de tu propio novio, que no parece quererte mucho. ¿Tú de que lado estás?

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